Diez céntimos le di a un pobre
y me bendijo a mi madre.
¡Ay! qué limosna tan chiquita,
qué recompensa tan grande.
¡Qué limosna tan chiquita,
qué recompensa tan grande!»
¿A dónde vas tan deprisa
sin decirme ni ¡con Dios!?
Me puedes mirar de frente,
que estoy enterao de tó.
Me lo contaron ayer
las lenguas de doble filo,
que te casaste hace un mes
y me quedé tan tranquilo.
Otro cualquiera en mi caso,
se hubiera echado a llorar,
yo, cruzándome de brazos
dije que me daba igual.
Y nada de pegarme un tiro
ni liarme a maldiciones
ni apedrear con suspiros
los vidrios de tus balcones.
¿Que te has casado? ¡Buena suerte!
Vive cien años contenta
y a la hora de la muerte,
Dios no te lo tenga en cuenta.
Que si al pie de los altares
mi nombre se te borró,
por la gloria de mi madre
que no te guardo rencor.
Porque sin ser tu marido,
ni tu novio, ni tu amante,
yo fui quien más te ha querido,
con eso tengo bastante.
* * *
—¿Qué tiene el niño, Malena?
Anda como trastornado,
tiene la carilla de pena
y el colorcillo quebrado.
Y ya no juega a la tropa,
ni tira piedras al río,
ni se destroza la ropa
subiéndose a coger nidos.
¿No te parece a ti extraño,
no ves una cosa rara
que un chaval de doce años
lleve tan triste la cara?
Mira que soy perro viejo
y estás demasiado tranquila.
¿Quieres que te dé un consejo?
Vigilia, mujer, ¡vigila!
Y fueron dos centinelas
los ojitos de mi madre.
—Cuando sale de la escuela
se va pa los olivares.
—Y ¿qué busca allí? —Una niña,
tendrá el mismo tiempo que él.
José Miguel, no le riñas,
que está empezando a querer.
Mi padre encendió un pitillo,
se enteró bien de tu nombre,
te regaló unos zarcillos
y a mí un pantalón de hombre.
Yo no te dije «te adoro»
pero amarré en tu balcón
mi laso de seda y oro
de primera comunión.
Y tú, fina y orgullosa,
me ofreciste en recompensa
dos cintas color de rosa
que engalanaban tus trenzas.
—Voy a misa con mis primos.
—Bueno, te veré en la ermita.
¡Y qué serios nos pusimos
al darte el agua bendita!
Mas luego en el campanario,
cuando rompimos a hablar:
—Dice mi tia Rosario
que la cigüeña es sagrá,
y el colorín, y la fuente,
y las flores, y el rocío,
y aquel torito valiente
que está bebiendo en el río;
y el bronce de esta campana,
y el romero de los montes,
y aquella línea lejana
que la llaman horizonte.
¡Todo es sagrado: tierra y cielo
porque así lo quiso Dios!
¿Qué te gusta más? —Tu pelo.
¡Qué bonito me salió!
—Pues, ¿y tu boca, y tus brazos,
y tus manos redonditas,
y tus pies fingiendo el paso
de las palomas zuritas?
Con la pureza de un copo
de nieve te comparé;
te revestí de piropos
de la cabeza a los pies.
A la vuelta te hice un ramo
de pitiminí, precioso
y luego nos retratamos
en las agüitas de un pozo.
Y hablando de estas pamplinas
que inventan las criaturas,
llegamos hasta tu esquina
cogidos por la cintura.
Yo te pregunté: —¿En qué piensas?
Tú dijiste: —En darte un beso.
Y yo sentí una vergüenza
que me caló hasta los huesos.
De noche, muertos de luna,
nos vimos por la ventana.
—¡Chssss! Mi hermanito está en la cuna,
le estoy cantando la nana.
«Quítate de la esquina,
chiquillo loco,
que mi madre no quiere
ni yo tampoco».
Y mientras que tú cantabas
yo, inocente me pensé
que la luna nos casaba
como a marido y mujer.
¡Pamplinas! ¡Figuraciones
que se inventan los chavales!
Después la vida se impone:
tanto tienes, tanto vales;
por eso, yo al enterarme
que llevas un mes casá,
no dije que iba a matarme,
sino que me daba igual.
Mas como es rico tu dueño,
te vendo esta profecía:
tú, por la noche, entre sueños
soñarás que me querías,
y recordarás la tarde
que mi boca te besó
y te llamarás «¡cobarde!»
como te lo llamo yo.
Y verás, sueña que sueña,
que me morí siendo chico
y se llevó la cigüeña
mi corazón en su pico.
Pensarás: «no es cierto nada,
yo sé que lo estoy soñando»;
pero allá en la madrugada
te despertarás llorando,
por el que no es tu marido,
ni tu novio, ni tu amante,
sino el que más te ha querido.
¡Con eso tengo bastante!