|
De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 10/11/2020 17:06 |
|
|
|
|
|
PABLO OBISPO
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
JUNTAMENTE CON LOS PADRES DEL CONCILIO
PARA PERPETUO RECUERDO
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA*
LUMEN GENTIUM
CAPÍTULO I
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido
en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres,
anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de
Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en
Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios
y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles
y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal,
abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de
nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos
los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos
sociales técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.
2. El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su
sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a
participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no
los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la
salvación, en atención a Cristo Redentor,
«que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los
elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la
imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y
estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue
prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia
del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza [1], constituida en los tiempos
definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará
gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos
Padres, todos los justos desde Adán, «desde el justo Abel hasta el último elegido»
[2], serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre.
3. Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió en El antes
de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se
complació en restaurar en El todas las cosas (cf. Ef 1,4-5 y 10).
Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la
tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia
realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en
misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y
crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del
costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn 19,34) y están profetizados en
las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: «Y yo, si fuere levantado
de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32 gr.). La obra de nuestra redención
se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por
medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Co 5,7). Y,
al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en
Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico
(cf. 1 Co 10,17). Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz
del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.
4. Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra
(cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de
santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan
acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es
el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf.
Jn
4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el
pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El
Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo
(cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos
(cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cf.
Jn 16,
13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos
dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12;
1 Co 12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la
renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo [3].
En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17).
Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» [4].
5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro
Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la
llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: «Porque el
tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Ahora
bien, este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la
presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el
campo (cf. Mc 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña
grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos recibieron el reino; la semilla va después
germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4,26-29). Los milagros de Jesús, a su vez, confirman
que el reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios por el dedo de Dios,
sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; cf. Mt 12,28).
Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de
Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención
de muchos» (Mc 10,45).
Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres,
resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para
siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-21) y derramó sobre sus discípulos el
Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2,33). Por esto la Iglesia, enriquecida
con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad,
humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios
e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el
principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela
simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansia
unirse con su Rey en la gloria.
6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se
propone frecuentemente en figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia
se nos manifiesta también mediante diversas imágenes tomadas de la vida
pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de
los esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas.
Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn
10,1-10). Es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf.
Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por
pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el
mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P
5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11-15).
La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el
vetusto olivo, cuya raíz santa fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y
concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm 11,13- 26). El
celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf.
Is 5,1 ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica
vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El
por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).
A veces
también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El
mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que
fue puesta como piedra angular (cf. Mt 21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7;
Sal
117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1 Co
3,11) y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos
nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia; habitación de
Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de Dios entre los hombres (Ap
21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres celebran como
representado en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a
la ciudad santa, la nueva Jerusalén [5]. Efectivamente, en este mundo
servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan
contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación del mundo, de junto a
Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21,1 s).
La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf.
Ap
12,17), es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf.
Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que Cristo «amó y se entregó por ella para
santificarla» (Ef 5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e
incesantemente la «alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la
quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin,
la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que comprendiéramos la
caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Ef
3,19). Sin embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor
(cf. 2 Co 5,6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas
de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la
Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf.
Col 3,1-4).
7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre,
venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva
criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos, congregados de entre
todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su
espíritu.
En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están
unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano,
pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo:
«porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co
12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la
muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para
participar de su muerte; mas, si hemos sido injertados en El por la semejanza de
su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5).
Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico,
somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno,
somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co
10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co
12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).
Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos,
forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co
12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la
diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus
variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de
ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los
Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos
(cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los
fieles, unificando
el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los
miembros. Por
consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los
demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás
miembros (cf.1 Co 12,26).
La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El
fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El
es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito
de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col
1,15-18). Con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su
eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo
(cf. Ef 1,18-23) [7].
Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de
que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a
los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El,
hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6;
Col 2,12, etc.).
Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la
tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a
la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El (cf. Rm 8,17).
Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos,
crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo,
que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la
virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la
salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los
medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.).
Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió
participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los
miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio
pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio
de vida o el alma en el cuerpo humano [8].
Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose
en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio
cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su
Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de
la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su
cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y
consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).
8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a
su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible
[9], comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la
sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la
asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia
enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos
cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está
integrada de un elemento humano y otro divino [10]. Por eso se la
compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así
como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de
salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social
de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento
de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una,
santa, católica y apostólica [12], y que nuestro Salvador, después de
su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17),
confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss),
y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3,15).
Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste
en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él [13] si bien
fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de
santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen
hacia la unidad católica.
Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de
igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de
comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en
la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp
2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la
Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue
instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la
abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a
«evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y
salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su
amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los
pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se
esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues
mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado
(cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf.
Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al
mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la
senda de la penitencia y de la renovación.
La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de
Dios» [14] anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf.
1 Co
11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con
paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como
externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras,
hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos.
| |
|
|
|
|
CAPÍTULO IV
LOS LAICOS
30. El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la
Jerarquía,
vuelve gozoso su atención al estado de aquellos fieles cristianos que se
llaman
laicos. Porque, si todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo de Dios se
dirige por
igual a laicos, religiosos y clérigos, sin embargo, a los laicos,
hombres y
mujeres, por razón de su condición y misión, les atañen particularmente
ciertas
cosas, cuyos fundamentos han de ser considerados con mayor cuidado a
causa de
las especiales circunstancias de nuestro tiempo. Los sagrados Pastores
conocen
perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la Iglesia
entera. Saben
los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí
solos
toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente
función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y
carismas
de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra
común. Pues
es necesario que todos, «abrazados a la verdad en todo crezcamos en
caridad,
llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el
cuerpo,
trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la
operación
propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» (Ef 4.15-16).
31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a
excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado
por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el
bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la
función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el
mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del
orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares
incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y
expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En
tanto que los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e
inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a
Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por
propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos
temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y
cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias
de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida.
Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados
por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde
dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás,
primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe,
la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde
iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin
cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del
Creador y del Redentor.
32. Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre
la base de una admirable variedad. «Pues a la manera que en un solo cuerpo
tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así
nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está
al servicio de los otros miembros» (Rm 12,4-5).
Por tanto, el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: «un Señor, una fe, un
bautismo» (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su
regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la
perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No
hay, de consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de
la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay
judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos
vosotros sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col 3,11).
Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos
están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios
(cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido
constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los
demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la
acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo.
Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el
resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los
demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de
la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de
los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su
trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un
múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo. Pues la misma
diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque
«todas... estas cosas son obra del único e
idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).
Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a
Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir (cf.
Mt 20,28), también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado
ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo,
apacientan a la familia de Dios, de tal suerte que sea cumplido por todos el
nuevo mandamiento de la caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín:
«Si me asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con
vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre
expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación»
[112].
33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios e integrados en el único Cuerpo
de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de
miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas, las recibidas por el
beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento
de la Iglesia y a su continua santificación.
Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión
salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor
mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos,
especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia
Dios y hacia los hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están
especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos
lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a
través de ellos [113]. Así, todo laico,
en virtud de los dones que le han sido
otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la
misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos,
los laicos también puede ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata
con el apostolado de la Jerarquía [114], al igual
que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en
el Señor (cf. Flp 4,3; Rm 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser
asumidos por la Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de
desempeñar con una finalidad espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que
el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos
los tiempos y en todas las partes de la tierra. De consiguiente, ábraseles por
doquier el camino para que, conforme a sus posibilidades y según las
necesidades de los tiempos, también ellos participen celosamente en la obra
salvífica de la Iglesia.
34. Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su
testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y
los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta.
|
|
|
|
Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace
partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto
espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los
laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son
admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los
más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e
iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el
descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las
mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en
sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que
en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto
con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como
adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a
Dios.
35. Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio
de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la
plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña
en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes,
consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de
la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del
Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social. Se manifiestan como hijos
de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza,
aprovechan el tiempo presente (Ef 5, 16; Col 4, 5) y esperan con paciencia la
gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero no escondan esta esperanza en el interior de
su alma, antes bien manifiéstenla, incluso a través de las estructuras de la
vida secular, en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores
de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).
Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y
el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21, 1),
así los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la
fe en la cosas que esperamos (cf. Hb 11, 1) cuando, sin vacilación, unen a la
vida según la fe la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el
anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra,
adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de
que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo.
En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un
especial sacramento, a saber, la vida matrimonial y familiar. En ella el
apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara
si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma
más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y
para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana
proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la
esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su
testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad.
Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los cuidados
temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la
evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos, cuando faltan los
sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de
persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades,
y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es
necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento
del reino de Dios en el mundo. Por ello, dedíquense los laicos a un
conocimiento más profundo de la verdad revelada y pidan a Dios con instancia el
don de la sabiduría.
36. Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello
exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El
están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo
creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co
15, 27-28). Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos
queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida
venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que,
sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a
sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los
fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de verdad y de vida, reino
de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor
y de paz» [115]. Un reino en el cual
la misma creación será liberada de la servidumbre de la
corrupción para participar la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21).
Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el mandato dado a los
discípulos: «Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo
es de Dios» (1 Co 3, 23).
Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas las
criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las
ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal
manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con
mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los
laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos
profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo,
contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio
del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo
humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin
excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos y, a su manera,
conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo,
a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora
a toda la sociedad humana.
Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los
ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas
sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que
obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de
valor moral la cultura y las realizaciones humanas. Con este proceder
simultáneamente se prepara mejor el campo del mundo para la siembra de la
palabra divina, y a la Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las
que introducir en el mundo el mensaje de la paz.
Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a
distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su
pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la
sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en
cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que
ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede
substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que
esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación
de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda responder con mayor
plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo actual. Porque así como ha
de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones
del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar
la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo
en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad
religiosa de los ciudadanos [116].
37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de
recibir con abundancia [117] de los sagrados Pastores
los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y les
sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad
y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo.
Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la
facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los
asuntos concernientes al bien de la Iglesia [118].
Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello
por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y
caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a
Cristo.
Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su
obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la
libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana
aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo,
establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes. Ni dejen de
encomendar a Dios en la oración a sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como
quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con
gozo y no con gemidos (cf. Hb 13,17).
Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y
responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente
consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles
libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras
por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas,
los ruegos y los deseos provenientes de los
laicos [119]. En cuanto a la justa libertad
que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente.
Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato familiar entre
los laicos y los Pastores; así se robustece en los seglares el sentido de la
propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y se asocian más fácilmente
las fuerzas de los laicos al trabajo de los Pastores. Estos, a su vez, ayudados
por la experiencia de los seglares, están en condiciones de juzgar con más
precisión y objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales, de
forma que la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros, cumpla con
mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.
38. Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y
de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de
por sí deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Ga 5, 22) y
difundir en él el espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y
pacíficos, a quienes el Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados (cf. Mt
5, 3-9). En una palabra, «lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los
cristianos en el mundo» [120].
|
|
|
|
CAPÍTULO V
UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD
EN LA IGLESIA
39. La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio,
creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con
el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo» [121], amó a la Iglesia
como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef
5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del
Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo
quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a
la santidad, según aquello del Apóstol: «Porgue ésta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin
cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los
fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de
los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de
vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados
consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que, por impulso del
Espíritu Santo, muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una
condición o estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe
proporcionarle un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.
40. El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a
todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la
santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: «Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) [122].
Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios
con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las
fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf.
Jn 13,34;
15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras,
sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús,
han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios
y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En
consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en
su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir «como
conviene a los santos» (Ef 5, 3) y que como «elegidos de Dios, santos y amados, se
revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia»
(Col 3, 12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (cf.
Ga 5, 22; Rm 6, 22).
Pero como todos caemos en muchas faltas (cf. St 3,2), continuamente necesitamos
la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: «Perdónanos nuestras
deudas» (Mt 6, 12) [123].
Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección
de la caridad [124], y esta
santidad suscita un nivel de vida más humano
incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los
fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de
que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo
a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al
servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes
frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida
de tantos santos.
41. Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y
ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a
la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre,
humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su
gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva,
que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que
le son propios.
En primer lugar es necesario que los Pastores de la grey de Cristo, a imagen del
sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas, desempeñen su
ministerio santamente y con entusiasmo, humildemente y con fortaleza. Así
cumplido, ese ministerio será también para ellos un magnífico medio de
santificación. Los elegidos para la plenitud del sacerdocio son dotados de la
gracia sacramental, con la que, orando, ofreciendo el sacrificio y predicando,
por medio de todo tipo de preocupación episcopal y de servicio, puedan cumplir
perfectamente el cargo de la caridad pastoral [125].
No teman entregar su vida por las ovejas, y, hechos modelo para la grey (cf.1 P 5,3), estimulen a
la Iglesia, con su ejemplo, a una santidad cada día mayor.
Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual
forman [126] al participar
de su gracia ministerial por Cristo, eterno y
único Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el diario desempeño
de su oficio. Conserven el vínculo de la comunión sacerdotal, abunden en todo
bien espiritual y sean para todos un vivo
testimonio de Dios [127], émulos
de aquellos sacerdotes que en el decurso de los siglos, con frecuencia en un
servicio humilde y oculto, dejaron un preclaro ejemplo de santidad, cuya
alabanza se difunde en la Iglesia de Dios. Mientras oran y ofrecen el
sacrificio, como es su deber, por los propios fieles y por todo el Pueblo de
Dios, sean conscientes de lo que hacen e imiten lo que traen
entre manos [128];
las preocupaciones apostólicas, los peligros y contratiempos, no sólo no les
sean un obstáculo, antes bien asciendan por ellos a una más alta santidad,
alimentando y fomentando su acción en la abundancia de la contemplación para
consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los presbíteros y en especial
aquellos que por el peculiar título de su ordenación son llamados sacerdotes
diocesanos, tengan presente cuánto favorece a su santificación la fiel unión y
generosa cooperación con su propio Obispo.
También son partícipes de la misión y gracia del supremo Sacerdote, de un modo
particular, los ministros de orden inferior. Ante todo, los diáconos, quienes,
sirviendo a los misterios de Cristo y de la Iglesia [129]
deben conservarse inmunes
de todo vicio, agradar a Dios y hacer acopio de todo bien ante los hombres (cf.
1 Tm 3,8-10 y 12-13). Los. clérigos, que, llamados por el Señor y destinados a
su servicio, se preparan, bajo la vigilancia de los Pastores, para los deberes
del ministerio, están obligados a ir adaptando su mentalidad y sus corazones a tan excelsa elección:
asiduos en la oración, fervorosos en el amor,
preocupados de continuo por todo lo que es verdadero, justo y decoroso,
realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales se añaden aquellos
laicos elegidos por Dios que son llamados por el Obispo para que se entreguen
por completo a las tareas apostólicas, y trabajan en el campo del Señor con
fruto abundante [130].
Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la
fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de
toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los
hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo
de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la
fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la
fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con
que Cristo amó a su Esposa y se entregó a Sí mismo
por ella [131]. Ejemplo parecido
lo proporcionan, de otro modo, quienes viven en estado de viudez o de celibato,
los cuales también pueden contribuir no poco a la santidad y a la actividad de
la Iglesia. Aquellos que están dedicados a trabajos muchas veces fatigosos deben
encontrar en esas ocupaciones humanas su propio perfeccionamiento, el medio de
ayudar a sus conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad
entera y de la creación. Pero también es necesario que imiten en su activa
caridad a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en los trabajos manuales y que
continúan trabajando en unión con el Padre para la salvación de todos. Gozosos
en la esperanza, ayudándose unos a otros a llevar sus cargas, asciendan
mediante su mismo trabajo diario, a una más alta santidad, incluso con
proyección apostólica.
Sepan también que están especialmente unidos a Cristo, paciente por la
salvación del mundo, aquellos que se encuentran oprimidos por la pobreza, la
enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos, o los que padecen
persecución por la justicia. A ellos el Señor, en el Evangelio, les proclamó
bienaventurados, y «el Dios de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un
breve padecer, los perfeccionará y afirmará, los fortalecerá y consolidará» (1 P 5, 10).
Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o
circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día
si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la
voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las
tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo.
42. «Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios
en él» (1 Jn 4, 16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Por consiguiente, el primero
y más imprescindible don es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo por El. Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como
una buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena gana la
palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia.
Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en
las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de
sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las
virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf.
Col 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los
conduce a su fin [132].
De ahí que la caridad para con Dios y para con
el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo.
Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por
nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por El y por sus
hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien: algunos cristianos, ya desde los
primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este
supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores.
Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que
aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a El en la efusión de su sangre, es
estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor, Y, si es
don concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a
Cristo delante de los hombres y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio
de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial con los
múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen
sus discípulos [133].
Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia,
concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Co 7, 7) para que se consagren
a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantiene
más fácilmente indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34) [134]. Esta perfecta
continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más alta
estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial
extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.
La Iglesia medita la advertencia del Apóstol, quien, estimulando a los fieles a
la caridad, les exhorta a que tengan en sí los mismos sentimientos que tuvo
Cristo, el cual «se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo..., hecho
obediente hasta la muerte» (Flp 2, 7-8), y por nosotros «se hizo pobre, siendo
rico» (2 Co 8, 9). Y como es necesario que los discípulos den siempre testimonio
de esta caridad y humildad de Cristo imitándola, la madre Iglesia goza de que en
su seno se hallen muchos varones v mujeres que siguen más de cerca el
anonadamiento del Salvador y dan un testimonio más evidente de él al abrazar la
pobreza en la libertad de los hijos de Dios y al renunciar a su propia voluntad.
A saber: aquellos que, en materia de perfección, se someten a un hombre por Dios
más allá de lo mandado, a fin de hacerse más plenamente conformes a Cristo
obediente [135].
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar
insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén
todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas
del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica
les impida la prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la
advertencia del Apóstol: Los que usan de este mundo no se detengan en eso,
porque los atractivos de este mundo pasan (cf. 1 Co 7, 31 gr.)
[136].
|
|
|
|
CAPÍTULO VI
LOS RELIGIOSOS
43. Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de
obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados
por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia,
son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia
conserva siempre La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se
preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica e incluso de
fijar formas estables de vivirlos. Esta es la causa de que, como en árbol que se
ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una semilla
puesta por Dios, se hayan desarrollado formas diversas de vida solitaria o
comunitaria y variedad de familias que acrecientan los recursos ya para provecho
de los propios miembros, ya para bien de todo el Cuerpo de
Cristo [137]. Y es que
esas familias ofrecen a sus miembros las ventajas de una mayor estabilidad en el
género de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una
comunión fraterna en el servicio de Cristo y una libertad robustecida por la
obediencia, de tal manera que puedan cumplir con seguridad y guardar fielmente
su profesión y avancen con espíritu alegre por la senda de la
caridad [138].
Este estado, si se atiende a la constitución divina y jerárquica de la Iglesia,
no es intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que de uno y
otro algunos cristianos son llamados por Dios para poseer un don particular en
la vida de la Iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada
uno según su modo [139].
44. El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados —por su propia
naturaleza semejantes a los votos—, con los cuales se obliga a la práctica de
los tres susodichos consejos evangélicos, hace una total consagración de sí
mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio
de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el bautismo había
muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para traer de la
gracia bautismal fruto copioso, pretende, por la profesión de los consejos
evangélicos, liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de
la caridad y de la perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al
servicio de Dios [140].
La consagración será tanto más perfecta cuanto,
por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con
vínculo indisoluble a su Iglesia.
Pero como los consejos evangélicos, mediante la caridad hacia la que impulsan
[141],
unen especialmente con la Iglesia y con su misterio a quienes los
practican, es necesario que la vida espiritual de éstos se consagre también al
provecho de toda la Iglesia. De aquí nace el deber de trabajar según las fuerzas
y según la forma de la propia vocación, sea con la oración, sea también con el
ministerio apostólico, para que el reino de Cristo se asiente y consolide en
las almas y para dilatarlo por todo el mundo. Por lo cual la Iglesia protege y
favorece la índole propia de los diversos institutos religiosos.
Así, pues, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un símbolo que
puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir
sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana. Y como el Pueblo de Dios
no tiene aquí ciudad permanente, sino que busca la futura, el estado religioso,
por librar mejor a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también
mejor, sea la función de manifestar ante todos los fieles que los bienes
celestiales se hallan ya presentes en este mundo, sea la de testimoniar la vida
nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo, sea la de prefigurar la
futura resurrección y la gloria del reino celestial. El mismo estado imita más
de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo
de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que
propuso a los discípulos que le seguían. Finalmente, proclama de modo especial
la elevación del reino de Dios sobre todo lo terreno y sus exigencias
supremas; muestra también ante todos los hombres la soberana grandeza del poder
de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra
maravillas en la Iglesia.
Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos
evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia,
pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y santidad.
45. Siendo deber de la Jerarquía eclesiástica apacentar al Pueblo de Dios y
conducirlo a los mejores pastos (cf. Ez 34, 14), a ella compete dirigir
sabiamente con sus leyes la práctica de los consejos evangélicos
[142],
mediante los cuales se fomenta singularmente la caridad para con Dios y para con
el prójimo. La misma Jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu
Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, las aprueba
auténticamente después de haberlas revisado y asiste con su autoridad vigilante
y protectora a los Institutos erigidos por todas partes para edificación del
Cuerpo de Cristo, con el fin de que en todo caso crezcan y florezcan según el
espíritu de los fundadores.
Para mejor proveer a las necesidades de toda la grey del Señor, el Romano Pontífice,
en virtud de su primado sobre la Iglesia
universal, puede eximir a cualquier Instituto de perfección y a cada uno de sus
miembros de la jurisdicción de los Ordinarios de lugar y someterlos a su sola
autoridad con vistas a la utilidad común [143].
Análogamente pueden ser
puestos bajo las propias autoridades patriarcales o encomendados a ellas. Los
miembros de tales Institutos, en el cumplimiento de los deberes que tienen para
con la Iglesia según su peculiar forma de vida, deben prestar a los Obispos
reverencia y obediencia en conformidad con las leyes canónicas, por razón de
su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria unidad y
concordia en el trabajo apostólico [144].
La Iglesia no sólo eleva mediante su sanción la profesión religiosa a la
dignidad de estado canónico, sino que, además, con su acción litúrgica, la
presenta como un estado consagrado a Dios. Ya que la Iglesia misma, con la
autoridad que Dios le confió, recibe los votos de quienes la profesan, les
alcanza de Dios, mediante su oración pública, los auxilios y la gracia, los
encomienda a Dios y les imparte la bendición espiritual, asociando su oblación
al sacrificio eucarístico.
46. Los religiosos cuiden con atenta solicitud de que, por su medio, la Iglesia
muestre de hecho mejor cada día ante fieles e infieles a Cristo, ya entregado a
la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las
multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores
al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo bien a todos, siempre, sin
embargo, obediente a la voluntad del Padre que lo envió [145]
Tengan todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos,
aunque implica la renuncia de bienes que indudablemente han de ser estimados en
mucho, no es, sin embargo, un impedimento para el verdadero desarrollo de la
persona humana, antes por su propia naturaleza lo favorece en gran medida.
Porque los consejos, abrazados voluntariamente según la personal vocación de cada uno,
contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual,
estimulan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como demuestra
el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más al cristiano
con el género de vida virginal y pobre que- Cristo Señor escogió para si y que
abrazó su Madre, la Virgen. Y nadie piense que los religiosos, por su
consagración, se hacen extraños a los hombres o inútiles para la sociedad
terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus
contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las
entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación
de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a El, no sea que
trabajen en vano quienes la edifican [146].
Por lo cual, finalmente, el sagrado Sínodo confirma y alaba a los varones y
mujeres, a los Hermanos y Hermanas que en los monasterios, o en las escuelas y
hospitales, o en las misiones, hermosean a la Esposa de Cristo con la
perseverante y humilde fidelidad en la susodicha consagración y prestan a todos
los hombres los más generosos y variados servicios.
47. Todo el que ha sido llamado a la profesión de los consejos esmérese por
perseverar y aventajarse en la vocación a la que fue llamado por Dios, para una
más abundante santidad de la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e
indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad
|
|
|
|
CAPÍTULO VII
ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA
CELESTIAL
48. La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual
conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada
plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración
de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también
la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su
fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20;
2 P
3, 10-13).
Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32
gr.); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm 6, 9), envió sobre los
discípulos a su Espíritu vivificador, y por El hizo a su Cuerpo, que es la
Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del
Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y,
por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de
su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración
prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del
Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos
instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que
con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos
encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co 10, 11), y la
renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se
anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está
adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no
lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P
3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones,
pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas,
que gimen con dolores de parto al
presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es
prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos
de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1), pero todavía no se ha realizado nuestra
manifestación con Cristo en la gloria (cf. Col 3,4), en la cual seremos
semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto,
«mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor» (2 Co
5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior
(cf. Rm 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1, 23). Ese mismo amor nos
apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2
Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9) y nos
revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas
del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6, 11-13). Y como no sabemos el
día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos
constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf.
Hb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los
elegidos (cf. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos
(cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores,
donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). Pues antes de
reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo
para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida
mortal» (2 Co 5, 10); y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la
resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de
condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues, por cierto que
«los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se
ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18; cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme
aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y
Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro abyecto
cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12) y vendrá «para ser
glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).
49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de
sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las
cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra;
otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria,
contemplando «claramente a Dios mismo, Uno y Trino,
tal como es» [147]; mas todos,
en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y
para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues
todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma
Iglesia y mutuamente se unen en El (cf. Ef 4, 16). La unión de los viadores con
los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se
interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la
comunicación de bienes espirituales [148]. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más
eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella
ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más
dilatada edificación (cf. 1 Co 12, 12-27) [149]. Porque
ellos, habiendo llegado a la patria y estando «en presencia del Señor» (cf. 2 Co 5, 8), no cesan
de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el
Padre [147],
ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (cf. 1Tm 2, 5), como fruto de haber
servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que
falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia
(cf. Col 1,24) [151].
Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a
remediar nuestra debilidad.
50. La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que
reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de
la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos [152]
y ofreció sufragios por ellos, «porque santo y saludable es el pensamiento de
orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados» (2 M 12, 46).
Siempre creyó la Iglesia que los Apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado
el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, nos
están más íntimamente unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto
con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles [153] e imploró
piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos pronto fueron agregados
también quienes habían imitado más de cerca la virginidad y pobreza de Cristo
[154] y, finalmente, todos los demás, cuyo preclaro ejercicio de virtudes
cristianas [155] y cuyos carismas divinos los hacían
recomendables a la piadosa
devoción e imitación de los fieles [156].
Mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos
impulsan a buscar la ciudad futura (cf. Hb 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo
aprendemos el camino más seguro por el que, entre las vicisitudes mundanas,
podremos llegar a la perfecta unión con Cristo o santidad, según el estado y
condición de cada uno [157]. En la vida de aquellos que, siendo hombres
como nosotros, se transforman con mayor perfección en imagen de Cristo (cf. 2
Co 3,18), Dios manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro. En
ellos El mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino [158], hacia el cual somos atraídos poderosamente con tan gran nube de testigos que nos
envuelve (cf. Hb 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.
Veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad, pero más aún
con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vigorice por el
ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef 4, 1-6). Porque así como la comunión
cristiana entre los viadores nos acerca más a Cristo, así el consorcio con los
santos nos une a Cristo, de quien, como de Fuente y Cabeza, dimana toda la
gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios [159].
Es, por tanto, sumamente
conveniente que amemos a «¡tos amigos y coherederos de Cristo, hermanos también
y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que le debemos
por ellos [160]; que «los invoquemos humildemente
y que, para impetrar
de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el
único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y
socorro» [161]. Todo genuino testimonio de amor
que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en El,
que es «la corona de todos los santos» [162], y por El va a Dios, que es
admirable en sus santos y en ellos es glorificado [163].
La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando
—especialmente en la sagrada liturgia, en la cual «la virtud del Espíritu
Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales»— celebramos
juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad [164],
y todos, de cualquier tribu, y lengua, y pueblo, y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cf.
Ap 5, 9) y congregados en una sola Iglesia, ensalzamos con un mismo
cántico de alabanza a Dios Uno y Trino. Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unirnos
al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria. primeramente, de la gloriosa
siempre Virgen María, mas también del bienaventurado José, de los bienaventurados Apóstoles, de los
mártires y de todos los santos [165].
51. Este sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros
antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que se hallan en
la gloria celeste o que aún están purificándose después de la muerte, y de
nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II [166],
Florentino [167] y Tridentino [168]. Al mismo tiempo, en fuerza
de su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde para
que, si acá o allá se hubiesen introducido abusos por exceso o por defecto,
procuren eliminarlos y corregirlos, restaurándolo todo de manera conducente a
una más perfecta alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que
el verdadero culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de actos
exteriores cuanto en la intensidad de un amor activo, por el cual, para mayor
bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos «el ejemplo de su vida, la
participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión»
[169]. Pero también hagan comprender a
los fieles que nuestro trato con los
bienaventurados, si se lo considera bajo la plena luz de la fe, de ninguna
manera rebaja el culto latréutico tributado a Dios Padre por medio de Cristo en
el Espíritu, sino que más bien lo enriquece
copiosamente [170].
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en
Cristo (cf. Hb 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la
Trinidad, secundamos la íntima vocación de la Iglesia y participamos,
pregustándola, en la liturgia de la gloria consumada [171]. Cuando
Cristo se manifieste y tenga lugar la gloriosa resurrección de los muertos, la
gloria de Dios iluminará la ciudad celeste, y su lumbrera será el Cordero (cf.
Ap 21,23). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la felicidad suprema del amor, adorará a Dios y
«al Cordero que fue inmolado» (Ap 5, 12), proclamando con una sola voz: «Al que está sentado en
el trono y al Cordero, alabanza, gloria, imperio por los siglos de los siglos»
(Ap 5, 13).
|
|
|
|
CAPÍTULO VII
ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA
CELESTIAL
48. La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual
conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada
plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración
de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también
la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su
fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20;
2 P
3, 10-13).
Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32
gr.); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm 6, 9), envió sobre los
discípulos a su Espíritu vivificador, y por El hizo a su Cuerpo, que es la
Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del
Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y,
por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de
su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración
prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del
Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos
instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que
con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos
encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co 10, 11), y la
renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se
anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está
adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no
lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P
3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones,
pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas,
que gimen con dolores de parto al
presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es
prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos
de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1), pero todavía no se ha realizado nuestra
manifestación con Cristo en la gloria (cf. Col 3,4), en la cual seremos
semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto,
«mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor» (2 Co
5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior
(cf. Rm 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1, 23). Ese mismo amor nos
apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2
Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9) y nos
revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas
del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6, 11-13). Y como no sabemos el
día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos
constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf.
Hb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los
elegidos (cf. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos
(cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores,
donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). Pues antes de
reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo
para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida
mortal» (2 Co 5, 10); y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la
resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de
condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues, por cierto que
«los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se
ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18; cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme
aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y
Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro abyecto
cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12) y vendrá «para ser
glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).
49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de
sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las
cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra;
otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria,
contemplando «claramente a Dios mismo, Uno y Trino,
tal como es» [147]; mas todos,
en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y
para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues
todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma
Iglesia y mutuamente se unen en El (cf. Ef 4, 16). La unión de los viadores con
los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se
interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la
comunicación de bienes espirituales [148]. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más
eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella
ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más
dilatada edificación (cf. 1 Co 12, 12-27) [149]. Porque
ellos, habiendo llegado a la patria y estando «en presencia del Señor» (cf. 2 Co 5, 8), no cesan
de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el
Padre [147],
ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (cf. 1Tm 2, 5), como fruto de haber
servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que
falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia
(cf. Col 1,24) [151].
Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a
remediar nuestra debilidad.
50. La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que
reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de
la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos [152]
y ofreció sufragios por ellos, «porque santo y saludable es el pensamiento de
orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados» (2 M 12, 46).
Siempre creyó la Iglesia que los Apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado
el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, nos
están más íntimamente unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto
con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles [153] e imploró
piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos pronto fueron agregados
también quienes habían imitado más de cerca la virginidad y pobreza de Cristo
[154] y, finalmente, todos los demás, cuyo preclaro ejercicio de virtudes
cristianas [155] y cuyos carismas divinos los hacían
recomendables a la piadosa
devoción e imitación de los fieles [156].
Mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos
impulsan a buscar la ciudad futura (cf. Hb 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo
aprendemos el camino más seguro por el que, entre las vicisitudes mundanas,
podremos llegar a la perfecta unión con Cristo o santidad, según el estado y
condición de cada uno [157]. En la vida de aquellos que, siendo hombres
como nosotros, se transforman con mayor perfección en imagen de Cristo (cf. 2
Co 3,18), Dios manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro. En
ellos El mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino [158], hacia el cual somos atraídos poderosamente con tan gran nube de testigos que nos
envuelve (cf. Hb 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.
Veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad, pero más aún
con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vigorice por el
ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef 4, 1-6). Porque así como la comunión
cristiana entre los viadores nos acerca más a Cristo, así el consorcio con los
santos nos une a Cristo, de quien, como de Fuente y Cabeza, dimana toda la
gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios [159].
Es, por tanto, sumamente
conveniente que amemos a «¡tos amigos y coherederos de Cristo, hermanos también
y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que le debemos
por ellos [160]; que «los invoquemos humildemente
y que, para impetrar
de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el
único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y
socorro» [161]. Todo genuino testimonio de amor
que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en El,
que es «la corona de todos los santos» [162], y por El va a Dios, que es
admirable en sus santos y en ellos es glorificado [163].
La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando
—especialmente en la sagrada liturgia, en la cual «la virtud del Espíritu
Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales»— celebramos
juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad [164],
y todos, de cualquier tribu, y lengua, y pueblo, y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cf.
Ap 5, 9) y congregados en una sola Iglesia, ensalzamos con un mismo
cántico de alabanza a Dios Uno y Trino. Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unirnos
al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria. primeramente, de la gloriosa
siempre Virgen María, mas también del bienaventurado José, de los bienaventurados Apóstoles, de los
mártires y de todos los santos [165].
51. Este sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros
antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que se hallan en
la gloria celeste o que aún están purificándose después de la muerte, y de
nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II [166],
Florentino [167] y Tridentino [168]. Al mismo tiempo, en fuerza
de su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde para
que, si acá o allá se hubiesen introducido abusos por exceso o por defecto,
procuren eliminarlos y corregirlos, restaurándolo todo de manera conducente a
una más perfecta alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que
el verdadero culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de actos
exteriores cuanto en la intensidad de un amor activo, por el cual, para mayor
bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos «el ejemplo de su vida, la
participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión»
[169]. Pero también hagan comprender a
los fieles que nuestro trato con los
bienaventurados, si se lo considera bajo la plena luz de la fe, de ninguna
manera rebaja el culto latréutico tributado a Dios Padre por medio de Cristo en
el Espíritu, sino que más bien lo enriquece
copiosamente [170].
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en
Cristo (cf. Hb 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la
Trinidad, secundamos la íntima vocación de la Iglesia y participamos,
pregustándola, en la liturgia de la gloria consumada [171]. Cuando
Cristo se manifieste y tenga lugar la gloriosa resurrección de los muertos, la
gloria de Dios iluminará la ciudad celeste, y su lumbrera será el Cordero (cf.
Ap 21,23). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la felicidad suprema del amor, adorará a Dios y
«al Cordero que fue inmolado» (Ap 5, 12), proclamando con una sola voz: «Al que está sentado en
el trono y al Cordero, alabanza, gloria, imperio por los siglos de los siglos»
(Ap 5, 13).
|
|
|
|
CAPÍTULO VIII
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS,
EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA
IGLESIA
I. Introducción
52. Queriendo Dios, infinitamente sabio y misericordioso, llevar a
cabo la redención del mundo, «al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su
Hijo, nacido de mujer, ... para que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga
4, 4-5). «El cual, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió
de los cielos y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen
María» [172].
Este misterio divino de la salvación nos es revelado y se continúa en la
Iglesia, que fue fundada por el Señor como cuerpo suyo, y en la que los fieles,
unidos a Cristo Cabeza y en comunión con todos sus santos, deben venerar también
la memoria «en primer lugar de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de
nuestro Dios y Señor Jesucristo» [173]
53. Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió
al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida
y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor. Redimida de modo
eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El con un vínculo
estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad
de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario
del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las otras
criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de
Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, «sino
que es verdadera madre de los miembros (de Cristo)..., por haber cooperado con
su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella
Cabeza» [174]. Por ese motivo es también proclamada como miembro
excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar
acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica,
instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre amantísima, con afecto de
piedad filial,
54. Por eso, el sagrado Concilio, al exponer la doctrina sobre la
Iglesia, en la que el divino Redentor obra la salvación, se propone explicar
cuidadosamente tanto la función de la Santísima Virgen en el misterio del Verbo
encarnado y del Cuerpo místico cuanto los deberes de los hombres redimidos para
con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, especialmente de
los fieles, sin tener la intención de proponer una doctrina completa sobre
María ni resolver las cuestiones que aún no ha dilucidado plenamente la
investigación de los teólogos. Así, pues, siguen conservando sus derechos las
opiniones que en las escuelas católicas se proponen libremente acerca de
aquella que, después de Cristo, ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a
la vez el más próximo a nosotros [175].
II. Función de la Santísima Virgen en la economía de la salvación
55. Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Tradición
venerable manifiestan de un modo cada vez más claro la función de la Madre del
Salvador en la economía de la salvación y vienen como a ponerla delante de los
ojos. En efecto, los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la
salvación, en la que paso a paso se prepara la venida de Cristo al mundo Estos primeros documentos,
tal como se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la luz de una
revelación ulterior y plena, evidencian poco a poco, de una forma cada vez más
clara, la figura de la mujer Madre del Redentor. Bajo esta luz aparece ya
proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la serpiente, hecha a
los primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3, 15). Asimismo, ella es la
Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (cf. Is 7,14;
comp. con Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). Ella sobresale entre los humildes y pobres
del Señor, que confiadamente esperan y reciben de El la salvación. Finalmente,
con ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa,
se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva economía, al tomar
de ella la naturaleza humana el Hijo de Dios, a fin de librar al hombre del
pecado mediante los misterios de su humanidad.
56. Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la
aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer
contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida. Lo cual se
cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida
misma que renueva todas las cosas y por haber sido adornada por Dios con los
dones dignos de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre
los Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios
totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una
nueva criatura por el Espíritu Santo [176].
Enriquecida desde el primer
instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente
singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la
Anunciación como «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al
mensajero celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1, 38).
Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de
Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la
voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la
persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la
redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues,
piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en
las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y
obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de
salvación para sí misma y para todo el género humano» [177].
Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación que «el nudo
de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado
por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María
mediante su fe» [178];
y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de
los vivientes»[179],
afirmando aún con mayor frecuencia que «la muerte
vino por Eva, la vida por María» [180].
57. Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta
desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer
lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino para visitar a Isabel,
fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de su fe en la salvación
prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre (cf.
Lc 1, 41-45); y en el nacimiento, cuando la Madre de Dios, llena de gozo,
presentó a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que, lejos de
menoscabar, consagró su integridad virginal [181].
Y cuando hecha la ofrenda propia de los pobres lo presentó al Señor en el templo y oyó profetizar
a Simeón que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre, para que se
descubran los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2, 34-35). Después de
haber perdido al Niño Jesús y haberlo buscado con angustia, sus padres lo
encontraron en el templo, ocupado en las cosas de su Padre, y no entendieron la
respuesta del Hijo. Pero su Madre conservaba todo esto en su corazón para
meditarlo (cf. Lc 2, 41-51).
58. En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya
desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a
misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús
Mesías (cf. Jn 2, 1-11). A lo largo de su predicación acogió las palabras con que
su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y
de la sangre, proclamó bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que
escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 29
y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y
mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin
designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con
su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo
amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y,
finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre
al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn 19,26-27)
[182].
|
|
|
|
59. Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de
la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos
que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la
oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de
éste» (Hch 1, 14), y que también María imploraba con sus oraciones el don del
Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra.
Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de
culpa original [183], terminado
el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo
y alma a la gloria celestial [184]
y fue ensalzada por el Señor como Reina
universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de
señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de
la muerte [185].
III. La Santísima Virgen y la Iglesia
60. Uno solo es nuestro Mediador según las palabra del Apóstol: «Porque uno es
Dios, y uno también el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo
Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos» (1 Tm 2, 5-6). Sin
embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni
disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para
demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen
sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino
beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste,
depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder.
Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta.
61. La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de
Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina
Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera
singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del
Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al
Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en
forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la
esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de
las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia.
62. Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin cesar desde
el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que
mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los
elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino
que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación
eterna [186].
Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia
con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro,
Mediadora [187]. Lo cual,
embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y
eficacia de Cristo, único Mediador [188].
Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor; pero
así como el sacerdocio Cristo es participado tanto por los ministros sagrados
cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y como la bondad de Dios se
difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única
del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de
cooperación, participada de la única fuente.
La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta
continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados
en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador.
63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina,
que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está
también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre
de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión
perfecta con Cristo [189].
Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es
llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de
forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre
[190].
Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin
conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva,
que presta su fe exenta de toda duda, no a la antigua serpiente, sino al
mensajero de Dios, dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre
muchos hermanos (cf. Rm 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y
educación coopera con amor materno.
64. La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y
cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la
palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo
engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del
Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor,
por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una
esperanza sólida y una caridad sincera [191].
65. Mientas la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en
virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles luchan
todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos
a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los
elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la
luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el
soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues
María, que por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en
sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada
y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del
Padre. La Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace más semejante a su
excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la
caridad y buscando y obedeciendo en todo la voluntad divina. Por eso también la
Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a
Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también
nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles. La Virgen fue
en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén
animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a
la regeneración de los hombres.
|
|
|
|
IV. El culto de la Santísima Virgen en la Iglesia
66. María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de
todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que
tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia con
un culto especial. Y, ciertamente, desde los tiempos más antiguos, la Santísima
Virgen es venerada con el título de «Madre de Dios», a cuyo amparo los fieles
suplicantes se acogen en todos sus peligros y necesidades
[192]. Por
este motivo, principalmente a partir del Concilio de Efeso, ha crecido
maravillosamente el culto del Pueblo de Dios hacia María en veneración y en
amor, en la invocación e imitación, de acuerdo con sus proféticas palabras:
«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi
maravillas el Poderoso» (Lc 1, 48-49). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia., a pesar de ser
enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración
tributado al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo
favorece eficazmente, ya que las diversas formas de piedad hacia la Madre de
Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los limites de la doctrina
sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y teniendo
en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser
honrada la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col
1, 15-16) y en el que plugo al Padre eterno «que habitase toda la plenitud» (Col
1,19), sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor
cumplidos sus mandamientos.
67. El santo Concilio enseña de propósito esta doctrina católica y amonesta a
la vez a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a
la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las
prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio
en el curso de los siglos y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos
pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima
Virgen y de los santos[193]. Y exhorta encarecidamente a los
teólogos y a los predicadores de la palabra divina a que se abstengan con
cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de
alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios [194].
Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y
de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del Magisterio, expliquen
rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima Virgen, que siempre
tienen por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. En las
expresiones o en las palabras eviten cuidadosamente todo aquello que pueda
inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca
de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, finalmente, los fieles que
la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio
ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a
reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial
hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.
V. María, signo de esperanza cierta y de consuelo para el Pueblo peregrinante
de Dios
68. Mientras tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que,
glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio de la
Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra
precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta
y de consuelo hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10).
69. Es motivo de gran gozo y consuelo para este santo Concilio el que
también entre los hermanos separados no falten quienes tributan el debido honor
a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales, que
concurren con impulso ferviente y ánimo devoto al culto de la siempre Virgen
Madre de Dios [195].
Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la
Madre de Dios y Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones
a la Iglesia naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de todos
los ángeles y bienaventurados, interceda en la comunión de todos los santos
ante su Hijo hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se
honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su
Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo
de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad.
Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución dogmática han
obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la
potestad apostólica que nos ha sido conferida por Cristo, juntamente con los
venerables Padres, las aprobamos,
decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo así decretado
conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 21 de
noviembre de 1964.
Yo, Pablo, Obispo de la Iglesia católica.
|
|
|
|
DE LAS ACTAS DEL SANTO CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II
NOTIFICACIONES
hechas por el excelentísimo secretario general del concilio
en la congregación
general 123, del día 16 de noviembre de 1964
Se ha preguntado cuál debe ser la calificación teológica de la doctrina expuesta
en el esquema De Ecclesia que se somete a votación.
La Comisión Doctrinal ha respondido a la pregunta, al examinar los Modos
referentes al capítulo tercero del esquema De Ecclesia, con estas palabras:
«Como salta a la vista, el texto del Concilio debe interpretarse siempre de
acuerdo con las normas generales de todos conocidas».
En esta ocasión, la Comisión Doctrinal remite a su Declaración del 6 de marzo de
1964, cuyo texto transcribimos aquí:
«Teniendo en cuenta la práctica conciliar y el fin pastoral del presente
Concilio, este santo Sínodo precisa que en la Iglesia solamente han de
mantenerse como materias de fe o costumbres aquellas cosas que él declare
manifiestamente como tales.
Todo lo demás que el santo Sínodo propone, por ser doctrina del Magisterio
supremo de la Iglesia, debe ser recibido y aceptado por todos y cada uno de los
fieles de acuerdo con la mente del santo Sínodo, la cual se conoce, bien por el
tema tratado, bien por el tenor de la expresión verbal, de acuerdo con las
reglas de la interpretación teológica».
Por mandato de la autoridad superior se comunica a los Padres una nota
explicativa previa a los Modos referentes al capítulo tercero del esquema De Ecclesia. De acuerdo con la mente y el sentido de esa nota debe explicarse e interpretarse
la doctrina expuesta en ese misino capítulo tercero.
NOTA EXPLICATIVA PREVIA
«La Comisión ha decidido poner al frente del examen de los Modos las siguientes
observaciones generales:
1.ª El término Colegio no se entiende en sentido estrictamente jurídico, es
decir, como una asamblea de iguales que delegan su potestad en su propio
presidente, sino como una asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben
deducirse de la Revelación. Por este motivo, en la respuesta al Modo 12 se dice
explícitamente de los Doce que el Señor los constituyó «a manera de colegio o
asamblea estable». Véase también el Modo 53, c.—PoR la misma razón se aplican
también con frecuencia al Colegio de los Obispos las palabras Orden o Cuerpo.
El paralelismo entre Pedro y los demás Apóstoles, por una parte, y el Sumo
Pontífice y los Obispos, por otra, no implica la transmisión de la potestad
extraordinaria de los Apóstoles a sus sucesores, ni, como es evidente, la
igualdad entre la Cabeza y los miembros del Colegio, sino sólo la
proporcionalidad entre la primera relación (Pedro-Apóstoles) y la segunda
(Papa-Obispos). Por esto, la Comisión determinó escribir en el n.22: no por la
misma, sino por semejante razón. Cf. Modo 57.
2.a Uno se convierte en miembro del Colegio en virtud de la
consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los
miembros del Colegio. Cf. n.22 § 1 al final.
En la consagración se da una participación ontológica de los ministerios
sagrados, como consta, sin duda alguna, por la Tradición, incluso la litúrgica.
Se emplea intencionadamente el término ministerios y no la palabra potestades,
porque esta última palabra podría entenderse como potestad expedita para el
ejercicio. Mas para que de hecho se tenga tal potestad expedita es necesario que
se añada la determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad
jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir en la concesión
de un oficio particular o en la asignación de súbditos, y se confiere de
acuerdo con las normas aprobadas por la suprema autoridad. Esta ulterior norma
está exigida por la misma naturaleza de la materia, porque se trata de oficios que deben ser ejercidos
por
muchos sujetos, que cooperan jerárquicamente por voluntad de Cristo. Es
evidente que esta «comunión» en la vida de la Iglesia fue aplicada, según las
circunstancias de los tiempos, antes de que fuese como codificada en el derecho.
Por esto se dice expresamente que se requiere la comunión jerárquica con la
Cabeza y con los miembros de la Iglesia. La comunión es una noción muy estimada
en la Iglesia antigua (como sucede también hoy particularmente en el Oriente).
Su sentido no es el de un afecto indefinido, sino el de una realidad orgánica,
que exige una forma jurídica y que, a la vez, está animada por la caridad. Por
esto la Comisión determinó, casi por unanimidad, que debía escribirse «en
comunión jerárquica». Cf. Modo 40, y también lo que se dice sobre la misión
canónica en el n.24.
Los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de
los Obispos deben interpretarse de esta necesaria determinación de potestades.
3.a Del Colegio, que no existe sin la Cabeza, se afirma que «es
también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal». Lo
cual debe admitirse necesariamente para no poner en peligro la plenitud de la
potestad del Romano Pontífice. Porque el Colegio comprende siempre y
necesariamente a su Cabeza, la cual conserva en el Colegio íntegramente su
oficio de Vicario de Cristo y de Pastor de la Iglesia universal. En otras
palabras: la distinción no se establece entre el Romano Pontífice y los Obispos
colectivamente considerados, sino entre el Romano Pontífice separadamente y el
Romano Pontífice junto con los Obispos. Por ser el Sumo Pontífice la Cabeza del
Colegio, puede realizar por sí solo algunos actos que de ningún modo competen a
los Obispos; por ejemplo, convocar y dirigir el Colegio, aprobar las normas de
acción, etc. Cf. Modo 81. Pertenece al juicio del Sumo Pontífice, por haberle
sido confiado el cuidado de todo el rebaño de Cristo, de acuerdo con las
necesidades de la Iglesia, que varían en el transcurso de los tiempos,
determinar el modo conveniente de actualizar ese cuidado, sea de modo personal,
sea de manera colegial. El Romano Pontífice, para ordenar, promover, aprobar
el ejercicio colegial, con la mirada puesta en el bien de la Iglesia, procede según su propia prudencia.
4.a El Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede
ejercer libremente su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio
ministerio. En cambio, el Colegio, aunque exista siempre, no por eso actúa de
forma permanente con acción estrictamente colegial, como consta por la Tradición
de la Iglesia. En otras palabras: no siempre se halla «en plenitud de
ejercicio». Es más: actúa con acción estrictamente colegial sólo a intervalos y
con el consentimiento de su Cabeza. Y se dice «con el consentimiento de su
Cabeza», para que no se piense en una dependencia, por así decirlo, de un
extraño; el término «consentimiento» evoca, por el contrario, la comunión
entre la Cabeza y los miembros e incluye la necesidad del acto, que compete
propiamente a la Cabeza. Se afirma esto explícitamente en el n.22 § 2, y se
explica allí mismo, al final. La fórmula negativa «sólo» abarca todos los casos;
por lo que es evidente que las normas aprobadas por la autoridad suprema deben
observarse siempre. Cf. Modo 84.
Es claro en todos los casos que se trata de la unión de los Obispos con su
Cabeza, y nunca de la acción de los Obispos independientemente del Papa. En este
caso, al faltar la acción de la Cabeza, los Obispos no pueden actuar a modo de
Colegio, como es manifiesto por la noción de «Colegio». Esta comunión jerárquica
de todos los Obispos con el Sumo Pontífice es cosa ciertamente indiscutible en
la Tradición».
N. B.—Sin la comunión jerárquica no puede ejercerse el ministerio
sacramental-ontológico, que debe distinguirse del aspecto canónico-jurídico.
Sin embargo, la Comisión ha juzgado que no debía ocuparse de las cuestiones
acerca de la licitud y la validez, que se dejan a la discusión de los teólogos,
en particular lo referente a la potestad que de hecho se ejerce entre los
Orientales separados, y sobre cuya explicación existen diversas opiniones
Pericles Felici
Arzobispo titular de Samosata,
Secretario general del S. Concilio ecuménico
Vaticano II
|
|
|
|
* Constitución promulgada en la sesión pública del 21 de
noviembre de 1964.
NOTAS
[1] Cf. San Cipriano, Epist. 64, 4; PL 3, 1.017.
CSEL (Hartel) III B. p. 720
San Hilario Pict., In Mt., 23, 6: PL 9, 1.047. San Agustín, passim. San Cirilo Alej.,
Glaph. in Gen. 2, 10: PG 69, 110A.
[2] Cf. San Gregorio M., Hom. in Evang., 19, 1:
PL 76 1.154 B. San Agustín,
Serm., 341, 9, 11: PL 39, 1.499 s. San J. Damasceno, Adv. iconocl., 11: PG 96, 1357.
[3] Cf. San Ireneo, Adv. Haer., III, 24, 1; PG 7, 966.
Harvey, 2, 131: ed. Sagnard. Sources Chr., p. 398.
[4] San Cipriano, De Orat. Dom., 23: PL 4, 553.
Hartel, III A. p. 285. San
Agustín, Serm., 71, 20, 53: PL 38, 463 s. San J. Damasceno, Adv. iconocl., 12:
PG 96, 1358D.
[5] Cf. Orígenes. In Mt.,
16, 21: PG 13, 1.443C; Tertuliano, Adv. Mar., 3, 7:
PL 2, 357C: CSEL 47, 3, p. 386. Para los documentos litúrgicos, cf. Sacramentarium Gregorianum:
PL 76, 160B; o bien C. Mohlberg, Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae, Roma, 1960, p. 111 XC:
«Deus qui ex omni coaptatione sanctorum aeternum tibi condis habitaculum...».
El himno Urbis Ierusalem beata, en el Breviario monástico, y Caelestis urbs
Ierusalem, en el Breviario Romano.
[6] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III,
q. 62, a. 5, ad 1.
[7] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943:
AAS 35 (1943), p. 208.
[8] Cf. León XIII, enc.
Divinum illud, 9 mayo 1897:
AAS 29 (1896-1807), p. 650. Pío XII, enc. Mystici Corporis, l. c., pp. 219-220. Denz., 2.288 (3807),
San Agustín, Serm., 268, 2: PL 38, 1232, y en otros sitios; San J. Crisóstomo, In Eph. Hom., 9, 3:
PG 62, 72. Dídimo Alej., Trin., 2, 1: PG 39, 449 s.; Santo Tomás, In Col., 1, 18, lect. 5;
ed. Marietti, II, n. 46: «Así como se constituye un solo cuerpo por la unidad del alma, así la
Iglesia por la unidad del Espíritu...».
[9] León XIII, enc. Sapientiae christianae,
10 jun. 1890: ASS 22 (1889-90), p. 392; Id. enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28
(1895-96), pp. 710 y 724ss; Pío XII, enc. Mystici Corporis, l. c., pp. 199-200.
[10] Cf. Pío XII. enc. Mystici Corporis,
l. c., página 221 ss; Id. enc.
Humani generis, 12 agosto 1950: AAS 42 (1950) 571.
[11] León XIII, enc.
Satis cognitum, l. c. p. 713.
[12] Cf. Symbolum Apostolicum: Denz., 6-9 (10-13):
Symb. Nic.-Const.: Denz., 86 (150); col. Prof. fidei Trid.: Denz., 994
y 999 (1862 y 1868).
[13] Se dice «Santa (católica apostólica)
Romana Iglesia»: en Prof. fidei Trid., 1. c., y Conc. Vat. I. const. dogm. de
fe católica Dei Filius: Denz., 1782 (3001).
[14] San Agustín, De civ. Dei.,
XVIII, 51, 2: PL 41, 614.
[15] Cf. San Cipriano, Epist., 69, 6:
PL 3, 1.142B; Hartel, 3B p. 754: «Sacramento inseparable de unidad».
[16] Cf. Pío XII, aloc. Magnificate Dominum,
2 nov. 1954: AAS 46 (1954) 669; enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 555.
[17] Cf. Pío XI, enc.
Miserentissimus Redemptor,
8 mayo 1928: AAS 20 (1928) 171s.; Pio XII, aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956) 714.
[18] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 63, a. 2.
[19] Cf. San Cirilo Hieros., Catech. 17, de
Spiritu Sancto, II, 35-37: PG 33, 1009-1012. Nic. Cabasilas, De vita in Christo, libro III,
"de utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 65, a. 3
y q. 72, a. 1 y 5.
[20] Cf. Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS
39 (1947), sobre todo 552s.
[21] 1 Co., 7, 7: «Cada uno tiene de Dios su propio
don (idion=carisma): éste uno; aquél, otro». Cf. San Agustín, De dono persev., 14, 37: PL 45, 1015s:
«No sólo la continencia, sino también la castidad conyugal es don de Dios».
[22] Cf. San Agustín, De praed. sanct., 14, 27:
PL 44, 980.
[23] Cf. San J. Crisóstomo, In Io.,
hom. 65, 1: PG 59, 361.
[24] Cf. San Ireneo, Adv. haer. III,
16, 6; III, 22, 1-3: PG 7, 925C-926A y 958A, Harvey, 2, 87 y 120-123. Sagnard, Ed. Sources Chrét.,
p. 290-292 y 372ss.
[25] Cf. San Ignacio M., Ad Rom.,
praef.:
Ed. Funk, I p.252.
[26] Cf. S. Agustín, Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL 43, 197: "
Es claro que cuando a propósito de la Iglesia se habla de "dentro" y "fuera" esto se refiere
no al cuerpo sino al corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18, 24: col. 189; In Io. Tr. 61, 2:
PL 35, 1800, y en otros lugares.
[27] Cf. Lc, 12, 48: "Mucho
se exigirá al que ha recibido mucho". Cf. también Mt, 5, 19-20: 7, 21-22; 25, 41-46;
St, 2, 14.
[28] Cf. León XIII, cart. apost., Praeclara gratulationis,
20 jun. 1894: ASS 26 (1893-94), p. 707.
[29] Cf. León XIII, enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28
(1895-1896), p. 738. Enc. Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31
(1898-1899), p. 11. Pío XII mensaje radiofón. Nell'alba, 24 dic. 1941: AAS 34
(1942), p. 21.
[30] Cf. Pío XI, enc. Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20
(1928) 287. Pío XII, enc. Orientalis Ecclesiae, 9 abr. 1944: AAS 36
(1944), p. 137.
[31] Cf. Instr. S. C. S. Oficio, 20 dic. 1949: AAS
42 (1950) 142.
[32] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 8, a. 3, ad 1.
[33] Cf. Epist., S. C. S. Oficio al arzobispo de Boston: Denz., 3869-72.
|
|
|
|
[34] Cf. Eusebio de Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1:
PG 21, 28AB.
[35] Cf. Benedicto XV, carta apost.
Maximum illud: AAS 11 (1919) 440,
especialmente p. 451 ss. Pío XI, enc.
Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 68-69; Pío XII,
enc.
Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957)
236-237.
[36] Cf. Didaché, 14; ed. Funk, I, p. 32. San Justino
Dial., 41:PG 6, 564. San Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG 7, 1023; Harvey, 2, pp. 199 s. Conc. Trid.
ses. 22, cap. I: Denz. 939 (1742).
[37] Cf. Conc. Vat. I, const. dogm. de Ecclesia Christi
Pastor aeternus: Denz. 1821 (3.050s.).
[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz. 694 (1307),
y Con. Vat. I, ibid.: Denz., 1826 (3059).
[39] Cf. Liber sacramentorum
S. Gregorio, Praefacio in Cathedra S. Petri, in natali S. Mathiae et S. Thomae: PL 78, 50, 51 et 152;
cf. Cod. Vat. Lat 3548, f. 19. San Hiliario, In Ps. 67,
10: PL 9, 450; CSEL, 22, p.286. San Jerónimo, Adv. Iovin. 1, 26: PL 23, 247A. San Agustín,
In Ps.,86, 4: PL 37, 1103. San Gregorio, M., Mor. in Iob, XXVIII V: PL 76, 455-456. Primasio,
Comm. in Ap. V: PL 68, 924BC. Pascasio Radb.,
In Mt. 1. 8, c. 16: PL 120, 561C. Cf. León XIII, carta Et sane, 17
dic. 1888: AAS 21 (1888) 321.
[40] Cf. Hech, 6, 2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17;
1 Tes, 5, 12-13; Flp, 1, 1.; Col 4, 11 y passim.
[41] Cf. Hech, 20, 25-27;
2 Tm, 4, 6 s, comparado con 1 Tm, 5, 22; 2 Tm, 2, 2; Tit
1, 5; San Clem. Rom.,
Ad Cor. 44, 3; ed. Funk, I, p. 156.
[42] San Clem. Rom., Ad Cor. 44, 2; ed. Funk, I, p. 154s.
[43] Cf. Tertul., Praescr. haer. 32: PL 2, 52s. S. Ignacio, M., passim.
[44] Cf. Tertul., Praescr. haer. 32: PL 2,
63.
[45] Cf. Sam Ireneo, Adv. haer. III, 3, 1: PG 7, 848A; Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".
[46] Cf. San Ireneo, Adv. haer. III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7; Sagnard,
p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV, 26, 2; col. 1053; Harvey, 2, 236, y IV,
33, 8; col. 1077; Harvey, 2, 262.
[47] San Ign. M., Philad.
praef.: ed. Funk, I, p. 264.
[48] San Ign. M., Philad. 1, 1;
Magn. 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 y 234.
[49] San Clemente Rom., l. c.,
42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2: ed. Funk, I, 152, 156,
171s. San Ignacio M., Philad., 2; Smyrn. 8; Magn. 3; Trall. 7; ed. Funk, I. pp.
265s; 282; 232; 246s, etc. San Justino, Apol, 1, 65: PG 6, 428; San
Cipriano, Epist. passim.
[50] Cf. León XIII, enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28
(1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid., decr. De sacr. Ordinis, c.3 4: Denz. 960
(1768); Conc. Vat. I, const. Dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus c. 4: Denz. 1828 (3061). Pío XII,
enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 209 y 212. Cod. Iur. Can., 329, § 1.
[52] Cf. León XIII, epíst. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321s.
[53] Cf. San León M., Serm. 5, 3: PL 54, 154.
[54] Conc. Trid., ses. 23, c. 3,
cita 2 Tm, 1, 6-7, para
demostrar que el orden es verdadero sacramento: Denz., 959 (1766).
[55] En la Trad. Apost., 3, ed. Botte,
Sources Chrét., pp. 27-30, al obispo se le
atribuye "el primado del sacerdocio". Cf. Sacramentarium Leonianum, ed. C.
Mohlberg, Sacramentarium Veronense (Romae 1955) p. 119: "para el
ministerio del sumo sacerdocio... Completa en tus sacerdotes la cima del
misterio"...: Idem, Liber
Sacramentorum Romanae Ecclesiae (Romae1960) pp. 121-122: "Confiéreles,
Señor, la cátedra episcopal para regir tu iglesia y a todo el pueblo". Cf. PL
78, 224.
[56] Cf. Trad. Apost., 2, ed. Botte, p. 27.
[57] Conc. Trid., ses. 23, c. 4, enseña que el sacramento del
orden
imprime carácter indeleble: Denz. 960 (1767). Cf. Juan XXIII, aloc. Iubilate
Deo, 8 mayo 1960: AAS 52 (1960) 446. Pablo VI, homilía en Bas. Vaticana, 20
octubre 1963: AAS 55 (1963) 1014.
[58] San Cipriano, Epist. 63, 14
(PL 4, 386; Hartel, III B,
p. 713): "el sacerdote hace las veces de Cristo". San J. Crisóstomo,
In 2 Tim. hom., 2, 4 (PG 62,
612): "el sacerdote es símbolo de Cristo". San Ambrosio, In Ps. 38, 25-26: PL 14, 1051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster,
In 1 Tim. 5, 19: PL 17, 479C e In Eph., 4, 11-12: col. 387C. Teodoro Mops.,
Hom. Catech. XV, 21 y 24; ed. Tonneau, p. 497 y 503. Hesiquio Hieros., In Lev. 2, 9, 23:
PG 93, 894B.
[59] Cf. Eusebio, Hist. Eccl. V, 24, 10: GCS II,
1, p. 495; ed. Bardy.
Sources Chrét. II, p. 69. Dionisio, en Eusebio, ibid., VII, 5, 2: GCS II, 2, p.
638s; Bardy, II, pp. 168 s.
[60] Cf. sobre los Concilios
antiguos, Eusebio, Hist. Eccl. V, 23-24: GCS
II, 1, p. 488 ss.; Bardy, II, p. 66ss, et passim. Conc. Niceno, can., 5;
Conc. Oec. Decr., p. 7.
[61] Tertuliano, De ieiun., 13: PL 2, 972B; CSEL 20, p.292, lín.
13-16.
[62] San Cipriano, Epist., 56, 3; Hartel, III B, p. 649; Bayard, p. 154.
[63] Cf. Relatio oficial de Zinelli, en el Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.109C.
[64] Cf. Conc. Vat. I, esquema
de la const. dogm. II, De Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53, 310. Cf. Relatio Kleutgen de schemate
reformato: Mansi, 53, 321 B-322 B y la declaración de Zinelli: Mansi, 52, 1110A. cfr. también San León M.,
Serm. 4, 3: PL 54, 151A.
[65] Cf. Cod. Iur. Can. can. 222 y 227.
|
|
|
|
[66] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm.
Pastor aeternus: Denz. 1821 (3050s).
[67] Cf. San Cipriano, Epist.
66, 8 (Hartel, III, 2 p. 733): "el obispo
en la Iglesia y la Iglesia en el obispo".
[68] Cf. San Cipriano, Epist.
55, 24 (Hartel, p. 642, lín. 13):
"única Iglesia, dividida en muchos miembros por todo el mundo". Epist. 36, 4: Hartel, p.
575, lín. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, enc.
Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957)
237.
[70] Cf. San Hilario Pict., In Ps.
14, 3: PL 9, 206; CSEL, 22, p. 86. San
Gregorio M., Moral. IV, 7, 12: PL 75, 643C. Ps. Basilio, In Is. 15, 296: PG
30, 637C.
[71] San Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Eph.:
PL 50, 505AB; Schwartz, Acta Conc. Oec. I, 1, 1, p. 22. Cf. Benedicto XV. epist. apost.
Maximum illud:
AAS 11 (1919) 440. Pío XI, enc.
Rerum Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1926) 69.
Pío XII, enc.
Fidei Donum, l. c.
[72] León XIII, enc. Grande munus, 30 sept. 1880:
AAS 13 (1880) 145. Cf. Cod. Iur. Can. can. 1327; can. 1350 § 2.
[73] Sobre los derechos de las Sedes patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6
de Alexandria et Antiochia, y can. 7 de Hierosolymis: Conc. Oec. Decr., p. 8. Conc. Later. IV,
año 1215, constit. V: De dignitate Patriarcharum: ibid., p. 212,
Conc. Ferr.-Flor.: ibid. p. 504.
[74] Cf. Cod. Iuris pro Eccl. Orient., can. 216-314:
«de Patriarchis»;
can. 324-339: «de Archiepiscopis maioribus»; can. 362-391: «de aliis
dignatariis», especialmente los can. 238 § 3; 216. 240. 251. 255:
«de Episcopis a Patriarcha nominadis.
[75] Cf. Conc. Trid., decr.
De reform. ses. 5 can. 2 n. 9 y ses. 24 can. 4: Conc. Oec., Decr., p. 645
y 739.
[76] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm.
Dei Filius, 3: Denz. 1712 (3011). Cf.
nota al esquema I De Eccl. (tomada de San Rob. Belarmino): Mansi, 51, 579C;
también el esquema reformado de la constitución II De Ecclesia Christi con el comentario
de Kleutgen: Mansi, 53, 313AB, Pío IX epíst. Tuas libenter: Denz., 1638 (2879).
[77] Cf. Cod. Iur. Can., can. 1322-1323.
[78] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm.
Pastor aeternus:
Denz., 1839 (3074).
[79] Cf. la exposición de Gasser
al Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1213AC.
[80] Cf. Gasser, ibid.: Mansi, 1214A.
[81] Cf. Gasser, ibid.: Mansi, 1215CD, 1216-1217A.
[82] Gasser, ib.: Mansi, 1213.
[83] Conc. Vat. I. const. dogm.
Pastor aeternus, 4: Denz. 1836 (3070).
[84] Oración de la consagración episcopal en
el rito bizantino: Euchologion to
mega (Romae 1873) p. 139.
[85] Cf. San Ignacio M., Smyrn. 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[86] Cf. Hch 8, 1; 14, 22-23; 20, 17
y passim.
[87] Oración mozárabe: PL 96, 759 B.
[88] Cf. San Ignacio M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[89] Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3.
[90] Cf. San Agustín, C. Faustum,
12, 20; PL 42, 265; Serm., 57, 7: PL 38,
389, etc.
[91] San León M., Serm. 63, 7: PL 54, 357C.
[92] Cf. Traditio Apostolica Hippolity, 2-3; ed. Botte, p. 26-30.
[93] Cf. el texto de examen al
comienzo de
la consagración episcopal, y la oración al final de la misa de dicha consagración, después del
Te Deum.
[94] Benedicto XIV, breve Romana Ecclesia, 5 oct. 1752,
§ 1: Bullarium
Benedicti XIV, t. IV (Romae 1758) 21: "El obispo es figura de
Cristo y vicario del mismo". Pío XII enc. Mystici Corporis, l. c., p.
21: "Cada obispo apacienta y rige en nombre de Cristo el rebaño particular
que se le ha confiado".
|
|
|
|
[95] Cf. León XIII. enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: AAS 28
(1895-96) 732. Id. epíst. Officio sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS 20 (1887) 264. Pío IX,
carta apost. ad Episcopos Germaniae, 12 marzo 1875, y aloc.
consist. 15 marzo 1875: Denz. 2113-3117, en la nueva ed. solamente.
[96] Cf. Conc. Vat. I, const. dogm.
Pastor aeternus 3: Denz. 1828 (3061). Cf. la Relatio de Zinelli: Mansi, 52, 1114D.
[97] Cf. S. Ignacio M., Ad Ephes.
5, 1: ed. Funk, I, p. 216.
[98] Cf. S. Ignacio M., Ad Ephes. 5, 1: ed. Funk, 1, p. 218.
[99] Cf. Conc. Trid., De sacr. Ordinis, c. 2: Denz. 958 (1765)
y can. 6: Denz., 966 (1776).
[100] Cf. Inocencio I, Epist. ad Decentium: PL 20, 554A: Mansi,
3, 1029; Denz., 98 (215): "Los presbíteros, aunque son sacerdotes segundos, no tienen, sin embargo, la
cima del pontificado".
San Cipriano, Epist. 61, 3: ed. Hartel, p. 696.
[101] Cf. Conc. Trid., l.c.: Denz., 956a-968 (1763-1778),
y especialmente el can. 7: Denz., 967 (1777). Pío XII, const. apost. Sacramentum Ordinis: Denz.,
2301 (3857-61).
[102] Cf. Inocencio I, l. c. San Gregorio Nac.,
Apol. II, 22:
PG 35, 432B. Ps.-Dionisio, Eccl. Hier., 1, 2: PG 3, 372D.
[103] Cf. Conc. Trid., ses.
22: Denz. 940 (1743). Pío XII, enc.
Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 553. Denz. 2300 (3850).
[104] Cf. Conc. Trid., ses. 22: Denz., 938 (1.739-40).
Concilio Vaticano II, const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium,
n. 7 y n. 47: AAS 56 (1964) 100-103
[105] Cf. Pío XII, enc. Mediator Dei, l. c., n. 67.
[106] Cf. San Cipriano, Epist. 11, 3: PL 4, 242B: Hartel, II 2,
p. 497.
[107] Cf. Pontifical Romano,
ordenación de los presbíteros ,
en la imposición de los ornamentos.
[108] Cf. Pontifical
Romano, ordenación de los presbíteros, en el prefacio.
[109] Cf. San Ignacio M.,
Philad. 4: ed. Funk, I, p. 266. San Cornelio I,
en San Cipriano, Epist. 48, 2: Hartel, III, 2. p. 610.
[110] Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae III, 2: ed. Funk,
Didascalia, II, p. 103. Statuta Eccl. Ant. 37-41: Mansi, 3, 954.
[111] San Policarpo, Ad
Phil. 5, 2 (ed. Funk, I, p. 300): Cristo es llamado "el diácono constituido para todos". Cf. Didaché
15, 1: ibid., p. 32. San Ignacio M., Trall. 2, 3: ibid., p. 242. Constitutiones
Apostolorum, 8. 28, 4: ed. Funk, Didascalia I, p. 530.
[112] San Agustín, Serm. 340, 1: PL 38, 1483.
[113] Cf. Pío XI, enc.
Quadragesimo anno, 15 mayo 1931: AAS
23 (1931) 221s. Pío XII, aloc. De quelle consolation, 14 oct. 1951: AAS
43 (1951) 790s.
[114] Cf. Pío XII. aloc. Six ans se sont écoulés,
5 oct. 1957: AAS 49 (1957) 927.
[115] Misal Romano, del Prefacio de la fiesta de Cristo Rey.
[116] Cf. León XIII, enc.
Immortale Dei,
1 nov. 1885: AAS 18
(1885) 166ss. Id. enc. Sapientiae christianae, 10 enero 1890: ASS 22
(1889-90) 397ss.
Pío XII. aloc. Alla vostra filiale, 23 marzo 1958: AAS 50 (1958) 220: "la
legitima sana laicità dello Stato".
[117] Cf. Cod. Iur. Can. can. 682.
[118] Cf. Pío XII, aloc. De quelle consolation,
l. c., p. 789:
"En las batallas decisivas, es muchas veces del frente, de donde salen las más felices
iniciativas...". Id. aloc.
L'importance de la presse catholique, 17 febr. 1950:
AAS 42 (1950) 256.
[119] Cf. 1 Tes, 5, 19
y 1 Jn, 4, 1.
[120] Epist. ad Diognetum 6: ed. Funk, I, p. 400.
Cf. San Juan Crisóstomo, In Mt. hom. 46 (47) 2: PG 58, 478, del fermento en la masa.
[121] Misal Romano, Gloria in excelsis.
Cf. Lc, 1, 35; Mc, 1, 24;Lc, 4, 34; Jn, 6, 69
(ho hagios tou Theou); Hch 3, 14; 4, 27 y 30;Heb, 7, 26; 1 Jn, 2, 20; Ap, 3, 7.
[122] Cf. Orígenes, Comm. Rom. 7, 7: PG 14, 1122B.
Ps.- Macario, De Oratione, 11: PG 34, 861AB. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 3.
[123] Cf. San Agustín, Retract. II, 18: PL 32, 637s. Pío XII, enc.
Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 225.
[124] Cf. Pío XI, enc. Rerum omnium, 26 enero 1923:
AAS 15 (1923)50 y 59-60: enc.
Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 548. Pío XII, const.
apost.
Provida Mater, 2 febr. 1947; AAS 39 (1947) 117; aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951)
27-28; aloc. Nel darvi, 1 jul. 1956: AAS 48 (1956) 574s.
[125] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 5 y 6.
De perf. vitae spir. c. 18. Orígenes, In Is. hom., 6, 1: PG 13, 239.
[126] Cf. San Ignacio M., Magn. 13, 1: ed. Funk, I p. 241.
[127] Cf. S. Pío X, exhort., Haerent animo, 4 agos. 1908: AAS
41 (1908) 560s. Cod. Iur Can. can. 124.
Pío XI. enc.
Ad catholici sacerdotii, 20 dic. 1935: AAS 28 (1936) 22.
[128] Cf. Pontifical Romano, De ordinatione presbyterorum,
en la Exhortación inicial.
[129] Cf. S. Ignacio M., Trall. 2, 3: ed. Funk, I p.244.
[130] Cf. Pío XII, aloc. Sous la maternelle protection,
9 dic. 1957: AAS 50 (1958) 36.
[131] Pío XI, enc.
Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930)
548s. San Juan Crisóstomo, In Ephes. hom., 20, 2: PG 62, 136ss.
[132] Cf. San Agustín, Enchir. 121, 32: PL 40, 288.
Santo Tomás, Summa Theol. II-II, q. 184, a. 1. Pío XII, exhort. apost.
Menti nostrae, 23 sept. 1950: AAS
42 (1950) 660.
[133] Sobre los consejos en general,
cf. Orígenes, Comm. Rom. X 14: PG 14, 1275B. San Agustín, De S. virginitate, 15, 15: PL 40, 403.
Santo Tomás, Summa Theol., I-II, q. 100, a. 2c (al final); II-II, q. 44, a. 4, ad 3.
[134] Sobre la excelencia de la sagrada virginidad,
cf. Tertuliano, Exhort. cast. 10: PL 2, 925C. San Cipriano, Hab. virg., 3 y 22: PL 4, 443B y 461 As.
San Atanasio (?), De virg.: PG 28, 252ss. San J. Crisóstomo, De virg.: PG 48,
533ss.
[135] Sobre la pobreza espiritual cf. Mt 5, 3 y 19, 21;
Mc 10, 21, Lc 18, 22. Sobre la obediencia se aduce el ejemplo de Cristo en Jn
4, 4 y 6, 38; Flp 2, 8-10; Hb 10, 5-7. Los Santo Padres y los
fundadores de las Órdenes ofrecen textos abundantes.
[136] Sobre la práctica efectiva de los consejos, que no se imponen a
todos, cf. San J. Crisóstomo In Mt. hom., 7, 7: PG 57, 81s. San Ambrosio,
De viduis, 4, 23: PL 16, 241s.
[137] Cf. Rosweydus, Vitae Patrum,
(Amberes, 1628), Apophtegmata Patrum:
PG 65. Paladio, Historia Lausiaca: PG 34, 995ss.: ed. C. Butler, Cambridge, 1898 (1904). Pío XI,
const. apost.
Umbratilem, 8 jul. 1924: AAS 16 (1924) 386-387. Pío XII, aloc. Nous sommes heureux, 11 abr. 1958: AAS 50 (1958) 283.
[138] Pablo VI, aloc. Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56 (1964) 566.
[139] Cf. Cod. Iur. Can. can 487 y 488, 4º. Pío XII.
aloc. Annus sacer, 8
dic. 1950: AAS 43 (1951) 27s. Id. const. apost.
Provida Mater, 2 febr. 1947: AAS 39 (1947) 120ss.
[140] Pablo VI, l.c., p. 567.
[141] Cf. Santo Tomás, Summa Theol. II-II, q. 184, a 3
y q. 188 a. 2. San Buenaventura, Opusc. XI, Apologia Pauperum, c. 3, 3:
ed. Opera Quaracchi, t. 8 (1898) p. 245a.
[142] Cf. Conc. Vat. I, esquema
De Ecclesia Christi, c. 15, y anot. 48: Mansi, 51, 549s y 619s. León XII,
epist. Au milieu des consolations, 23 dic.
1900: AAS 33 (1900-01) 361. Pío XII, const. apost.
Provida Mater, l. c., p. 114s.
[143] Cf. León XIII, const. Romanos Pontifices, 8 mayo 1881: AAS 13
(1880-81) 483. Pío XII, aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951) 28s.
[144] Cf. Pío XII, aloc. Annus sacer,
l.c., p. 28. Id., const. apost.
Sedes Sapientiae, 21 mayo 1956: AAS 48 (1956) 355. Pablo VI, aloc. Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS
56 (1964) 570-571.
[145] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35
(1943) 214 s.
[146] Cf. Pío XII, aloc. Annus sacer,
l. c., p. 30; aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50 (1958) 39s.
[147] Conc. Florentino, Decretum pro Graecis: Denz.
693 (1305).
[148] Además de los documentos
más antiguos contra todas las formas de evocación de los espíritus, desde Alejandro IV (27 septiembre 1258),
cf. S. C. S. Oficio, De magnetismi abusu, 4 agos. 1856: AAS (1865) 177-178. Denz. 1653-1654 (2823-2825);
y la respuesta de la S. C. S. Oficio, 24 abr. 1917: AAS 9 (1917) 268: Denz. 2182 (3642).
[149] Véase la exposición sintética de esta doctrina paulina en Pío XII,
enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), 200 y passim.
[150] Cf., v.gr. San Agustín,Enarr. in Ps. 85, 24: PL 37, 1099. San
Jerónimo, Liber contra Vigilantium 6: PL 23, 344. Santo Tomás, In 4 Sent., d
45, q. 3, a. 2. San Buenaventura, In 4 Sent., d. 45, a. 3. q. 2, etc.
[151] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 245.
[152] Cf. innumerables inscripciones en las catacumbas romanas.
[153] Cf. Gelasio I, Decretal
De libris recipiendis 3: PL 59, 160: Denz.
165 (353).
[154] Cf. San Metodio, Symposion VII, 3: GCS (Bonwetsch) 74.
[155] Cf. Benedicto XV, Decretum approbationis virtutum in Causa
beatificationis et canonizationis Servi Dei Ioannis Nepomuceni Neumann: AAS
14 (1922) 23; otras aloc
de Pío XII «de Sanctis»: Inviti all'eroismo, en «Discursos y
radiomensajes» t. I-3 (Roma 1941-1942) passim; Pío XII, Discorsi e
Radiomessaggi, t. 10, 1949, p. 37-43.
[156] Cf. Pío XII, enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 581.
[157] Cf. Hb 13, 7; Eccli 44-50;
Hb 11, 3-40. Cf. también Pío XII.
enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 582-583.
[158] Cf. Conc. Vaticano I, const.
de fe católica Dei Filius c. 3: Denz. 1794
(3013).
[159] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis:
AAS 35 (1943) 216.
[160] Con relación a la gratitud hacia los santos,
cf. E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres I (Berlín 1925) n. 2008, 2382 y passim.
[161] Conc. Tridentino, decr.
De invocatione... Sanctorum: Denz. 984
(1821).
[162] Brevario Romano. Invitatorium in
festo Sanctorum Omnium.
[163] Cf. v. gr., 2 Tes 1, 10.
[164] Conc. Vaticano II, const.
sobre la liturgia
Sacrosanctum Concilium,
c. 5, n. 104: AAS 56 (1964) 125-126.
[165] Cf. Misal Romano canon de la
misa romana.
[166] Cf. Conc. Niceno II, act.
7: Denz. 302 (600).
[167] Cf. Conc. Florentino, Decretum pro Graecis: Denz. 693 (1304).
[168] Conc. Tridentino, decr.
De invocatione, veneratione et reliquiis
Sanctorum et sacris imaginibus: Denz. 984-988 (1821-1824); decr De
Purgatorio: Denz., 983 (1820); decr. De iustificatione can. 30: Denz., 840 (1580).
[169] Misal Romano, del Prefacio concedido a
las diócesis de Francia.
[170] Cf. San Pedro Canisio, Catechismus Maior seu Summa Doctrinae
christianae, c. 3 (ed. crit. F. Streicher) I, p. 15-16, n. 44 y p. 100-101, n. 49.
[171] Cf. Conc. Vaticano II, const. sobre la liturgia
Sacrosanctum Concilium, c. 1, n. 8: AAS 56 (1964) 401.
[172]
Símbolo constantinopolitano: Mansi,
3, 566. Cf. Conc. Efesino, ibid. 4, 1130 (cf. ibid., 2, 665 y 4, 1071);
Conc. Calcedonense, ib. 7, 111-116; Conc. Constantinopolitano II, ibid.
9, 375-396, Misal Romano, en el Credo.
[173] Misal Romano, en el
Canon.
[174] S. Augustín, De s. virginitate, 6: PL 40, 399.
[175] Cf. Pablo VI, Alocución
en el Concilio, die 4 dic. 1963: AAS 56 (1964) 37.
[176] Cf. San Germán Const.,
Hom. in Annunt. Deiparae: PG 98, 328A; In Dorm., 2, 357. Anastasio Antioch.,
Serm.
2. de Annunt. 2: PG 89, 1377 AB; Serm. 3, 2: col. 1388C. San Andrés Cret.,
Can. in B. V. Nat. 4: PG 97, 1321B; In B. V.
Nat. 1, 812A; Hom. in dorm. 1, 1068C. San Sofronio, Or. 2 in Annunt. 18: PG 87 (3), 3237BD.
[177] San Ireneo, Ad. haer. III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123.
[178] San Ireneo, ibid.; Harvey, 2, 124.
[179] San Epifanio, Haer. 78, 18: PG 42, 728CD-729AB.
|
|
|
|
[180] San Jerónimo, Epist. 22, 21: PL 22, 408.
Cf. San Agustín, Serm. 51, 2, 3: PL 38, 335; Serm. 232, 2: 1108. San
Cirilo Jeros., Catech. 12, 15: PG
33, 741AB. San J. Crisóstomo, In Ps. 44, 7: PG 55, 193. San J. Damasceno,
Hom. 2 in dorm. B. M. V. 3: PG 96, 728.
[181] Cf. Conc. Lateranense, año 649,
can. 3: Mansi, 10, 1151.
San León M., Epist. ad Flav.: PL 54, 759, Conc. Calcedonense: Mansi, 7, 462. San Ambrosio,
De instit. virg.: PL 16, 320.
[182] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35
(1943) 247-248.
[183] Cf. Pío IX, bula Ineffabilis, 8 dic. 1854:
Acta Pii IX, 1, I, p. 616: Denz., 1641 (2803).
[184] Cf. Pío XII, const. apost.
Munificentissimus, 1 nov. 1950: AAS 42
(1950); Denz. 2333 (3903). Cf. San J. Damasceno, Enc. in dorm. Dei genitricis
hom. 2 y 3:
PG 96, 722-762, en especial 728B. San Germán Constantinop., In S. Dei
gen. dorm. serm. 1: PG 98 (3), 340-348; serm., 3: 361. San Modesto Hier., In dorm. SS. Deiparae: PG 86 (2); 3277-3312.
[185] Cf. Pío XII, enc.
Ad caeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS
46 (1954) 633-636; Denz., 3913ss. Cf. San Andrés Cret., Hom. 3 in dorm. SS.
Deiparae: PG 97, 1089-1109. San J. Damasceno, De fide orth. IV, 14: PG94, 1153-1161.
[186] Cf. Kleutgen, texto
reformado De mysterio Verbi incarnati, c. 4:
Mansi, 53, 290. Cf. San Andrés Cret., In nat. Mariae, serm. 4: PG 97, 865A. S. Germán Constantinop.,
In annunt. Deiparae: PG 98, 321BC. In dorm. Deiparae, III: 361D. San J. Damasceno,
In dorm. B. V. Mariae hom. 1, 8: PG 96, 712BC-713A.
[187] Cf. León XIII, enc. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AAS 15
(1895-96) 303. San Pío X, enc. Ad diem illum, 2 febr. 1904: Acta I,
p. 154; Denz. 1978a (3370). Pío XI, enc.
Miserentissimus, 8 mayo
1928: AAS 20 (1928) 178. Pío XII, mensaje radiof., 13 mayo 1946: AAS 38
(1964) 266.
[188] San Ambrosio, Epist. 63: PL 16, 1218.
[189] San Ambrosio, Expos. Lc. II 7: PL 15, 1555.
[190] Cf. Ps.-Pedro Dam., Serm. 63: PL 144, 861AB.
Godofredo de San Víctor, In nat. B. M., ms. París, Mazarine, 1002 fol. 109r. Gerhohus Reich.
De gloria
et honore Filii hominis, 10: PL 194, 1105AB.
[191] San Ambrosio, Expos. Lc.
II 7 y X 24-25: PL 15, 1555 y 1810.
San Agustín, In Io. Tr., 13, 12: PL 35, 1499. Cf. Serm. 191, 2, 3: PL 38, 1010, etc. Cf. también
Ven. Beda, In Lc. expos. I, c. 2: PL 92, 330. Isaac de Stella, Serm.
51: PL 194, 1863A.
[192] Cf. Breviario Romano,
antífona «Sub tuum praesidium», de las primeras vísperas del Oficio Parvo de la
Santísima Virgen.
[193] Cf. Conc. Niceno II, año 187: Mansi, 13, 378-379; Denz. 302 (600-601). Conc. Trident.,
ses. 25: Mansi, 33, 171-172.
[194] Cf. Pío XII, mensaje radiof., 24 oct. 1954: AAS
46 (1954) 679; enc.
Ad caeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954) 637.
[195] Cf. Pío XI, enc. Ecclesiam Dei,
12 nov. 1923: AAS 15 (1923) 581. Pío XII, enc. Fulgens corona, 8 sept. 1953: AAS 45 (1953), 590-591.
|
|
|
Primer
Anterior
5 a 19 de 19
Siguiente
Último
|