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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 12/12/2022 17:49 |
LA INTERPRETACIÓN DE LOS DOGMAS[1]
(1989)
1. Presentación, por Mons. Ph. Delhaye
1. El problema tal y como se plantea 2. El trabajo de la Comisión Teológica Internacional 3. Las líneas de fuerza del documento
2. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica internacional
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4. El sentido teologal de los dogmas
Toda revelación es, en último término, autorevelación y autocomunicación del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, para que tengamos comunión con él[35]. Dios es, por ello, el único objeto de la fe y de la teología que lo abarca todo (Santo Tomás de Aquino). Por eso puede decirse: «el acto del creyente no se termina al enunciado, sino a la realidad»[36]. Del artículo de la fe se dice de acuerdo con la tradición medieval: «el artículo de la fe es una percepción de la verdad divina que tiende a ella»[37]. Esto significa que el artículo de la fe es una aprehensión real y verdadera de la verdad de Dios; es una forma doctrinal de mediación que contiene la verdad testificada. Pero precisamente porque es verdadero, remite más allá de sí al misterio de la verdad de Dios. La interpretación de los dogmas es, por ello, como todo entender, un camino que conduce de la palabra externa a su significación interna, y finalmente a la única y eterna Palabra de Dios. La interpretación de los dogmas no va, por tanto, solamente de una determinada formulación a otra; más bien pasa de las palabras, las imágenes e ideas a la verdad de la «cosa» misma contenida en ellas. Con ello, todo conocimiento de fe es finalmente anticipación de la visión eterna de Dios cara a cara. De este sentido teologal de los dogmas se sigue:
— Como toda proposición humana sobre Dios, los dogmas deben ser entendidos analógicamente, es decir, existe una mayor desemejanza a pesar de todas las semejanzas[38]. La analogía constituye un límite tanto frente a un modo objetivista y cosístico, en último término carente de misterio, de entender la fe y el dogma, como contra una teología exageradamente negativa que entiende los dogmas como pura cifra de una transcendencia que permanece, en último término, inconocible y que, con ello, ignora la concretez histórica del misterio cristiano de salvación.
— Hay que distinguir el carácter análogo de los dogmas, de una concepción simbólica mal entendida del dogma en el sentido de una objetivación posterior de una experiencia religiosa originariamente existencial o de una determinada praxis social o eclesial. Hay que entender más bien los dogmas como una forma doctrinal obligatoria de la verdad salvífica de Dios, que se dirige a nosotros. Son la forma doctrinal cuyo contenido es la misma Palabra y Verdad de Dios. Por ello, en primer plano, hay que explicarlos teológicamente.
— La explicación teológica de los dogmas es, según la doctrina de los Padres, no sólo un procedimiento meramente intelectual, sino un acontecimiento profundamente espiritual, es decir, conducido por el Espíritu de la Verdad, que no es posible sin una purificación de los ojos del corazón. Presupone la luz de la fe, otorgada por Dios, y una participación y experiencia espiritual, realizada por el Espíritu Santo, de la realidad creída. Ante todo, en este sentido profundo, la interpretación de los dogmas es un problema de teoría-praxis; está inseparablemente ligada a la vida de comunión con Jesucristo en la Iglesia.
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C) CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN
I. Dogma y Sagrada Escritura
1. La importancia fundamental de la Sagrada Escritura
Los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento han sido compuestos bajo la acción del Espíritu Santo, para que fueran «útiles para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3, 16). Estos escritos han sido reunidos en el Canon. La Iglesia ha reconocido en este Canon, la expresión auténtica y fidedigna de la fe de la Iglesia de los orígenes, y siempre se ha adherido a él[39]. «La Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como también el Cuerpo mismo del Señor, porque, sobre todo en la sagrada liturgia, no deja de tomar de la mesa, tanto de la palabra de Dios como de la del Cuerpo de Cristo, el pan de la vida, y de ofrecerlo a los fieles». Así toda predicación eclesial tiene que «alimentarse y regirse por la Sagrada Escritura»[40]. El estudio de la Sagrada Escritura tiene que ser, a la vez, el alma de la teología y de toda predicación[41]. El testimonio de la Sagrada Escritura tiene también que ser, por ello, punto de partida y fundamento para la explicación de los dogmas.
2. Crisis y resultados positivos como consecuencia de la exégesis moderna
El conflicto entre exégesis y dogmática es un fenómeno moderno. Como consecuencia de la Ilustración, se desarrolló el instrumental de la crítica histórica también con la intención de emplearlo para la emancipación con respecto a la autoridad dogmática de la Iglesia. Esta crítica se hizo cada vez más amplia. Pronto no sólo estuvieron en conflicto Escritura y dogma, sino que se planteó críticamente la cuestión del trasfondo del texto mismo de la Escritura y se comenzó a ejercitar la crítica sobre los «retoques dogmáticos» en la Escritura misma. La prosecución de la crítica histórica por la crítica socio-política y la psicológica investigó en el texto, antagonismos socio-políticos o datos psicológicos reprimidos. Es común a estas tendencias diversas de la crítica, que el dogma de la Iglesia, y también la Escritura misma, están bajo la sospecha de ocultar una realidad originaria, que sólo puede ser liberada por un nuevo cuestionamiento crítico.
Ciertamente no se pueden dejar de ver el intento y el resultado positivos de la crítica ilustrada de la tradición. La crítica histórica de la Biblia podía ciertamente hacer claro que la Escritura misma es eclesial; tiene su origen en la Parádosis de la Iglesia primitiva, y la fijación de sus límites canónicos es un proceso de decisión eclesial. Así la exégesis reconducía al dogma y a la tradición.
La crítica histórica, sobre todo, no ha conseguido mostrar que Jesús mismo sea completamente «adogmático». Incluso en la crítica histórica más estricta sigue permaneciendo, de modo significativo, un núcleo histórico indiscutible del Jesús terreno. A este núcleo pertenece la pretensión que se expresa en la actuación y la palabra de Jesús, con respecto a su misión, a su persona y a su relación con Dios, su Abba. Esta pretensión implica el desarrollo dogmático posterior que comienza ya en el Nuevo Testamento y es el núcleo de todas las proposiciones dogmáticas. La forma primitiva del dogma cristiano es, por ello, la confesión central del Nuevo Testamento: que Jesucristo es el Hijo de Dios (Mt 16, 16).
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3. La doctrina del Concilio Vaticano II sobre la interpretación de la Escritura
El Concilio Vaticano II ha hecho suyo el intento positivo de la moderna crítica histórica. Ha puesto de manifiesto que en la interpretación de la Sagrada Escritura se trata de investigar cuidadosamente «qué pretendían realmente decir los hagiógrafos y qué quería Dios manifestar con sus palabras». Para descubrir esto, hay que conocer la situación histórica y también las formas de pensar, de hablar y de narrar de aquel tiempo. La interpretación histórico-crítica tiene ciertamente que insertarse en una interpretación teológica y eclesial y a su servicio. «Como la Sagrada Escritura tiene que ser leída e interpretada con el Espíritu con que fue escrita», es también ciertamente necesario que se «atienda con no menor diligencia al contenido y a la unidad de toda la Escritura»[42].
La interpretación teológica de la Escritura tiene que partir de Jesucristo como centro de la Escritura. él es el único intérprete (exegesato) del Padre (Jn 1, 18). Desde el comienzo hace partícipes de esta interpretación a sus discípulos, introduciéndolos en su forma de vida, confiándoles sus palabras y dotándolos de su potestad y de su Espíritu, que los conducirá a la Verdad plena (Jn 16, 13). En la fuerza de este Espíritu, sus discípulos han consignado por escrito y transmitido el testimonio de Jesús. La interpretación del testimonio de Jesús está, por ello, indisolublemente ligada a la actividad de su Espíritu en la continuidad de sus testigos (sucesión apostólica) y en el sentido de la fe del pueblo de Dios.
En el dogma de la Iglesia se trata, por tanto, de la recta interpretación de la Escritura. En esta interpretación dogmática obligatoria de la Escritura, el magisterio no está sobre la Palabra de Dios, sino más bien a su servicio[43]. El magisterio no emite un juicio sobre la Palabra de Dios, sino sobre la rectitud de su interpretación. Un tiempo posterior no puede retroceder más allá de lo que se formuló en el dogma con asistencia del Espíritu Santo como clave de lectura de la Escritura. Esto no excluye que en el tiempo siguiente aparezcan nuevos puntos de vista y, con ello, se busquen nuevas formulaciones. El juicio de la Iglesia en cosas de fe se agudiza cada vez más, no en último lugar, por el trabajo previo de los exegetas y su cuidadosa investigación de lo que la Sagrada Escritura intenta decir[44].
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4. El centro cristológico de la Escritura como criterio
A pesar de toda la novedad de los tiempos modernos y de toda la radicalidad de los cambios que siguieron a la Ilustración, hay que seguir manteniendo que Cristo es la revelación definitiva de Dios, y que no hay que esperar ninguna nueva época en el sentido de una época que supere, desde el punto de vista de historia de la salvación, al tiempo de Cristo, ni ningún otro evangelio. El tiempo hasta el retorno de Cristo permanece constitutivamente ligado al «una vez para siempre» (ephafax) de Jesucristo, y a la tradición de la Escritura y a la tradición eclesial que dan testimonio de él. Su señorío presente, aunque oculto, es la medida y el juicio con que también ahora se disciernen la verdad y la mentira. Mirando a él se realiza también el discernimiento entre aquello que en los nuevos métodos de interpretación de la Escritura «fomenta a Cristo» y aquello que lo deja a un lado o incluso lo falsifica.
Muchos de los modos de ver que el método histórico-crítico o métodos más modernos (historia de las religiones, estructuralismo, semiótica, historia social, psicología profunda) han abierto, pueden contribuir a que la figura de Cristo se presente más claramente a nuestro tiempo. Sin embargo, todos estos métodos permanecen fructuosos sólo mientras se emplean en la obediencia de la fe y no se hacen autónomos. La comunión en la Iglesia sigue siendo el lugar en el que la interpretación de la Escritura queda a salvo de ser arrastrada por las corrientes de cada época.
II. El dogma en la Tradición y en la Comunión de la Iglesia
1. La conexión estrecha de Escritura, Tradición y Comunión de la Iglesia
El único evangelio que, como cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, fue revelado en su plenitud por Jesucristo una vez para siempre, es la fuente permanente de toda verdad salvífica y de toda doctrina moral[45]. Fue transmitido por los Apóstoles y sus discípulos con asistencia del Espíritu Santo mediante predicación oral, ejemplo e instituciones, y puesto por escrito por inspiración del mismo Espíritu Santo[46]. De este modo la Escritura y la Tradición juntas forman la única herencia apostólica (depositum fidei), que la Iglesia tiene que custodiar fielmente (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14). Sin embargo, el evangelio no ha sido entregado a la Iglesia sólo en letras muertas escritas sobre papel, ha sido escrito por el Espíritu Santo en los corazones de los fieles (2 Cor 3, 3). De esta manera, por obra del Espíritu Santo, está permanentemente presente en la Comunión de la Iglesia, en su doctrina, en su vida y, ante todo, en su liturgia[47].
Por ello, la Sagrada Escritura, la Tradición y la Comunión de la Iglesia no son magnitudes aisladas entre sí, sino que forman una unidad interna[48]. El fundamento más profundo de esta unidad consiste en que el Padre envía y entrega juntamente su Palabra y su Espíritu. El Espíritu opera los hechos salvíficos, suscita e inspira a los Profetas que los anuncian anticipadamente y los interpretan, y crea un pueblo que los confiesa y testifica en la fe; en la plenitud de los tiempos opera la encarnación de la Palabra eterna de Dios (Mt 1, 20; Lc 1, 35), y edifica, por el bautismo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia (1 Cor 12, 13), le recuerda siempre de nuevo la palabra, obra y persona de Jesucristo y la conduce a la verdad plena (Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13s).
Por la operación del Espíritu, la palabra externa se hace en los fieles «espíritu y vida». Éstos son adoctrinados por la unción de Dios mismo (1 Jn 2, 20 y 27; Jn 6, 45). El Espíritu suscita y alimenta el sensus fidelium, es decir, aquel sentido interno por el que el pueblo de Dios bajo la dirección del magisterio reconoce, afirma y mantiene, de modo inquebrantable, en la predicación, no la palabra de hombres, sino la Palabra de Dios[49].
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2. La única Tradición y las muchas tradiciones
La Tradición (Parádosis) es, en último término, la autocomunicación de Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo para una presencia siempre nueva en la Comunión de la Iglesia. Esta Tradición viva toma en la Iglesia desde el principio diversas formas de tradiciones concretas (traditiones). Su riqueza inagotable se expresa en la multiplicidad de doctrinas, cánticos, símbolos, ritos, disciplinas e instituciones. La Tradición muestra su fecundidad también por el hecho de que se «incultura» en las Iglesias locales concretas según la situación cultural de cada una. Estas múltiples tradiciones son ortodoxas en la medida en que testifican y trasmiten la única Tradición apostólica.
A la introducción en la verdad plena por el Espíritu Santo pertenece, por ello, también el discernimiento de los espíritus (1 Cor 12, 10; 1 Tes 5, 21; 1 Jn 4, 1). Hay que discernir la tradición recibida del Señor (1 Cor 11, 23), de las tradiciones de los hombres (Mc 7, 8; Col 2, 8). Aunque la Tradición apostólica no puede sufrir en la Iglesia una corrupción esencial gracias a la asistencia continua del Espíritu Santo que mantiene a la Iglesia indefectible, sin embargo se pueden deslizar en la Iglesia que es a la vez la Iglesia santa y la Iglesia de los pecadores, tradiciones humanas que recortan la única Tradición apostólica o subrayan desproporcionadamente aspectos concretos de ella, de modo que oculten el centro. La Iglesia necesita constantemente, por ello, también con respecto a las tradiciones que se encuentran en ella, la purificación, la penitencia y la renovación[50]. Los criterios para tal discernimiento de espíritus se derivan de la esencia de la Tradición:
— Porque es el mismo único Espíritu, el que actúa en toda la historia de la salvación, en la Escritura y en la Tradición, y en toda la vida de la Iglesia a través de los siglos, un criterio fundamental es la interna coherencia de la Tradición. Esta coherencia procede del centro de la revelación en Jesucristo. Jesucristo mismo es, por ello, el punto de unidad para la Tradición y sus múltiples formas; él es el criterio de discernimiento y de interpretación. Desde este centro tienen que verse e interpretarse Escritura y Tradición, y también las tradiciones concretas en su correspondencia recíproca.
— Porque la fe ha sido transmitida una vez para siempre (Jud 3), la Iglesia está permanentemente ligada a la herencia apostólica. La apostolicidad es, por ello, un criterio esencial. La Iglesia tiene que renovarse siempre de nuevo por una memoria viva de su comienzo e interpretar también los dogmas a la luz de este comienzo.
— La única fe apostólica que ha sido entregada a la Iglesia en su conjunto, toma forma en las múltiples tradiciones de las Iglesias locales. Un criterio esencial es la catolicidad, es decir, la concordancia dentro de la Comunión de la Iglesia. Una concordancia en una doctrina de fe que dura largo tiempo sin ser discutida, es un signo para conocer la apostolicidad de esta doctrina.
— La conexión de la Tradición con la Comunión de la Iglesia se manifiesta y actualiza, ante todo, en la celebración de la liturgia. Por eso, la lex orandi es, a la vez, la lex credendi[51]. La liturgia es el lugar teológico vivo y englobante de la fe no sólo en el sentido externo de que proposiciones litúrgicas y doctrinales tienen que estar en mutua correspondencia; la liturgia actualiza también el «misterio de la fe». La comunión en el cuerpo eucarístico del Señor sirve a la edificación y crecimiento del cuerpo eclesial del Señor, es decir, de la Comunión de la Iglesia (1 Cor 10, 17).
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3. Interpretación de los dogmas dentro de la Comunión de la Iglesia
La Iglesia es, en cierto modo, el sacramento, es decir, lugar, signo e instrumento de la Parádosis. Ella predica el Evangelio de los obras salvíficas de Dios (martyria), transmite la profesión de fe a los neófitos (Rom 6, 17), confiesa su fe durante la fracción del pan y la oración (Hech 2, 42) (leitourgia) y sirve a Jesucristo en los pobres, los perseguidos, los presos, los enfermos y los moribundos (cf. Mt 25) (diakonia). Los dogmas expresan la misma Tradición de fe de modo doctrinal. Por ello no deben separarse del contexto de la vida eclesial ni interpretarse como fórmulas puramente abstractas. El sentido de los dogmas y de su interpretación es mucho más soteriológico: deben proteger de error la Comunión de la Iglesia, curar las heridas del error y servir al crecimiento en una fe viva.
El servicio a la Parádosis y a su interpretación ha sido entregado a la Iglesia en su conjunto. Dentro de la Iglesia corresponde a los Obispos, por encontrarse en la sucesión de los Apóstoles[52], interpretar auténticamente la Tradición de la fe[53]. Pueden en comunión con el Obispo de Roma, al que incumbe, de modo especial, el servicio de la unidad, definir, de modo colegial, dogmas e interpretarlos auténticamente. Esto puede hacerse por la totalidad de los Obispos juntamente con el Papa y por el Papa solo, cabeza del colegio episcopal[54].
Dentro de la Iglesia corresponde también a testigos y maestros que están en comunión con los Obispos, la tarea de la interpretación de los dogmas. De especial importancia es el testimonio concorde de los Padres de la Iglesia (unanimis consensus patrum)[55], el testimonio de los mártires a causa de la fe y de los otros santos reconocidos (canonizados) por la Iglesia, especialmente de los santos Doctores de la Iglesia.
4. Al servicio del «consensus fidelium»
Un criterio esencial para el discernimiento de los espíritus es la edificación de la unidad del cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 4-11). Por eso, la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia se muestra también en la recepción mutua. La Sagrada Escritura y la Tradición entregan su sentido, sobre todo, cuando se realizan y actualizan en la liturgia. Se reciben plenamente por la comunidad de la Iglesia, cuando se celebran dentro del «misterio de la fe».
La interpretación de los dogmas es una forma de servicio al consensus fidelium, en el que el pueblo de Dios «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos [San Agustín] manifiesta su consentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres»[56]. Los dogmas y la interpretación de los dogmas deben fortalecer este consensus fidelium en la confesión de aquello que hemos oído desde el principio (1 Jn 2, 7 y 24).
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III. Dogma e interpretación actual
1. La necesidad de una interpretación actual
La tradición viva del pueblo de Dios que peregrina por la historia, no cesa en un determinado punto de esa historia; llega hasta el presente y continúa a través de él en el futuro. La definición de un dogma nunca es por ello sólo el final de un desarrollo, sino que es siempre también un nuevo comienzo. Una verdad de la fe, al hacerse dogma, entra definitivamente en la Parádosis que progresa. A la definición sigue la recepción, es decir, la apropiación viva de un dogma en el conjunto de la vida de la Iglesia y la penetración más profunda en la verdad testificada por él. El dogma no debe ser un recuerdo muerto del pasado; ha de ser fructuoso en la vida de la Iglesia. Por ello, un dogma no debe verse solamente en su significación de límite negativo; tiene que ser interpretado en el sentido positivo de que entrega la verdad.
Una tal interpretación actual de los dogmas tiene que tener en cuenta dos principios que, a primera vista, parecen contradictorios: la validez permanente de la verdad y la actualidad de la verdad. No es lícito renunciar a la tradición y traicionarla ni transmitir, con la apariencia de fidelidad, sólo una tradición congelada. Se trata de que de la memoria de la tradición surja esperanza para el presente y el futuro. Una proposición sólo puede tener una significación última para hoy, porque es verdadera y en la medida en que lo es. La validez permanente de la verdad y la actualidad para hoy se condicionan, por tanto, mutuamente. Sólo la verdad hace libres (Jn 8, 32).
2. Los principios directivos de la interpretación actual
Porque la interpretación actual representa una parte de la historia de la tradición y de los dogmas que continúa, está conducida y determinada por los mismos principios que ésta.
Ello significa, ante todo, que tal interpretación actual no es un proceso puramente intelectual, ni es solamente un proceso existencial o sociológico; tampoco consiste sólo en la definición más exacta de los conceptos concretos, en consecuencias lógicas o en meros cambios de formulaciones y en nuevas formulaciones. Está sugerida, sostenida y dirigida por la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia y en los corazones de los cristianos concretos. Tiene lugar a la luz de la fe; está impulsada por los carismas y por el testimonio de los santos, que el Espíritu de Dios otorga a la Iglesia en un tiempo determinado. A este conjunto pertenecen también el testimonio profético de movimientos espirituales y el conocimiento interno, que procede de una experiencia espiritual, de laicos que están llenos del Espíritu de Dios[57].
Como la Parádosis de la Iglesia en su conjunto, también la interpretación actual de los dogmas tiene lugar en toda la vida de la Iglesia y por medio de ella. Tiene lugar en la predicación y la catequesis, en la celebración de la liturgia, en la vida de oración, en la diaconía, en el testimonio cotidiano de los cristianos y también en la ordenación jurídica y disciplinar de la Iglesia. El testimonio profético de cristianos concretos o grupos tiene que ser mensurado por este criterio: si está en comunión, y hasta qué punto, con la vida de la Iglesia toda, o también si puede ser recibido o aceptado por ésta en un proceso que puede ser de larga duración, y a veces doloroso.
La fe y la inteligencia de la fe son también actos plena y completamente humanos, que toman a su servicio todas las fuerzas del hombre, su entendimiento y su voluntad y afectividad (cf. Mc 12, 30 y par.). La fe tiene que dar, ante todos los hombres, respuesta (apo-logía) a la cuestión acerca de la razón (logos) de la esperanza (1 Pe 3, 15). Por eso, son de gran importancia para la interpretación actual de los dogmas también el trabajo de la teología, el estudio histórico de las fuentes, como también el diálogo con las ciencias humanas y las de la cultura, la hermenéutica y lingüística, y la filosofía. Ellas pueden estimular y preparar el testimonio de la Iglesia y pueden traducirlo ante el foro de la razón. En ello han de estar ciertamente sobre el fundamento y bajo la norma de la predicación, de la doctrina y de la vida de la Iglesia.
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3. Validez permanente de las fórmulas dogmáticas
La cuestión de la interpretación actual se agudiza en el problema de la validez permanente de las fórmulas dogmáticas[58]. Sin duda, hay que distinguir el contenido permanente válido de los dogmas, de sus formas de expresión. El misterio de Cristo sobrepasa las posibilidades de expresión de cada época histórica y se sustrae, por ello, a cualquier sistematización exclusiva (cf. Ef 3, 8-10)[59]. En el encuentro con las diversas culturas y con los signos cambiantes de los tiempos, el Espíritu Santo hace constantemente presente el misterio de Cristo en su novedad.
Sin embargo, contenido y forma de expresión no se pueden separar netamente. El sistema de símbolos del lenguaje no es sólo un revestimiento externo, sino en cierta medida la encarnación de una verdad. Esto, sobre el trasfondo de la Encarnación de la Palabra eterna, vale especialmente de la proclamación de fe de la Iglesia. Ésta toma, por exigencia de su esencia, una forma concreta formulable, que como expresión simbólico-real del contenido de la fe contiene y hace presente lo que indica. Sus imágenes y conceptos no son, por ello, intercambiables según el propio arbitrio.
El estudio de la historia del dogma muestra con claridad que la Iglesia no ha hecho simplemente suya una conceptualización ya previamente dada; más bien, ha sometido a un proceso de purificación y de transformación o renovación, conceptos previos que generalmente procedían del lenguaje normal culto y así ha creado el lenguaje adecuado a su mensaje. Piénsese, por ejemplo, en la distinción entre esencia (o naturaleza) e hipóstasis, y en la elaboración del concepto de persona que, de este modo, no existía previamente en la filosofía griega, sino que ha sido el resultado de la reflexión sobre la realidad del misterio cristiano de la salvación y sobre el lenguaje bíblico.
Por ello, el lenguaje dogmático de la Iglesia en parte ha surgido de la discusión con ciertos sistemas filosóficos, pero no está ligado a un determinado sistema filosófico; más bien, la Iglesia se ha creado su propio lenguaje en un proceso por el que la fe se hace palabra y ha expresado así con la palabra realidades que anteriormente no se percibían y que precisamente por esta palabra pertenecen a la Parádosis de la Iglesia y, por ella, a la herencia histórica de la humanidad.
Como comunión de fe, la Iglesia es una comunión en la palabra de la confesión. Por ello, pertenece a la unidad de la Iglesia tanto diacrónica como sincrónicamente también la unidad en las palabras fundamentales de la fe que no son revisables, si no se quiere perder de vista la «cosa» expresada en ellas, y que, sin embargo, en una multiplicidad de modos de predicación hay que intentar asimilar siempre de nuevo y explicar en una ulterior profundización. Especialmente la aclimatación del cristianismo en otras culturas puede ser ocasión y obligar a ello. Sin embargo, la verdad revelada «permanece siempre la misma, no sólo en su sustancia, sino también en sus enunciados fundamentales»[60].
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4. Criterios para la interpretación actual
Para este proceso de la Parádosis que continúa en el presente, valen todos los criterios que ya se han desarrollado en los capítulos precedentes. Ante todo, es fundamental que se mantenga el «eje cristológico» de modo que Jesucristo siga siendo punto de partida, centro y medida de toda interpretación. Para garantizar esto es importante el criterio del origen, es decir, de la apostolicidad, y también el criterio de la comunión (koinonía), o sea, de la catolicidad[61].
Para la interpretación actual juega un papel importante, además de los dos criterios ya tratados, también el «criterio antropológico». Con ello, como es obvio, no quiere decirse que el hombre, determinadas necesidades, intereses o incluso manifestaciones de la moda puedan ser medida de la fe o de la interpretación de los dogmas. Esto está ya excluido porque el hombre es, en último término, para sí mismo una cuestión no resuelta, para la que sólo Dios es la respuesta plena[62]. Sólo en Jesucristo se hace claro el misterio; en él, el hombre nuevo, ha manifestado Dios plenamente el hombre al hombre y le ha descubierto su más alta vocación[63]. De este modo, el hombre no es la medida, sino el punto de referencia de la interpretación de la fe, y también de los dogmas[64].
Ya el Concilio Vaticano I enseñó que una más profunda inteligencia de los misterios de la fe es posible, si se los considera en su analogía con el conocimiento natural y se los pone en relación con el fin último del hombre[65]. El Vaticano II habla de los «signos de los tiempos» que, por una parte, tienen que ser interpretados desde la fe, pero, por otra, pueden suscitar también una inteligencia más profunda de la fe trasmitida[66]. La Iglesia quiere así a la luz de Cristo iluminar el misterio del hombre y colaborar para encontrar una solución a las más apremiantes cuestiones de este tiempo[67].
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5. Siete criterios según J.H. Newman
J.H. Newman ha desarrollado una criteriología del progreso de los dogmas que prolonga y completa lo dicho hasta aquí, y que, de modo análogo, se puede aplicar a la interpretación de los dogmas más profundizada y actualizante. Newman enumera siete principios o criterios:
1. Permanencia del tipo, es decir, de la forma fundamental, de las proporciones y relaciones de las partes y aspectos del todo. Cuando permanece la estructura de conjunto, puede seguir manteniéndose el tipo, incluso si se cambian conceptos concretos; sin embargo la estructura de conjunto puede también corromperse, cuando permanecen los mismos conceptos, pero en un contexto completamente distinto o insertados en un sistema diverso de coordenadas.
2. Continuidad de los principios. Las diversas doctrinas representan principios que cada vez están más profundos, aunque a veces sólo se los conoce posteriormente. Una misma doctrina puede ser interpretada de modos diversos y conducir a consecuencias opuestas, cuando se la separa del principio que la sustenta. La continuidad de los principios es, por tanto, un criterio para discernir entre un desarrollo correcto y otro falso.
3. Poder de asimilación. Una idea que es viva, manifiesta su fuerza cuando se muestra capaz de penetrar la realidad, de asimilar otras ideas, de estimular el pensamiento y de desarrollarse sin perder su unidad interna. Esta fuerza de integración es un criterio de desarrollo legítimo.
4. Consecuencia lógica. El desarrollo dogmático es un proceso vital demasiado amplio para poder ser entendido meramente como explicación y deducción lógica a partir de premisas previas. Sin embargo, tiene que legitimarse posteriormente como lógicamente coherente. A la inversa, se puede juzgar un desarrollo por sus consecuencias y reconocerlo como legítimo o ilegítimo por sus frutos.
5. Anticipación del futuro. Tendencias que sólo más tarde se imponen y tienen repercusión, pueden hacerse notar ya mucho antes de modo aislado y poco nítido. Tales anticipaciones son signo de que la evolución posterior concuerda con la idea primitiva.
6. Influjo conservador sobre el pasado. Un desarrollo es una corrupción, si contradice a la doctrina primitiva o a desarrollos anteriores. Un verdadero desarrollo mantiene y conserva los desarrollos previos.
7. Fuerza vital duradera. Una corrupción conduce a la disolución y no puede tener una larga permanencia; por el contrario, una fuerza vital duradera es un criterio a favor de que un desarrollo es fiel.
6. La importancia del magisterio para la interpretación actual
Los criterios formulados hasta ahora serían incompletos, si no recordáramos, para terminar, la función del magisterio eclesiástico, al que ha sido confiada la interpretación auténtica de la palabra de Dios en la Escritura y la Tradición y que ejercita su potestad en nombre de Jesucristo con la asistencia del Espíritu Santo[68]. Su tarea no consiste solamente en ratificar conclusivamente, a semejanza de un notario, el proceso de interpretación en la Iglesia; debe también estimularlo, acompañarlo, dirigirlo y, a medida que llega a una conclusión positiva, prestarle con la confirmación oficial, autoridad objetiva y universalmente obligatoria y dar así a los cristianos concretos, orientación y certeza en la confusión intrincada de voces y en la inacabable discusión teológica. Esto puede tener lugar de modos muy variados y con diversos grados de obligatoriedad, comenzando por la predicación cotidiana, la advertencia o el aliento, hasta las declaraciones doctrinales auténticas e incluso infalibles.
«Ante presentaciones de la doctrina gravemente ambiguas e incluso incompatibles con la fe de la Iglesia, ésta tiene la posibilidad de discernir el error y el deber de excluirlo, llegando incluso al rechazo formal de la herejía, como remedio extremo para salvaguardar la fe del pueblo de Dios»[69]. «Un cristianismo que sencillamente ya no pudiera decir lo que es y lo que no es, por dónde pasan sus fronteras, no tendría ya nada que decir»[70]. La función apostólica del anatema es también hoy un derecho del magisterio eclesiástico y puede llegar a ser una obligación suya.
Toda interpretación de los dogmas tiene que servir al único objetivo de convertir las letras del dogma en «espíritu y vida» en la Iglesia y en los fieles concretos. De este modo, de la memoria de la Tradición de la Iglesia brotará esperanza en cada momento actual, y en la multiplicidad de situaciones humanas, culturales, raciales, económicas y políticas se fortalecerá y fomentará la unidad y catolicidad de la fe como signo e instrumento de la unidad y de la paz en el mundo. Se trata, por ello, de que los hombres en el conocimiento del único verdadero Dios y de su Hijo Jesucristo tengan la vida eterna (Jn 17, 3).
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Este documento de la Comisión Teológica Internacional fue preparado por una subcomisión bajo al dirección de Mons. Walter Kasper, entonces profesor en la Universidad de Tubinga y ahora obispo de la Diócesis de Rottenburg-Stuttgart. A ella pertenecieron los profesores J. Ambaum, G. Colombo, J. Corbon, J. Gnilka, A.-J. Léonard, St. Nagy, H. Noronha Galvo, C. Peter, Chr. Schönborn, F. Wilfred. El texto fue discutido durante la sesión plenaria del 3 al 8 de octubre de 1988 y aprobado in forma specifica por una gran mayoría en la sesión plenaria de 1989. Según los estatutos de la Comisión Teológica Internacional, se publica aquí con la aprobación del cardenal Joseph Ratzinger, presidente de la Comisión.
[1] Testo oficial latino en Commisssio Theologica Internationalis, De interpretatione dogmatum: Gregorianum 72 (1991) 5-37.
[2] Cf. Comisión Teológica Internacional, Promoción humana y salvación cristiana (1976).
[3] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 4: AAS 58 (1966) 818-819.
[4] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 4: AAS 58 (1966) 819.
[5] Concilio de Nicea, Acción VII, Definición sobre las sagradas imágenes: DS 600; 602s; Id., Acción VIII, Sobre […] la tradición eclesiástica: DS 609.
[6] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre los libros sagrados y sobre la aceptación de las tradiciones: DS 1501; Id., Ses. 4.ª, Decreto sobre la edición vulgata de la Biblia y sobre el modo de interpretar la Sagrada Escritura: DS 1507.
[7] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.2: DS 3007.
[8] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3020; ibid., canon 3: DS 3043.
[9] Concilio Vaticano I, Const. Dogmática Pastor aeternuns, c.4: DS 3074.
[10] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.3: DS 3008.
[11] Santo Oficio, Decreto Lamentabili: DS 3420-34-26; 3458-3466; San Pío X, Enc. Pascendi: DS 3483.
[12] DS 3881-3883.
[13] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16.
[14] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[15] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8 y 10: AAS 58 (1966) 820-821 y 822.
[16] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30.
[17] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 29. Cf. Id., Decreto Christus Dominus, 12-14: AAS 58 (1966) 678-679.
[18] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 62: AAS 58 (1966) 1083. Cf. Juan XXIII, Alocución inaugural del Concilio Vaticano II: AAS 54 (1962) 792.
[19] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, 5: AAS 65 (1973) 402-404.
[20] Juan Pablo II, Carta dada «motu proprio» Ecclesia Dei, 4: AAS 80 (1988) 1496-1498.
[21] Véase sobre ello más adelante C, III, 3.
[22] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius c.3: DS 3011
[23] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre la recepción de los libros sagrados y de las tradiciones: DS 1501; Concilio Vaticano I, Const. dogmática Pastor aeternus, c.4: DS 3074 («fides et mores»); Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 25 («fidem credendam et moribus applicandam»).
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[24] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30 («tantum patet quantum divinae Revelationis patet depositum, sancte custodiendum et fideliter exponendum»).
[25] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14: AAS 58 (1966) 940.
[26] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30.
[27] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[28] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 930.
[29] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[30] Concilio Vaticano I, Const. Dogmática Dei Filius, c.4: DS 3016.
[31] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 29-31.
[32] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[33] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3016.
[34] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 11: AAS 57 (1965) 99.
[35] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 2: AAS 58 (1966) 818.
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[36] «Actus credentis non terminator ad enuntiabile, sed ad rem». Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q.1, a.2, ad 2: Ed. Leon. 8, 11.
[37] «Articulus fidei est perceptio divinae veritatis tendens in ipsam». Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q.1, a.6, sed contra: Ed. Leon. 8, 18, quien atribuye la frase a san Isidoro.
[38] Concilio IV de Letrán, c.2, Sobre el error del abad Joaquín: DS 806
[39] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre los libros sagrados y sobre la aceptación de las tradiciones: DS 1502-1504; Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.2: DS 3006; canon 4: DS 3029.
[40] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 21: AAS 58 (1966) 827.
[41] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 24: AAS 58 (1966) 828-829; Id., Decreto Optatam totius, 16: AAS 58 (1966) 723.
[42] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[43] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 10: AAS 58 (1966) 822.
[44] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[45] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre los libros sagrados y sobre la aceptación de las tradiciones: DS 1501.
[46] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 7: AAS 58 (1966) 820.
[47] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
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[48] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 9s.: AAS 58 (1966) 821. Véase aquí más arriba B, I, 1 y C, I, 2.
[49] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16; cf. ibid., 35: AAS 57 (1965) 40.
[50] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[51] Indiculus, c.8: DS 246.
[52] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 20: AAS 57 (1965) 23-24.
[53] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 10: AAS 58 (1966) 822.
[54] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30-31.
[55] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre la edición vulgata de la Biblia y sobre el modo de interpretar la Sagrada Escritura: DS 1507; Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.2: DS 3007.
[56] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16. El texto aludido es san Agustín, De praedestinatione sanctorum, 14, 27: PL 44, 980.
[57] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[58] Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), 10-12.
[59] Cf. Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico, 4.
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[60] Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), 12.
[61] Véase más arriba C, II, 2.
[62] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 21: AAS 58 (1966) 1041.
[63] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
[64] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, S 71 (1979) 284-286.
[65] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3016.
[66] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 3s.: AAS 58 (1966) 1026-1028; ibid., 10s.: AAS 58 (1966) 1032-1034; ibid., 22: AAS 58 (1966) 1042-104; ibid., 40: AAS 58 (1966) 1057-1059; ibid., 42s: AAS 58 (1966) 1060-1064; ibid., 44: AAS 58 (1966) 1064-1065; ibid., 62: AAS 58 (1966) 1082-1084, etc.
[67] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 10: AAS 58 (1966) 1033.
[68] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 10: AAS 58 (1966) 822.
[69] Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), 8.
[70] J. Ratzinger, Las dimensiones del problema, en Comisión Teológica Internacional, El pluralismo teológico (Madrid, BAC, 1976) 49
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