He arrancado la corteza del árbol
para oler su fantasma,
y caminado hasta las lindes de hielo y hueso
donde el condado se vuelve hacia sí mismo
en ráfagas de nieve.
He aprendido a observar los inviernos:
las manzanas que caen durante días
en patios descuidados,
los diseños de helecho con que el agua y el hielo
me sellan con los muertos
en cuartos neblinosos
al tiempo que defino mi lugar:
lechuzas de granero que cazan en pareja a lo largo del seto,
el olor de la escarcha en la colada, el olor de las hojas
y la blancura del moho propagándose
en la hoja escamosa, como los hilos esquivos e incipientes
de las almas informes.
El pueblo queda a un lado, sobre un estanque de campánulas,
y más allá no hay nada,
o sólo otras versiones de mí mismo,
familiares y extrañas, y envueltas en su tiempo
igual que yo lo estoy, de pie bajo la luna
o inclinándome ante un manojo de ramas y paja
para insuflar una pequeña vida al fuego.
(Fuente: John Burnside (escocés, 1955).
En: Revista de Occidente 301, junio 2006.
Traducción de Jordi Doce)