Se abrió también la noche de repente,
la descubrí, y era una rosa oscura
entre un día amarillo y otro día.
Pero, para el que llega
del Sur, de las regiones
naturales, con fuego y ventisquero,
era la noche en la ciudad un barco,
una vaga bodega de navío.
Se abrían puertas y desde la sombra
la luz nos escupía:
bailaban hembra y hombre con zapatos
negros como ataúdes que brillaban
y se adherían uno a una como
las ventosas del mar, entre el tabaco,
el agrio vino, las conversaciones,
las carcajadas verdes del borracho.
Alguna vez una mujer cayéndose
en su pálido abismo, un rostro impuro
que me comunicaba ojos y boca.
Y allí senté mi adolescencia ardiendo
entre botellas rojas que estallaban
a veces derramando sus rubíes,
constelando fantásticas espadas,
conversaciones de la audacia inútil.
Allí mis compañeros:
Rojas Giménez extraviado
en su delicadeza,
marino de papel, estrictamente
loco, elevando
el humo en una copa
y en otra copa
su ternura errante,
hasta que así se fue de tumbo en tumbo,
como si el vino se lo hubiera llevado
a una comarca más y más lejana!
Oh hermano frágil, tantas
cosas gané contigo, tanto
perdí en tu desastrado corazón
como en un cofre roto,
sin saber que te irías con tu boca elegante,
sin saber que debías
también morir, tú que tenías
que dar lecciones a la primavera!
Y luego como un aparecido
que en plena fiesta estaba
escondido en lo oscuro
llegó Joaquín Cifuentes
de sus prisiones: pálida apostura,
rostro de mando en la lluvia,
enmarcado en las líneas del cabello
sobre la frente abierta a los dolores:
no sabía reír mi amigo nuevo:
y en la ceniza de la noche cruel
vi consumirse al Húsar de la Muerte.
Pablo Neruda
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