Su origen se remonta a las fiestas
anglosajonas pre-cristianas, cuando el conejo era el símbolo de la
fertilidad asociado a la diosa Eastre, a quien se le dedicaba el mes de
abril. Progresivamente, se fue incluyendo esta imagen a la Semana Santa
y, a partir del siglo XIX, se empezaron a fabricar los muñecos de
chocolate y azúcar en Alemania, esto dio orígen también a una curiosa
leyenda que cuenta que, cuando metieron a Jesús al sepulcro que les
había dado José de Arimatea, dentro de la cueva había un conejo
escondido, que muy asustado veía cómo toda la gente entraba, lloraba y
estaba triste porque Jesús había muerto.
El conejo se quedó ahí viendo el cuerpo
de Jesús cuando pusieron la piedra que cerraba la entrada y lo veía y lo
veía preguntándose quien sería ese Señor a quien querían tanto todas
las personas.
Así pasó mucho rato, viéndolo; pasó todo
un día y toda una noche, cuando de pronto, el conejo vio algo
sorprendente: Jesús se levantó y dobló las sábanas con las que lo habían
envuelto. Un ángel quitó la piedra que tapaba la entrada y Jesús salió
de la cueva ¡más vivo que nunca!
El conejo comprendió que Jesús era el
Hijo de Dios y decidió que tenía que avisar al mundo y a todas las
personas que lloraban, que ya no tenían que estar tristes porque Jesús
había resucitado.
Como los conejos no pueden hablar, se le
ocurrió que si les llevaba un huevo pintado, ellos entenderían el
mensaje de vida y alegría y así lo hizo.
Desde entonces, cuenta la leyenda, el
conejo sale cada Domingo de Pascua a dejar huevos de colores en todas
las casas para recordarle al mundo que Jesús resucitó y hay que vivir
alegres.