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~~CATECISMO~~: San Francisco de Asís
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 23/10/2021 23:10 |
Nacimiento y vida familiar
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en el año 1182. Su padre,
Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y
algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la
Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas
acomodadas. Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como
se hallase en dicho país cuando nació su hijo, la gente le apodó
"Francesco" (el francés), por más que en el bautismo recibió el nombre
de Juan.
En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas tradiciones
caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en
abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios
de su padre, ni los estudios le interesaban mucho, sino el divertirse en
cosas vanas que comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin
embargo, no era de costumbres licenciosas y era muy generoso con los
pobres que le pedían por amor de Dios.
Cuando Francisco tenía unos 20, estalló la discordia entre las ciudades
de Perugia y Asís, y en la guerra, el joven cayó prisionero de los
peregrinos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente.
Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La
enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia,
fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas
suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y
Briena, en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura
y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo
atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la
pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus
ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un
espléndido palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se
hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una voz que le
decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar,
pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del camino
de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó
una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al siervo". El
joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola
menos a la ligera. La gente, al verle ensimismado, le decían que estaba
enamorado. "Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme con una joven más
bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a poco, con mucha
oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar
la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras
inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla
espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los
instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de
Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a
Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la
mano para recibir una limosna. Francisco comprendió que había llegado el
momento de dar el paso al amor radical de Dios. A pesar de su repulsa
natural a los leprosos, venció su voluntad, se le acercó y le dio un
beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto movido por el Espíritu Santo,
pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un "sí" que distingue a
los santos de los mediocres.
San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco
frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por sus
pecados. Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un día,
mientras oraba, se le apareció Jesús crucificado. La memoria de la
pasión del Señor se grabó en su corazón de tal forma, que cada vez que
pensaba en ello, no podía contener sus lágrimas y sollozos.
A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los
hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el
dinero que llevaba. Les servía devotamente, porque el profeta Isaías nos
dice que Cristo crucificado fue despreciado y tratado como un leproso.
De este modo desarrollaba su espíritu de pobreza, su profundo sentido de
humildad y su gran compasión. En cierta ocasión, mientras oraba en la
iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció que el
crucifijo le repetía tres veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves
que está en ruinas".
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que
el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó
una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió
junto con su caballo. Enseguida llevó el dinero al pobre sacerdote que
se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse
a vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase
con él, pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el
alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había
hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había
tenido buen cuidado de ocultarse.
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Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a
entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que
la gente se burlaba de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy
desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le
golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces 25 años), le puso grillos
en los pies y le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido
se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de
nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver
inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio
de los vestidos que le había tomado. Francisco no tuvo dificultad
alguna en renunciar a la herencia, pero dijo a su padre que el dinero de
los vestidos pertenecía a Dios y a los pobres.
Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien
exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: "Dios
no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos".
Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió: "Los
vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte que
tengo que devolvérselos". Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos
a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú has sido mi padre
en la tierra. Pero en adelante podré decir: “Padre nuestro, que estás en
los cielos”.' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal "temblando
de indignación y profundamente lastimado".
El Obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que
pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de
su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el
vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
Enseguida, partió en busca de un sitio conveniente para establecerse.
Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real,
cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El
respondió: "Soy el heraldo del Gran Rey". Los bandoleros le golpearon y
le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino
cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y
trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que
le conocía le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y
unas sandalias de peregrino. Francisco los usó dos años, al cabo de los
cuales volvió a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le
habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el
desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de
transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó
en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en
la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la
antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita
llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de Monte
Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que
estaba construida en una reducida parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de
Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La
tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de
Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la
capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró
finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San
Matías del año 1209. En aquella época, el evangelio de la misa de la
fiesta decía: "Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado...
Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente... No poseáis oro
... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ...He aquí que os envío
como corderos en medio de los lobos..." (Mat.10 , 7-19). Estas palabras
penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste,
aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón
y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue
el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana
burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma,
empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras
hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el
camino, le saludaba con estas palabras: "La paz del Señor sea contigo".
Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros.
Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián, acostumbraba
decir: "Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un convento
de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la
universal Iglesia". La profecía se verificó cinco años más tarde en
Santa Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un
cáncer que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta
ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a
sus pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo
quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba a este
propósito: "No sé si hay que admirar más el beso o el milagro".
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Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían hacerse
discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un
rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con curiosidad la
evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa, donde le
tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía
dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y
pasaba largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: "Deus meus
et omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era
"verdaderamente un hombre de Dios" y enseguida le suplicó que le
admitiese corno discípulo.
Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura
para conocer la voluntad de Dios. Como las indicaciones de la Biblia
concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió
el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a
Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les "concedió el
hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de
San Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez y
sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con 12 miembros, Francisco redactó
una regla breve e informal que consistía principalmente en los consejos
evangélicos para alcanzar la perfección. Con ella se fueron a Roma a
presentarla para aprobación del Sumo Pontífice. Viajaron a pie, cantando
y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente
les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado
rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un Cardenal dijo: "No les
podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el Evangelio".
Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en
oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la
Porciúncula. Inocencio III se mostró adverso al principio. Por otra
parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya
existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva
manera de concebir la pobreza era impracticable.
El Cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla
expresaba los mismos consejos con que el Evangelio exhortaba a la
perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo
comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que
crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su
cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco
años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito
de Santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó
verbalmente su regla; enseguida le impuso la tonsura, así como a sus
compañeros y les dio por misión predicar la penitencia.
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San Francisco y sus compañeros se trasladaron provisionalmente a una
cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde salían a predicar
por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con un
campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su
asno. Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos
para los asnos", y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad
de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la
Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia
principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de
la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula
continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba
cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados
cogidos en el riachuelo vecino.
Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de
aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa
María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias cabañas
primitivas, porque San Francisco no permitía que la orden en general y
los conventos en particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de
la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se
manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y
en cada uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano
asno", porque lo consideraba como hecho para transportar carga, para
recibir golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún
fraile, le llamaba "hermano mosca", porque en vez de cooperar con los
demás echaba a perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto.
Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado a tratar
con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo
tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a
las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo
que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno,
Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos
mortificado.
Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por los
animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es famosa la
reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en
Alviano: "Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya
habéis parloteado bastante". Famosas también son las anécdotas de los
pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del
Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el Lago
Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo. Algunos autores
consideran tales anécdotas como simples alegorías, en tanto que otros
les atribuyen valor histórico.
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles fueron un
período de entrenamiento en la pobreza y la caridad fraternas. Los
frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse
el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir
limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que
aceptasen dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo,
particularmente a los leprosos y menesterosos.
San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos "mis hermanos
cristianos" y los enfermos no dejaban de apreciar esta profunda
delicadeza. Les decía a los frailes: ¨Todos los hermanos procuren
ejercitarse en buenas obras, porque está escrito: 'Haz siempre algo
bueno para que el diablo te encuentre ocupado'. Y también, 'La ociosidad
es enemiga del alma'. Por eso los siervos de Dios deben dedicarse
continuamente a la oración o a alguna buena actividad.¨
El número de los compañeros del santo continuaba en aumento, entre ellos
se contaba el famoso "juglar de Dios", fray Junípero; a causa de la
sencillez del hermanito Francisco solía repetir: "Quisiera tener todo un
bosque de tales juníperos". En cierta ocasión en que el pueblo de Roma
se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le
hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la
ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle "el juguete de Dios".
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