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LA ORACION DEL PUEBLO DE DIOS: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 20/10/2022 23:38 |
LA INTERPRETACIÓN DE LOS DOGMAS[1]
(1989)
1. Presentación, por Mons. Ph. Delhaye
1. El problema tal y como se plantea 2. El trabajo de la Comisión Teológica Internacional 3. Las líneas de fuerza del documento
2. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica internacional
A) ESTADO DE LA CUESTIÓN
I. El planteamiento filosófico del problema en general
1. El problema fundamental de la interpretación 2. Doble actualidad del problema 3. Diversos tipos de hermenéutica 4. La cuestión fundamental: la verdad en la historia
II. El planteamiento teológico actual del problema
1. Un problema parcial de la evangelización y de la nueva evangelización 2. Planteamientos insuficientes de solución en la teología hermenéutica 3. Razón y límites de los nuevos planteamientos en el horizonte de la teoría y de la praxis
B) FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS
I. Fundamentos bíblicos
1. Tradición e interpretación en la Escritura 2. Perspectivas de la hermenéutica en la Escritura 3. Fórmulas bíblicas de confesión de fe
II. Afirmaciones y praxis del magisterio eclesiástico
1. Afirmaciones magisteriales sobre la interpretación de los dogmas 2. La doctrina del Concilio Vaticano II 3. Cualificaciones teológicas 4. La práctica del magisterio
III. Reflexiones fundamentales sistemáticas y teológicas
1. El dogma dentro de la Parádosis de la Iglesia 2. La doctrina de la Iglesia (dogma en sentido amplio) 3. Dogmas en sentido estricto 4. El sentido teologal de los dogmas
C) CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN
I. Dogma y Sagrada Escritura
1. La importancia fundamental de la Sagrada Escritura 2. Crisis y resultados positivos como consecuencia de la exégesis moderna 3. La doctrina del Concilio Vaticano II sobre la interpretación de la Escritura 4. El centro cristológico de la Escritura como criterio
II. El dogma en la Tradición y en la Comunión de la Iglesia
1. La conexión estrecha de Escritura, Tradición y Comunión de la Iglesia 2. La única Tradición y las muchas tradiciones 3. Interpretación de los dogmas dentro de la Comunión de la Iglesia
III. Dogma e interpretación actual
1. La necesidad de una interpretación actual 2. Los principios directivos de la interpretación actual 3. Validez permanente de las fórmulas dogmáticas 4. Criterios para la interpretación actual 5. Siete criterios según J.H. Newman 6. La importancia del magisterio para la interpretación actual
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1. Presentación, por Mons. Ph. Delhaye
1. El problema tal y como se plantea
Si para el hombre la interpretación de su ser, de la historia y del mundo ha sido siempre un problema importante, en nuestra época nos encontramos frente a una nueva dimensión de la interpretación, es decir, la del círculo hermenéutico: el hombre concreto que es cada uno de nosotros, no trata nunca con lo real en una objetividad pura; lo real existe siempre en un determinado contexto histórico y cultural. Ahora bien, esta cuestión de las relaciones entre el sujeto y el objeto es estudiada por la hermenéutica, que, tanto la positivista como la antropocéntrica, tiene el riesgo de pasar de un desconocimiento de la subjetividad humana a un subjetivismo acentuado. Ciertas corrientes de la teología contemporánea que se sitúan dentro del movimiento hermenéutico, concentran su atención sobre el problema del sentido de los dogmas, dejando completamente en la sombra la cuestión de su verdad inmutable. Así la teología de la liberación y la teología feminista radical colocan la interpretación de la fe en el plano de factores socio-económicos y culturales. El progreso social y la emancipación de la mujer se convierten entonces en criterios que deciden el sentido de los dogmas.
La importancia y la actualidad del problema de la hermenéutica ha llevado a la Comisión Teológica Internacional a estudiarlo para extraer los datos centrales de la interpretación de los dogmas, tal como la concibe la teología católica.
2. El trabajo de la Comisión Teológica Internacional
Como sucedió con ciertos temas que la Comisión Teológica Internacional ha examinado en los quinquenios anteriores, la cuestión de la interpretación de los dogmas ha sido planteada a la Comisión por diversas instancias al comienzo del cuarto quinquenio. El Profesor Walter Kasper que enseñaba entonces en la Universidad de Tubinga, fue designado presidente de la subcomisión que debía estudiar la cuestión y preparar los debates de una futura sesión plenaria. De acuerdo con el cardenal J. Ratzinger, se formó esta subcomisión, en la que cada uno de sus miembros debía elaborar una comunicación sobre un punto preciso de la cuestión. Él mismo redactó la relación titulada: «¿Qué es un dogma? Reflexiones históricas y sistemáticas», y después las redacciones sucesivas del esquema que se ha convertido en el documento que hoy publicamos. Las otras relaciones preparatorias de la subcomisión tratan los siguientes temas: «La interpretación de los dogmas según el magisterio de la Iglesia, de Trento al Vaticano II» (Prof. J. Ambaum); «El estado de la cuestión de la interpretación de los dogmas» (Prof. G. Colombo); «El dogma en la tradición y en la comunión de la Iglesia» (Prof. J. Corbon); «Tesis de un exegeta del Nuevo Testamento sobre la interpretación correcta de los dogmas» (Prof. J. Gnilka); «La hermenéutica moderna, su alcance filosófico y sus repercusiones teológicas» (Prof. A.-J. Léonard); «Problemática actual de la interpretación legítima del dogma» (St. Nagy); «Hermenéutica de la fe en la teología de la liberación» (Prof. H. Noronha Galvo); «La unidad y la pluralidad de la fe» (Prof. C. Peter); «Dogma y vida espiritual» (Prof. Chr. Schönborn); «Dogma e inculturación» (Prof. F. Wilfred).
Durante la sesión plenaria de 1988, los miembros de la subcomisión han presentado sus comunicaciones respectivas, y las discusiones han tenido lugar a lo largo de toda una semana. A partir de los debates y de las sugerencias enviadas por escrito, el Prof. Kasper, asistido por la subcomisión, ha elaborado un proyecto de texto que fue corregido en varias ocasiones, y finalmente aprobado con amplia mayoría por la Comisión en forma específica en la sesión plenaria de octubre de 1989.
3. Las líneas de fuerza del documento
En una primera parte, el texto subraya la importancia de la historia, es decir, de la tradición, para la comprensión del dogma. En el mundo occidental de hoy se ha llegado a una supervaloración del presente que llega a considerar el pasado como una alienación. Una cierta hermenéutica busca superar la distancia que nos separa del pasado, y se presenta bajo formas diversas, frecuentemente reductivas. Es necesario ir más allá que ellas para llegar a una hermenéutica metafísica que se funda en el hecho de que la verdad se manifiesta en la inteligencia humana y por medio de ella. ¿Cuál es entonces la relación entre verdad e historia? A pesar de todas las determinaciones de nuestro pensamiento, presuponemos que existe una verdad absoluta. Existen verdades universales que siempre conservan su valor.
Por lo que se refiere al problema teológico de la interpretación, la Iglesia parte del presupuesto de que la verdad revelada, enseñada por ella, es universalmente válida e inmutable en su sustancia. Sin embargo, se presentan dificultades cuando se trata de trasmitir los dogmas a los hombres que viven en la atmósfera de otras culturas, por ejemplo, la cultura africana o asiática. ¿Cómo «interpretar» entonces la fe? Algunos dan respuestas radicales: hay que reinterpretar la fe en el cuadro del marxismo; o también una cierta idea de la emancipación se convierte en la clave para la lectura de la Biblia.
La segunda parte del documento muestra cómo la Iglesia, llena del Espíritu Santo, testifica la revelación. La historia de los dogmas pone en claro el proceso ininterrumpido de la tradición. El texto evoca después las declaraciones del magisterio a propósito de la interpretación de los dogmas (Trento, Vaticano I, San Pío X, Pío XII, Pablo VI) para detenerse más ampliamente en la doctrina del Vaticano II. Se subraya la importancia de las cualificaciones teológicas. Existe también la práctica del magisterio que frente a nuevos desarrollos interpreta ciertas posiciones anteriores (por ejemplo, la que se refiere a la libertad religiosa).
Al presentar una reflexión sistemática sobre el dogma en el interior de la Parádosis, el documento explica cómo la Tradición da un significado más profundo a las palabras y a las imágenes del lenguaje humano, cuando se sirve de ellas para expresar la fe. A lo largo de la historia, la Iglesia no añade nada nuevo al Evangelio, sino que anuncia a Cristo de una manera nueva. El lugar de los dogmas en esta evangelización, así como su significación teológica, deben comprenderse en este sentido.
El uso y la interpretación de la Sagrada Escritura se examinan en una tercera sección del texto bajo el título: «Criterios de interpretación». El documento subraya la unidad de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la Comunión de la Iglesia para mantener una interpretación de los dogmas en el interior de la Iglesia. La necesidad de una interpretación actual no es dudosa. Se trata de extraer los principios directores. El documento pone de relieve el valor permanente de las fórmulas dogmáticas, ofreciendo, sin embargo, sugerencias para la renovación de su interpretación. Los criterios propuestos por J.H. Newman para juzgar sobre el desarrollo de los dogmas pueden ayudar para ello. Llegado a este punto, el documento recuerda oportunamente la función del magisterio de la Iglesia, al que ha sido confiada la interpretación auténtica de la Palabra de Dios. En efecto, lo que está en juego en toda interpretación válida, es que los hombres tengan la vida eterna.
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2. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional[*]
A) ESTADO DE LA CUESTIÓN
I. El planteamiento filosófico del problema en general
1. El problema fundamental de la interpretación
El problema de la interpretación es un problema del hombre desde los orígenes, pues nos interesa, en cuanto hombres, entender el mundo en que nos encontramos y con ello entendernos también a nosotros mismos. En esta cuestión sobre la verdad de la realidad no empezamos nunca desde el punto cero. La realidad que hay que entender, nos sale más bien al encuentro concretamente al explicarla en el sistema de símbolos de cada cultura, que se manifiesta especialmente en el lenguaje. El entender humano está, por ello, situado histórica y comunitariamente. Pertenece así siempre a la interpretación también la apropiación de testimonios previos de la tradición.
La conexión entre interpretación y tradición manifiesta claramente que hay que liberarse de un realismo ingenuo. En nuestro conocimiento no actuamos nunca con la realidad desnuda en sí, sino siempre con la realidad en el contexto vivo cultural del hombre, con su interpretación por la tradición y su apropiación actual.
El problema fundamental de la interpretación puede por ello formularse de esta manera: ¿Cómo podemos tomar en serio el círculo hermenéutico entre sujeto y objeto sin caer con ello en un relativismo, en el que sólo se dan interpretaciones de interpretaciones, que conducen, de nuevo, a interpretaciones constantemente nuevas? ¿Se da —no fuera, sino dentro del proceso histórico de interpretación— una verdad en sí? ¿Se dan proposiciones que tienen que ser afirmadas o negadas en todas las culturas y en todas las situaciones históricas?
2. Doble actualidad del problema
Hoy el problema de la interpretación se plantea de modo agudo. A causa de los radicales cambios culturales se ha hecho mayor la distancia entre los testimonios de la tradición y nuestra actual situación cultural. Esto ha llevado, sobre todo en el mundo occidental, a un fuerte cambio de actitud con respecto a las verdades, valores y actitudes tradicionales, a una revalorización unilateral de lo actual frente a lo tradicional y a una estima exclusivista de lo actual como criterio de pensamiento y de actuación. Además, en la filosofía actual se ha hecho dominante, sobre todo por obra de Marx, Nietzsche y Freud, una hermenéutica de la sospecha, que no considera ya a la tradición como medio que trasmite la realidad originaria al presente, sino que la percibe como alienación y opresión. Sin embargo, sin una memoria creadora de la tradición, el hombre se entrega al nihilismo. Por ello, la crisis mundial presente de la tradición representa uno de los retos espirituales más fundamentales.
Junto a la crisis de la tradición se ha llegado actualmente a un encuentro universal de las diversas culturas y de sus diversas tradiciones. Por ello, el problema de la interpretación se nos plantea hoy no sólo como problema de conexión del pasado con el presente, sino también como tarea de conexión entre las diversas tradiciones culturales. Una tal hermenéutica que transcienda las culturas, se ha hecho actualmente incluso una condición de supervivencia de la humanidad en paz y libertad.
3. Diversos tipos de hermenéutica
Se pueden distinguir diversos tipos de hermenéutica:
La hermenéutica de orientación positivista sitúa el polo objetivo en el primer plano. Ha contribuido mucho a un mejor conocimiento de la realidad. Pero ve unilateralmente el conocimiento humano como función de las condiciones naturales, biológicas, psicológicas, históricas y socio-económicas, y desconoce con ello la importancia de la subjetividad humana en el proceso cognoscitivo.
La hermenéutica de orientación antropocéntrica subsana esta carencia. Pero para ella el polo subjetivo es unilateralmente decisivo. Así se recorta el conocimiento de la realidad al conocimiento de su importancia para la subjetividad humana; la cuestión de la verdad de la realidad se reduce, por tanto, a la cuestión de su sentido para el hombre.
La hermenéutica cultural entiende la realidad mediante sus realizaciones objetivas culturales en instituciones, costumbres y usos humanos, especialmente en el lenguaje en virtud de la comprensión subjetiva de sí mismo y del mundo que está impresa en cada cultura y su sistema de valores. Con toda la importancia de este planteamiento queda la cuestión de los valores transculturales y de la verdad de lo humano, que une a los hombres a través de todas las diversidades culturales.
A diferencia de las formas más o menos reduccionistas tratadas hasta ahora, la hermenéutica metafísica se plantea la cuestión de la verdad de la realidad misma. Parte de que la verdad se revela en la razón humana y por la razón humana, de manera que la verdad de la realidad misma brilla en la luz de la razón humana. Sin embargo, puesto que la realidad es siempre mayor y más profunda que todas las representaciones e ideas que tenemos de ella, se sigue, siempre de nuevo, la necesidad de una nueva interpretación crítica y profundizadora de cada tradición cultural.
La tarea fundamental ante la que estamos, consiste, por tanto, en intentar llegar, en el encuentro y discusión con la hermenéutica moderna, con las ciencias humanas y con las ciencias de la cultura, a una renovación creadora de la metafísica y de su búsqueda de la verdad de la realidad. El problema fundamental que se plantea con ello, es la relación entre verdad e historia.
4. La cuestión fundamental: la verdad en la historia
Por lo que se refiere a la relación entre verdad e historia, ya ha aparecido claramente que en principio no se da ningún conocimiento humano que carezca simplemente de presupuestos; más bien todo conocimiento y elocución humanos están determinados por una estructura de pre-cognición y pre-juicio. Sin embargo, en el conocer, hablar y actuar humanos, históricamente condicionados, tiene lugar cada vez una anticipación de algo último, incondicionado y absoluto. Ya en toda búsqueda e investigación de la verdad presuponemos siempre la verdad y también determinadas verdades fundamentales (como el principio de contradicción). De esta manera, siempre, ya antecedentemente, nos ilumina la verdad, es decir, resplandece para nosotros con evidencia objetiva en nuestra razón la realidad misma. Ya en la antigua Estoa, las aludidas pre-afirmaciones y presupuestos se designaban como dogmas. Por ello se puede hablar —en un sentido que debe entenderse todavía de modo muy general— de una estructura fundamental dogmática del hombre.
Puesto que nuestro conocer, pensar y querer están siempre determinados socialmente por cada cultura, ante todo por el lenguaje, la estructura fundamental dogmática afecta no sólo al individuo, sino también a la sociedad humana. Ninguna sociedad puede subsistir a la larga sin convicciones fundamentales y valores fundamentales comunes, que dan fisonomía a su cultura y la sostienen. La unidad y la comprensión mutua y la vida común pacífica en la humanidad, y el reconocimiento mutuo de la misma dignidad humana presuponen además que, dentro de todas las diferencias muy hondas de las culturas, se da algo humano común a todos los hombres, y con ello una verdad común a todos ellos. Esta persuasión alcanza hoy su expresión, ante todo, en los derechos humanos universales e inalienables.
Esa verdad, universal con respecto al espacio y al tiempo, y, por ello, universalmente válida se reconoce, en cuanto tal, ciertamente sólo en determinadas situaciones y discusiones históricas, especialmente en el encuentro de las culturas. Sin embargo, hay que distinguir estas contingentes condiciones de conocimiento y conexiones para hacer hallazgos, de la pretensión incondicionada de validez de la misma verdad conocida. La verdad misma según su esencia sólo puede ser la verdad una y, por ello, universal. Lo que ha sido conocido una vez como verdad, tiene, por ello, que ser reconocido como verdadero de modo permanentemente válido. La Iglesia puede en su anuncio del único evangelio, revelado históricamente y, sin embargo, válido para todos los pueblos y tiempos, partir de esta esencia histórica y, a la vez, universalmente abierta de la razón humana; puede purificarla y conducirla a su más profundo cumplimiento.
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II. El planteamiento teológico actual del problema
1. Un problema parcial de la evangelización y de la nueva evangelización
La teología católica parte de la persuasión de fe, de que la Parádosis de la Iglesia y los dogmas de la Iglesia trasmitidos en ella expresan la verdad revelada por Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento de modo válido, y de que la verdad de la revelación trasmitida en la Parádosis de la Iglesia es universalmente válida e inmutable en su sustancia.
Esta persuasión, por lo que se refiere a los dogmas, se puso ya en cuestión en la Reforma del siglo XVI. De un modo esencialmente más agudo y con presupuestos totalmente diversos entró completamente en crisis como consecuencia de la moderna Ilustración y del proceso moderno de libertad. Modernamente se ha criticado, de antemano, al pensamiento dogmático como dogmatismo y, consecuentemente, se lo ha rechazado. En la cultura moderna secularizada, a diferencia de la cultura occidental de los siglos pasados sustancialmente con sello cristiano, el lenguaje dogmático tradicional de la Iglesia, también a muchos cristianos, no parece ya sin más inteligible o parece haberse vuelto completamente equívoco; muchos lo consideran incluso como una barrera para la trasmisión viva de la fe.
Este problema se agudiza, cuando la Iglesia con sus dogmas, que, considerados de un modo meramente histórico, han surgido en el contexto de la cultura greco-romana occidental, intenta aclimatarse en las diversas culturas de África y Asia. Esto exige más que una mera traducción de los dogmas; para llegar a una inculturación, el sentido originario del dogma tiene que ser llevado a una nueva inteligencia en otro contexto cultural. El problema de la interpretación de los dogmas se convierte así hoy en un problema universal de la evangelización o de la nueva evangelización.
2. Planteamientos insuficientes de solución en la teología hermenéutica
Ya la teología modernista, al comienzo de nuestro siglo, quiso plantearse este problema. Sin embargo, sus intentos de solución resultaron insatisfactorios, entre otros motivos, a causa de su insuficiente modo de entender la revelación y de su concepción pragmática del dogma.
La teología actual orientada hermenéuticamente intenta franquear el abismo entre la tradición dogmática y el pensamiento moderno preguntando por el sentido o la significación del dogma para nosotros hoy. Pero con ello se separa la formula dogmática concreta del conjunto de la Parádosis y se la aísla de la fe vivida en la Iglesia; de este modo, el dogma es hipostasiado completamente. Además, al preguntarse por la significación práctica, existencial o social del dogma, se pierde la cuestión de su verdad.
Esta dificultad surge también cuando se entiende el dogma de modo meramente convencional, es decir, cuando se lo considera solamente en su función de reglamentación eclesiástica del modo de hablar, necesaria para la unidad, pero fundamentalmente provisoria y superable, sin verlo ulteriormente en su función de trasmisión vinculante de la verdad de la revelación.
3. Razón y límites de los nuevos planteamientos en el horizonte de la teoría y la praxis
El problema de la hermenéutica de los dogmas se plantea para la teología de la liberación sobre el trasfondo de la pobreza, la miseria, la situación de opresión social y política que dominan en muchas partes del tercer mundo, como cuestión sobre la relación entre la teoría y la praxis. Con ello se aborda un aspecto importante de la concepción bíblica de la verdad, según la cual se trata de hacer la verdad (Jn 3, 21). Sin duda, existe una teología de la liberación integral, conforme al evangelio y eclesialmente legítima, que parte de la prioridad de la misión espiritual de la Iglesia, pero, a la vez, tiene en cuenta sus presupuestos y consecuencias sociales[2].
Por el contrario, en la teología radical de la liberación se entiende la liberación económica, social y política como premisa que lo determina todo, y la relación de la teoría y la praxis en un sentido marxista y materialista. Con ello desaparece el mensaje sobre la gracia y sobre el fin escatológico de la vida y el mundo. La fe y las fórmulas dogmáticas de la fe dejan de verse en su propio contenido de verdad, para ser ya interpretadas, en nombre de la realidad socio-económica que en este modo de ver es la única decisiva, sólo en su función como motor de la liberación política revolucionaria.
También se presentan hoy otras hermenéuticas que dentro de muchas diversidades tienen en común que desplazan el centro hermenéutico, de la verdad del ser o de la revelación como fuente de sentido, a un elemento en sí legítimo, pero particular, que se convierte después en centro y criterio del todo. Esto vale, por ejemplo, también de la teología feminista radical, en la cual —y es legítimo e importante mostrarlo— los testimonios de la revelación ya no son fundamento y norma para exponer la dignidad de la mujer; más bien una determinada comprensión de la emancipación se convierte en la clave hermenéutica única y últimamente válida para la interpretación tanto de la Escritura como de la Tradición.
De este modo, la cuestión de la interpretación de los dogmas nos coloca ante las cuestiones fundamentales de la teología. En el trasfondo está últimamente la cuestión de la comprensión teológica de la verdad y de la realidad. También en una visión teológica, esta cuestión se agudiza en la relación entre verdad válida universal y permanentemente por un lado, e historicidad de los dogmas por otro. Con ello se trata concretamente de la cuestión de cómo puede la Iglesia trasmitir hoy su doctrina vinculante de fe de manera que de la memoria de la tradición surja esperanza para el presente y el futuro. Ante las diversas situaciones socio-culturales en las que la Iglesia vive hoy, se trata además de la cuestión de la unidad y multiplicidad en la exposición dogmática de la verdad y la realidad de la revelación.
B) FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS
I. Fundamentos bíblicos
1. Tradición e interpretación en la Escritura
La revelación atestiguada en la Sagrada Escritura tiene lugar por palabras y hechos en la historia de Dios con los hombres. El Antiguo Testamento es un proceso de una interpretación constantemente nueva y de una constante relectura; sólo en Jesucristo encuentra su interpretación escatológicamente definitiva. Pues la revelación, preparada en el Antiguo Testamento, encuentra, en la plenitud de los tiempos, su cumplimiento en Jesucristo (Hebr 1, 1-3; cf. Gál 4, 4; Ef 1, 10; Mc 1, 15). Como Palabra de Dios hecha hombre, Jesús es el intérprete del Padre (Jn 1, 14. 18), la Verdad en persona (Jn 14, 6). En toda su existencia, por palabras y signos, ante todo por su muerte, resurrección y exaltación, y por el envío del Espíritu de la Verdad (Jn 14, 17), él es la plenitud de gracia y verdad (Jn 1, 14)[3].
La verdad revelada una vez para siempre en Jesucristo sólo puede ser conocida y aceptada en la fe otorgada por el Espíritu Santo. En sentido bíblico, esta fe es la entrega personal del hombre mismo a Dios que se revela[4]. Pero incluye el asentimiento y la confesión de las palabras y hechos de la revelación, especialmente de Jesucristo y de la nueva vida dada por él; por ello es, a la vez, acto (fides qua) y contenido (fides quae). Es una «firmeza en lo que se espera, y convicción de cosas que no se ven» (Heb 11, 1).
En la Iglesia se conserva fielmente, como depositum fidei (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14), la fe transmitida por los apóstoles una vez para siempre. La Iglesia es la realización del cuerpo de Cristo y tiene de Jesucristo la promesa de que el Espíritu Santo la conducirá a la verdad completa (Jn 16, 13). A la Iglesia, como pueblo de Dios que peregrina, se le ha confiado así «la palabra de la verdad, el evangelio» (Ef 1, 13). Con su vida, su confesión y su celebración litúrgica, ha de dar testimonio ante el mundo, de la fe. Ella misma puede ser designada como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15). Sin duda, ahora conocemos la verdad sólo como en un espejo y a grandes rasgos, solamente en el estadio escatológico conoceremos a Dios cara a cara, como él es (1 Cor 13, 12; 1 Jn 3, 2). De este modo, también nuestro conocimiento de la verdad está en la tensión entre el «ya» y el «todavía no».
2. Perspectivas de la hermenéutica en la Escritura
El modo de la interpretación resulta de la esencia misma del mensaje bíblico. La verdad de la revelación, como la testifica la Sagrada Escritura, es verdad-fidelidad (emeth) histórica de Dios; en último término, es la autocomunicación del Padre por Jesucristo continuamente al tiempo presente en el Espíritu Santo. Es testificada tanto por palabras como por hechos y por la vida toda de la Iglesia. Con ello, para un cristiano, Jesucristo es la única Palabra en la multiplicidad de palabras; desde él y hacia él tienen que entenderse todas las afirmaciones del Antiguo y del Nuevo Testamento en su unidad interna.
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento tienen que ser interpretados y hechos presentes en el Espíritu Santo que permanece en la Iglesia. Cada uno tiene que aportar sus dones de gracia «según la medida de la fe, que Dios le ha dado», para la edificación del cuerpo de Cristo, de la Iglesia (Rom 12, 4-8; 1 Cor 12, 4ss). Por eso, previene ya 2 Pe 1, 20, de una interpretación arbitraria de la Escritura.
La verdad revelada quiere marcar la vida de los hombres que la han aceptado. Según Pablo, el indicativo de ser en Cristo y en el Espíritu tiene que hacerse imperativo. Hay que llegar, por ello, a permanecer en la verdad, no entenderla cada vez mejor sólo cognoscitivamente, sino introducirla también más profundamente en la vida y hacerla (Jn 3, 21). Con ello, la verdad se manifiesta como lo absolutamente digno de confianza y como el fundamento que sostiene la existencia humana. Ante todo, es la liturgia, pero también la oración, un importante lugar hermenéutico para el conocimiento y la transmisión de la verdad.
3. Fórmulas bíblicas de confesión de fe
Lo dicho vale, no en último lugar, de las homologías, fórmulas de confesión y de fe, que se encuentran ya en los más primitivos estratos del Nuevo Testamento. Ellas confiesan, entre otras cosas, a Jesús como el Cristo (Mt 16, 16 y par.), el Kyrios (Rom 10, 9; 1 Cor 12, 3; Flp 2, 11) y el Hijo de Dios (Mt 16, 16; 14, 33; Jn 1, 34. 49; 1 Jn 4, 15; 5, 5, etc.). Testifican la fe en la muerte y la resurrección de Jesús (1 Cor 15, 3-5; 1 Tes 4, 14; Rom 8, 34; 14, 9, etc.), su misión y nacimiento (Gál 4, 4), su entrega (Rom 4, 25; 8, 32; Gál 2, 20, etc.) y su vuelta (1 Tes 1, 10; Flp 3, 20ss). La divinidad de Jesús, su encarnación y su exaltación es loada en himnos (Flp 2, 6-11; Col 1, 15-20; 1 Tim 3, 16; Jn 1, 1-18). Así se expresa que la fe de las comunidades neotestamentarias no reposa sobre el testimonio privado del individuo, sino sobre la confesión común, vinculante para todos y pública.
Ciertamente encontramos esta confesión en el Nuevo Testamento no en una uniformidad monótona; más bien la verdad una se expresa en una gran riqueza pluriforme de fórmulas, que manifiestan un progreso de conocimiento de la verdad, en el que las verdades testificadas pueden completarse y profundizarse ulteriormente, pero nunca contradecirse. Se trata siempre del único misterio de la salvación de Dios en Jesucristo que se expresa en múltiples formas y desde diversos aspectos.
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II. Afirmaciones y praxis del magisterio eclesiástico
1. Afirmaciones magisteriales sobre la interpretación de los dogmas
El camino histórico de Nicea (325) a Constantinopla I (381), de Éfeso (431) a Calcedonia (351), a Constantinopla II (553) y a los siguientes Concilios de la Iglesia antigua muestra que la historia de los dogmas es un proceso de interpretación constante y viva de la tradición. El Concilio II de Nicea sintetizó la doctrina unánime de los Padres, según la cual el Evangelio se transmite en la Parádosis de la Iglesia católica, guiada por el Espíritu Santo[5].
El Concilio de Trento (1545-1563) defendió esta doctrina; advirtió del peligro de una explicación privada de la Escritura y añadió que correspondía a la Iglesia juzgar sobre el verdadero sentido de la Escritura y su interpretación[6]. El Concilio Vaticano I (1869-1870) repitió la doctrina de Trento[7]. Reconoció además un desarrollo de los dogmas en la medida en que éste tiene lugar en el mismo sentido y con el mismo significado («eodem sensu eademque sententia»). Así enseñó el Concilio que en los dogmas hay que mantener permanentemente el sentido que la Iglesia haya expuesto una vez. Por eso condenó el Concilio a todo el que se separa de ese sentido bajo la apariencia y en nombre de un conocimiento más alto, de una interpretación supuestamente más profunda de la formulación dogmática, o de un progreso en la ciencia[8]. Esta irreversibilidad e irreformabilidad se pone en relación con la infalibilidad otorgada por el Espíritu Santo a la Iglesia, especialmente al Papa en materia de fe y costumbres[9]. Ésta está fundada en que la Iglesia participa, en el Espíritu Santo, de la infalibilidad de Dios («qui nec falli nec fallere potest»)[10].
Frente a la comprensión de los dogmas, meramente simbólica y pragmática, de los modernistas, el magisterio eclesiástico ha defendido esta doctrina[11]. El Papa Pío XII en la Encíclica Humani generis (1950) advirtió, de nuevo, del peligro de un relativismo dogmático, que abandona el modo de hablar tradicional de la Iglesia para expresar el contenido de la fe en una terminología históricamente cambiante[12]. De modo semejante, el Papa Pablo VI en la Encíclica Mysterium fidei (1965) exhortó a permanecer en el modo de expresión exacto y determinado.
2. La doctrina del Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano II ha presentado la anterior doctrina de la Iglesia en un amplio contexto y en él ha dado también relieve a la dimensión histórica del dogma. Ha enseñado que todo el pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo[13] y que en la Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, se da un progreso en la inteligencia de la tradición apostólica[14]. Dentro de la misión y responsabilidad común a todos, el Concilio mantiene igualmente el magisterio auténtico que compete sólo a los Obispos[15], como también la doctrina de la infalibilidad de la Iglesia[16]. El Concilio, sin embargo, ve a los Obispos en primera línea como predicadores del evangelio y ordena su ministerio como maestros al ministerio de la predicación[17]. Este relieve dado al carácter pastoral del magisterio condujo la atención a la distinción entre el trasfondo inmutable de la fe, es decir, entre las verdades de la fe y su modo de expresión. Esto significa que la doctrina de la Iglesia —sin duda, en el mismo sentido y con el mismo contenido— tiene que ser transmitida a los hombres de un modo vivo y correspondiente a las necesidades de su tiempo[18](434).
La declaración Mysterium Ecclesiae (1973) ha vuelto sobre esta distinción, la ha delimitado contra el equívoco de un relativismo dogmático y la ha profundizado ulteriormente. Los dogmas son ciertamente históricos en cuanto que su sentido «en parte depende de la fuerza de expresión del lenguaje empleado en un tiempo determinado y en circunstancias concretas». Las declaraciones posteriores mantienen y confirman las anteriores, pero también las iluminan y —sobre todo, en diálogo con nuevas cuestiones o errores— las hacen vivas y fructuosas en la Iglesia. Esto no significa que se pueda reducir la infalibilidad a una permanencia fundamental en la verdad. Las fórmulas dogmáticas significan la verdad no sólo aproximativamente, mucho menos la cambian o la deforman. Hay que mantener la verdad en una forma determinada, para lo que es decisivo el sentido histórico de las formulaciones dogmáticas[19]. Recientemente el Papa Juan Pablo II en la Carta apostólica Ecclesia Dei (1988) ha confirmado, de nuevo, este sentido de una tradición viva[20]. Ciertamente la relación entre formulación y contenido del dogma necesita todavía una ulterior aclaración[21].
3. Cualificaciones teológicas
De la índole viviente de la tradición resulta una gran multiplicidad de declaraciones magisteriales de diverso peso y de grado diverso de obligatoriedad. Para su recta ponderación e interpretación, la teología ha desarrollado la doctrina de las cualificaciones teológicas; en parte ha sido asumida por el magisterio eclesiástico. Desgraciadamente en tiempos recientes ha caído algo en el olvido. Sin embargo, es útil para la interpretación de los dogmas y debería, por ello, ser renovada y desarrollada ulteriormente.
Según de la doctrina de la Iglesia hay que decir que sólo aquello, pero también todo aquello «ha de ser creído con fe divina y católica, que está contenido en la palabra de Dios de la Escritura o de la Tradición y es propuesto por la Iglesia para ser creído, como divinamente revelado, por una definición solemne o por el magisterio ordinario»[22]. A ello pertenecen tanto verdades de fe (en sentido estricto) como verdades morales atestiguadas en la revelación[23].
Verdades naturales y doctrinas morales naturales pueden pertenecer indirectamente a la doctrina vinculante de la Iglesia, cuando están en una conexión interna necesaria con verdades de fe[24]. Sin embargo, el Concilio Vaticano II distingue claramente entre doctrinas de fe y los principios del orden moral natural, en cuanto que habla, a propósito de las primeras, de «exponer» y «enseñar auténticamente», y, a propósito de los últimos, de «declarar autoritativamente» y «confirmar»[25].
Puesto que la proclamación del magisterio es un todo vivo, la adhesión de los fieles no puede limitarse a las verdades formalmente definidas. También otras declaraciones magisteriales, que no son una definición definitiva y que proceden del Papa, de su Congregación para la Doctrina de la De o de los Obispos, han de ser aceptadas, cada una en diverso grado, con obediencia religiosamente fundada (religiosum obsequium), cuando en ellas se manifiesta la intención de enseñar, que se puede colegir principalmente «de la índole de los documentos, de la frecuencia de la proposición de la misma doctrina y del modo de hablar»[26]. El sentido preciso de esta aserción del Concilio necesita todavía una explicación teológica más detallada. Ante todo, sería deseable que el magisterio eclesiástico, para que no desgastara innecesariamente su autoridad, haga, cada vez, claros los diversos modos y grados de obligatoriedad de sus declaraciones.
4. La práctica del magisterio
La práctica del magisterio eclesiástico ha procurado corresponder a su carácter pastoral. Su tarea de testificar auténticamente la verdad de Jesucristo, está dentro de la más amplia de la cura animarum y, de acuerdo con su naturaleza pastoral, se enfrenta con prudencia y con discreción a nuevos desarrollos y problemas sociales, políticos y eclesiales que se presentan.
En los últimos siglos se puede reconocer, por parte del magisterio eclesiástico, una interpretación de tomas de posición ya existentes ante nuevos desarrollos, siempre que un estado de cosas complejo se ha diferenciado y clarificado suficientemente. Esto aparece en la actitud frente a cuestiones sociales, en relación con los resultados de las modernas ciencias naturales, frente a los derechos humanos, especialmente el de la libertad religiosa, frente al método histórico-crítico, al movimiento ecuménico, a la valoración de las Iglesias orientales, a numerosos deseos fundamentales de los reformadores etc.
En una sociedad estructurada pluralísticamente y en una Iglesia que se configura diferenciadamente, el magisterio cumple su servicio pastoral de una manera crecientemente argumentativa. En esta situación, la herencia de la tradición de la fe sólo puede trasmitirse fructuosamente, si el magisterio, como también los demás que tienen una responsabilidad pastoral y teológica, están dispuestos a un trabajo común de orden argumentativo, especialmente en el campo previo a definiciones dogmáticas del magisterio. Ante las investigaciones científicas y técnicas de los tiempos recientes parece prudente evitar tomas de posición apresuradas y fomentar, por el contrario, decisiones matizadas y que indican un camino.
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III. Reflexiones fundamentales sistemáticas y teológicas
1. El dogma dentro de la Parádosis de la Iglesia
La afirmación fundamental de la fe cristiana consiste en la confesión de que el Logos, que resplandece de modo anticipatorio y fragmentario en toda realidad, está prometido concretamente en el Antiguo Testamento y ha aparecido en su plenitud en Jesucristo en forma histórica y concreta (Jn 1, 3s. 14). En la plenitud de los tiempos, la plenitud de la divinidad habita corporalmente en Jesucristo (Col 2, 9); en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2, 3). Él es en persona el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).
La presencia de lo eterno en una forma concreta e histórica pertenece, por ello, a la estructura esencial del misterio cristiano de la salvación. En él la apertura indeterminada del hombre es determinada concretamente por Dios. Esta determinación concreta e inequívoca tiene que ser determinante también para la confesión de fe en Jesucristo. El cristianismo está, por ello, por así decirlo, concebido dogmáticamente en su estructura misma.
La verdad de Dios no habría llegado a la historia de modo escatológico y definitivo, si no fuera aceptada definitivamente y testificada abiertamente por la comunidad de los fieles en el Espíritu Santo que nos recuerda, siempre de nuevo, a Jesucristo y nos conduce a toda la verdad (Jn 14, 26; 16, 13). En María y en su «sí» ilimitado a la voluntad salvífica de Dios, dicho representando a toda la humanidad, ve la Iglesia el prototipo de su propio «sí» en la fe. La Iglesia es en el Espíritu Santo el cuerpo de Cristo, en la cual y por la cual la multiforme sabiduría de Dios, aparecida en Jesucristo, se da a conocer al mundo entero (Ef 3, 10s; cf. Rom 16, 25s; Col 1, 26s). En su Tradición (Parádosis) está permanentemente presente la autocomunicación del Padre por el Logos en el Espíritu Santo, de modos muy diversos, por palabra y obra, por su liturgia y su oración y por su vida toda[27]. Las afirmaciones dogmáticas son sólo un elemento dentro de esta Tradición mucho más amplia.
Así «tenemos» la realidad y la verdad de Cristo sólo por la mediación del testimonio de la Iglesia conducida por el Espíritu Santo. Sin la Iglesia no «tenemos» ni a Cristo, ni el evangelio, ni la Biblia. Un cristianismo no dogmático que prescindiera de la mediación eclesial sería mera apariencia.
La Parádosis de la Iglesia hace suyas la apertura y universalidad inherentes al lenguaje humano, sus imágenes e ideas y les da su determinación definitiva en cuanto que, a la vez, las purifica y transforma. Así, a la realidad de la nueva creación corresponde un nuevo lenguaje en el que deben entenderse todos los pueblos y en el que se prepara la unidad escatológica de la nueva humanidad. Esto sucede porque la Parádosis se encarna en los símbolos y lenguajes de todos los pueblos e inserta sus riquezas, purificadas y transformadas, en la economía del único misterio de la salvación (Ef 3, 9). En este proceso histórico, la Iglesia no añade al evangelio nada nuevo (non nova), pero proclama la novedad de Cristo en un modo constantemente nuevo (noviter). Una y otra vez siempre saca lo nuevo que está en consonancia con lo viejo[28].
La continuidad dentro de este proceso de la Parádosis viva se da finalmente en que la Iglesia es el sujeto de la fe, que transciende espacio y tiempo. Por eso, la Iglesia presente en cada momento tiene que mantener presente toda su precedente historia de fe en su memoria mantenida por el Espíritu Santo y, al mismo tiempo, de modo profético hacerla viva y fructuosa para el presente y el futuro.
2. La doctrina de la Iglesia (dogmas en sentido amplio)
Dentro de la totalidad de la Parádosis eclesial, se entiende por dogma en sentido amplio el testimonio magisterial obligatorio de la Iglesia sobre la verdad salvífica de Dios, prometida en el Antiguo Testamento, revelada definitivamente y en su plenitud por Jesucristo y permanentemente presente en la Iglesia por el Espíritu Santo. Este elemento magisterial pertenece claramente en el Nuevo Testamento desde el comienzo a la predicación de la fe. Jesús mismo se presentó como Maestro (Rabbi) y fue tratado como tal. Él mismo enseñaba y envió a sus discípulos a enseñar (Mt 28, 20). En las comunidades primitivas existían maestros propios (Rom 12, 7; 1 Cor 12, 28; Ef 4, 11). Especialmente aparece ya pronto que hubo un determinado tipo de enseñanza en conexión con la Parádosis bautismal (Rom 6, 17). En los escritos apostólicos tardíos se destaca de modo todavía más claro la importancia de la doctrina (1 Tim 1, 10; 2 Tim 4, 2s; Tit 1, 9 etc.).
La explicación magisterial de la verdad de la revelación testifica la palabra de Dios en y por la palabra humana. Participa tanto de la índole definitiva y escatológica de la verdad de Dios manifestada en Jesucristo, como de la historicidad y limitación de todo lenguaje humano. La doctrina de la Iglesia puede entenderse e interpretarse rectamente sólo en la fe. De ello se sigue:
— Hay que interpretar los dogmas como un verbum rememorativum. Tienen que entenderse como anámnesis e interpretación conmemorativa de los magnalia Dei, acerca de los cuales informan los testimonios de la revelación. Por ello tienen que ser puestos en relación con la Escritura y la Tradición y explicados a partir de ellas. Tienen que ser interpretados en el conjunto del Antiguo y del Nuevo Testamento según la analogía de la fe[29].
— Hay que entender los dogmas como un verbum demonstrativum. Hablan no sólo de los hechos salvíficos pasados, sino que quieren expresar y hacer presente la salvación aquí y ahora de modo eficaz; quieren ser luz y vida. Por ello hay que interpretarlos como verdad salvífica y transmitirlos a los hombres de cada tiempo de modo vivo, que les hable y los interpele.
— Hay que interpretar los dogmas como un verbum prognosticum. En cuanto testimonio de la verdad y la realidad salvíficas y escatológicas, los dogmas son afirmaciones anticipativas y escatológicas. Deben despertar esperanza y, por ello, tienen que interpretarse mirando al fin último y a la consumación del hombre y del mundo[30] y entenderse como doxología.
3. Dogmas en sentido estricto
El testimonio magisterial de la verdad de la revelación puede tener lugar en formas diversas, de modos más o menos explícitos y con diversa obligatoriedad[31]. Dogma en sentido estricto (sentido que no se elaboró completamente hasta tiempos recientes) es una doctrina, en la que la Iglesia proclama de tal modo una verdad revelada de forma definitiva y obligatoria para la totalidad del pueblo cristiano, que su negación es rechazada como herejía y estigmatizada con anatema. En el dogma en sentido estricto concurren, por tanto, un elemento doctrinal y un elemento jurídico, incluso disciplinar. Tales proposiciones de derecho sagrado tienen ciertamente un fundamento bíblico, ante todo en el poder de atar y desatar, trasmitido por Jesucristo a la Iglesia, que tiene validez también en el cielo, es decir, ante Dios (Mt 16, 19; 18, 18). También el anatema tiene ya un fundamento en el Nuevo Testamento (1 Cor 16, 22; Gál 1, 8s; cf. 1 Cor 5, 2-5; 2 Jn 10 etc.).
Esta acentuación tanto doctrinal como jurídica de una sola proposición corresponde a la índole concreta de la fe cristiana y a la decisión que implica; sin embargo, contiene también el peligro tanto de un positivismo como de un minimalismo dogmático. Para evitar ambos peligros, es necesaria una doble integración de los dogmas:
— Integración del conjunto de los dogmas en la totalidad de la doctrina eclesial y de la vida eclesial. Pues «la Iglesia en su enseñanza, su vida, su culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree»[32]. Por eso los dogmas tienen que ser interpretados en el contexto global de la vida y doctrina de la Iglesia.
— Integración de los dogmas concretos en la totalidad de todos los dogmas. Ellos son inteligibles sólo a partir de su conexión (nexus mysteriorum)[33] y en su estructura de conjunto. Además hay que atender al orden o «jerarquía de las verdades» en la doctrina católica, que se sigue de su diverso modo de conexión con el fundamento cristológico de la fe cristiana[34]. Aunque, sin duda, hay que mantener todas las verdades reveladas con la misma fe divina, su importancia y su peso se diferencian según su relación al misterio de Cristo.
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4. El sentido teologal de los dogmas
Toda revelación es, en último término, autorevelación y autocomunicación del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, para que tengamos comunión con él[35]. Dios es, por ello, el único objeto de la fe y de la teología que lo abarca todo (Santo Tomás de Aquino). Por eso puede decirse: «el acto del creyente no se termina al enunciado, sino a la realidad»[36]. Del artículo de la fe se dice de acuerdo con la tradición medieval: «el artículo de la fe es una percepción de la verdad divina que tiende a ella»[37]. Esto significa que el artículo de la fe es una aprehensión real y verdadera de la verdad de Dios; es una forma doctrinal de mediación que contiene la verdad testificada. Pero precisamente porque es verdadero, remite más allá de sí al misterio de la verdad de Dios. La interpretación de los dogmas es, por ello, como todo entender, un camino que conduce de la palabra externa a su significación interna, y finalmente a la única y eterna Palabra de Dios. La interpretación de los dogmas no va, por tanto, solamente de una determinada formulación a otra; más bien pasa de las palabras, las imágenes e ideas a la verdad de la «cosa» misma contenida en ellas. Con ello, todo conocimiento de fe es finalmente anticipación de la visión eterna de Dios cara a cara. De este sentido teologal de los dogmas se sigue:
— Como toda proposición humana sobre Dios, los dogmas deben ser entendidos analógicamente, es decir, existe una mayor desemejanza a pesar de todas las semejanzas[38]. La analogía constituye un límite tanto frente a un modo objetivista y cosístico, en último término carente de misterio, de entender la fe y el dogma, como contra una teología exageradamente negativa que entiende los dogmas como pura cifra de una transcendencia que permanece, en último término, inconocible y que, con ello, ignora la concretez histórica del misterio cristiano de salvación.
— Hay que distinguir el carácter análogo de los dogmas, de una concepción simbólica mal entendida del dogma en el sentido de una objetivación posterior de una experiencia religiosa originariamente existencial o de una determinada praxis social o eclesial. Hay que entender más bien los dogmas como una forma doctrinal obligatoria de la verdad salvífica de Dios, que se dirige a nosotros. Son la forma doctrinal cuyo contenido es la misma Palabra y Verdad de Dios. Por ello, en primer plano, hay que explicarlos teológicamente.
— La explicación teológica de los dogmas es, según la doctrina de los Padres, no sólo un procedimiento meramente intelectual, sino un acontecimiento profundamente espiritual, es decir, conducido por el Espíritu de la Verdad, que no es posible sin una purificación de los ojos del corazón. Presupone la luz de la fe, otorgada por Dios, y una participación y experiencia espiritual, realizada por el Espíritu Santo, de la realidad creída. Ante todo, en este sentido profundo, la interpretación de los dogmas es un problema de teoría-praxis; está inseparablemente ligada a la vida de comunión con Jesucristo en la Iglesia.
C) CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN
I. Dogma y Sagrada Escritura
1. La importancia fundamental de la Sagrada Escritura
Los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento han sido compuestos bajo la acción del Espíritu Santo, para que fueran «útiles para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3, 16). Estos escritos han sido reunidos en el Canon. La Iglesia ha reconocido en este Canon, la expresión auténtica y fidedigna de la fe de la Iglesia de los orígenes, y siempre se ha adherido a él[39]. «La Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como también el Cuerpo mismo del Señor, porque, sobre todo en la sagrada liturgia, no deja de tomar de la mesa, tanto de la palabra de Dios como de la del Cuerpo de Cristo, el pan de la vida, y de ofrecerlo a los fieles». Así toda predicación eclesial tiene que «alimentarse y regirse por la Sagrada Escritura»[40]. El estudio de la Sagrada Escritura tiene que ser, a la vez, el alma de la teología y de toda predicación[41]. El testimonio de la Sagrada Escritura tiene también que ser, por ello, punto de partida y fundamento para la explicación de los dogmas.
2. Crisis y resultados positivos como consecuencia de la exégesis moderna
El conflicto entre exégesis y dogmática es un fenómeno moderno. Como consecuencia de la Ilustración, se desarrolló el instrumental de la crítica histórica también con la intención de emplearlo para la emancipación con respecto a la autoridad dogmática de la Iglesia. Esta crítica se hizo cada vez más amplia. Pronto no sólo estuvieron en conflicto Escritura y dogma, sino que se planteó críticamente la cuestión del trasfondo del texto mismo de la Escritura y se comenzó a ejercitar la crítica sobre los «retoques dogmáticos» en la Escritura misma. La prosecución de la crítica histórica por la crítica socio-política y la psicológica investigó en el texto, antagonismos socio-políticos o datos psicológicos reprimidos. Es común a estas tendencias diversas de la crítica, que el dogma de la Iglesia, y también la Escritura misma, están bajo la sospecha de ocultar una realidad originaria, que sólo puede ser liberada por un nuevo cuestionamiento crítico.
Ciertamente no se pueden dejar de ver el intento y el resultado positivos de la crítica ilustrada de la tradición. La crítica histórica de la Biblia podía ciertamente hacer claro que la Escritura misma es eclesial; tiene su origen en la Parádosis de la Iglesia primitiva, y la fijación de sus límites canónicos es un proceso de decisión eclesial. Así la exégesis reconducía al dogma y a la tradición.
La crítica histórica, sobre todo, no ha conseguido mostrar que Jesús mismo sea completamente «adogmático». Incluso en la crítica histórica más estricta sigue permaneciendo, de modo significativo, un núcleo histórico indiscutible del Jesús terreno. A este núcleo pertenece la pretensión que se expresa en la actuación y la palabra de Jesús, con respecto a su misión, a su persona y a su relación con Dios, su Abba. Esta pretensión implica el desarrollo dogmático posterior que comienza ya en el Nuevo Testamento y es el núcleo de todas las proposiciones dogmáticas. La forma primitiva del dogma cristiano es, por ello, la confesión central del Nuevo Testamento: que Jesucristo es el Hijo de Dios (Mt 16, 16).
3. La doctrina del Concilio Vaticano II sobre la interpretación de la Escritura
El Concilio Vaticano II ha hecho suyo el intento positivo de la moderna crítica histórica. Ha puesto de manifiesto que en la interpretación de la Sagrada Escritura se trata de investigar cuidadosamente «qué pretendían realmente decir los hagiógrafos y qué quería Dios manifestar con sus palabras». Para descubrir esto, hay que conocer la situación histórica y también las formas de pensar, de hablar y de narrar de aquel tiempo. La interpretación histórico-crítica tiene ciertamente que insertarse en una interpretación teológica y eclesial y a su servicio. «Como la Sagrada Escritura tiene que ser leída e interpretada con el Espíritu con que fue escrita», es también ciertamente necesario que se «atienda con no menor diligencia al contenido y a la unidad de toda la Escritura»[42].
La interpretación teológica de la Escritura tiene que partir de Jesucristo como centro de la Escritura. él es el único intérprete (exegesato) del Padre (Jn 1, 18). Desde el comienzo hace partícipes de esta interpretación a sus discípulos, introduciéndolos en su forma de vida, confiándoles sus palabras y dotándolos de su potestad y de su Espíritu, que los conducirá a la Verdad plena (Jn 16, 13). En la fuerza de este Espíritu, sus discípulos han consignado por escrito y transmitido el testimonio de Jesús. La interpretación del testimonio de Jesús está, por ello, indisolublemente ligada a la actividad de su Espíritu en la continuidad de sus testigos (sucesión apostólica) y en el sentido de la fe del pueblo de Dios.
En el dogma de la Iglesia se trata, por tanto, de la recta interpretación de la Escritura. En esta interpretación dogmática obligatoria de la Escritura, el magisterio no está sobre la Palabra de Dios, sino más bien a su servicio[43]. El magisterio no emite un juicio sobre la Palabra de Dios, sino sobre la rectitud de su interpretación. Un tiempo posterior no puede retroceder más allá de lo que se formuló en el dogma con asistencia del Espíritu Santo como clave de lectura de la Escritura. Esto no excluye que en el tiempo siguiente aparezcan nuevos puntos de vista y, con ello, se busquen nuevas formulaciones. El juicio de la Iglesia en cosas de fe se agudiza cada vez más, no en último lugar, por el trabajo previo de los exegetas y su cuidadosa investigación de lo que la Sagrada Escritura intenta decir[44].
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4. El centro cristológico de la Escritura como criterio
A pesar de toda la novedad de los tiempos modernos y de toda la radicalidad de los cambios que siguieron a la Ilustración, hay que seguir manteniendo que Cristo es la revelación definitiva de Dios, y que no hay que esperar ninguna nueva época en el sentido de una época que supere, desde el punto de vista de historia de la salvación, al tiempo de Cristo, ni ningún otro evangelio. El tiempo hasta el retorno de Cristo permanece constitutivamente ligado al «una vez para siempre» (ephafax) de Jesucristo, y a la tradición de la Escritura y a la tradición eclesial que dan testimonio de él. Su señorío presente, aunque oculto, es la medida y el juicio con que también ahora se disciernen la verdad y la mentira. Mirando a él se realiza también el discernimiento entre aquello que en los nuevos métodos de interpretación de la Escritura «fomenta a Cristo» y aquello que lo deja a un lado o incluso lo falsifica.
Muchos de los modos de ver que el método histórico-crítico o métodos más modernos (historia de las religiones, estructuralismo, semiótica, historia social, psicología profunda) han abierto, pueden contribuir a que la figura de Cristo se presente más claramente a nuestro tiempo. Sin embargo, todos estos métodos permanecen fructuosos sólo mientras se emplean en la obediencia de la fe y no se hacen autónomos. La comunión en la Iglesia sigue siendo el lugar en el que la interpretación de la Escritura queda a salvo de ser arrastrada por las corrientes de cada época.
II. El dogma en la Tradición y en la Comunión de la Iglesia
1. La conexión estrecha de Escritura, Tradición y Comunión de la Iglesia
El único evangelio que, como cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, fue revelado en su plenitud por Jesucristo una vez para siempre, es la fuente permanente de toda verdad salvífica y de toda doctrina moral[45]. Fue transmitido por los Apóstoles y sus discípulos con asistencia del Espíritu Santo mediante predicación oral, ejemplo e instituciones, y puesto por escrito por inspiración del mismo Espíritu Santo[46]. De este modo la Escritura y la Tradición juntas forman la única herencia apostólica (depositum fidei), que la Iglesia tiene que custodiar fielmente (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14). Sin embargo, el evangelio no ha sido entregado a la Iglesia sólo en letras muertas escritas sobre papel, ha sido escrito por el Espíritu Santo en los corazones de los fieles (2 Cor 3, 3). De esta manera, por obra del Espíritu Santo, está permanentemente presente en la Comunión de la Iglesia, en su doctrina, en su vida y, ante todo, en su liturgia[47].
Por ello, la Sagrada Escritura, la Tradición y la Comunión de la Iglesia no son magnitudes aisladas entre sí, sino que forman una unidad interna[48]. El fundamento más profundo de esta unidad consiste en que el Padre envía y entrega juntamente su Palabra y su Espíritu. El Espíritu opera los hechos salvíficos, suscita e inspira a los Profetas que los anuncian anticipadamente y los interpretan, y crea un pueblo que los confiesa y testifica en la fe; en la plenitud de los tiempos opera la encarnación de la Palabra eterna de Dios (Mt 1, 20; Lc 1, 35), y edifica, por el bautismo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia (1 Cor 12, 13), le recuerda siempre de nuevo la palabra, obra y persona de Jesucristo y la conduce a la verdad plena (Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13s).
Por la operación del Espíritu, la palabra externa se hace en los fieles «espíritu y vida». Éstos son adoctrinados por la unción de Dios mismo (1 Jn 2, 20 y 27; Jn 6, 45). El Espíritu suscita y alimenta el sensus fidelium, es decir, aquel sentido interno por el que el pueblo de Dios bajo la dirección del magisterio reconoce, afirma y mantiene, de modo inquebrantable, en la predicación, no la palabra de hombres, sino la Palabra de Dios[49].
2. La única Tradición y las muchas tradiciones
La Tradición (Parádosis) es, en último término, la autocomunicación de Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo para una presencia siempre nueva en la Comunión de la Iglesia. Esta Tradición viva toma en la Iglesia desde el principio diversas formas de tradiciones concretas (traditiones). Su riqueza inagotable se expresa en la multiplicidad de doctrinas, cánticos, símbolos, ritos, disciplinas e instituciones. La Tradición muestra su fecundidad también por el hecho de que se «incultura» en las Iglesias locales concretas según la situación cultural de cada una. Estas múltiples tradiciones son ortodoxas en la medida en que testifican y trasmiten la única Tradición apostólica.
A la introducción en la verdad plena por el Espíritu Santo pertenece, por ello, también el discernimiento de los espíritus (1 Cor 12, 10; 1 Tes 5, 21; 1 Jn 4, 1). Hay que discernir la tradición recibida del Señor (1 Cor 11, 23), de las tradiciones de los hombres (Mc 7, 8; Col 2, 8). Aunque la Tradición apostólica no puede sufrir en la Iglesia una corrupción esencial gracias a la asistencia continua del Espíritu Santo que mantiene a la Iglesia indefectible, sin embargo se pueden deslizar en la Iglesia que es a la vez la Iglesia santa y la Iglesia de los pecadores, tradiciones humanas que recortan la única Tradición apostólica o subrayan desproporcionadamente aspectos concretos de ella, de modo que oculten el centro. La Iglesia necesita constantemente, por ello, también con respecto a las tradiciones que se encuentran en ella, la purificación, la penitencia y la renovación[50]. Los criterios para tal discernimiento de espíritus se derivan de la esencia de la Tradición:
— Porque es el mismo único Espíritu, el que actúa en toda la historia de la salvación, en la Escritura y en la Tradición, y en toda la vida de la Iglesia a través de los siglos, un criterio fundamental es la interna coherencia de la Tradición. Esta coherencia procede del centro de la revelación en Jesucristo. Jesucristo mismo es, por ello, el punto de unidad para la Tradición y sus múltiples formas; él es el criterio de discernimiento y de interpretación. Desde este centro tienen que verse e interpretarse Escritura y Tradición, y también las tradiciones concretas en su correspondencia recíproca.
— Porque la fe ha sido transmitida una vez para siempre (Jud 3), la Iglesia está permanentemente ligada a la herencia apostólica. La apostolicidad es, por ello, un criterio esencial. La Iglesia tiene que renovarse siempre de nuevo por una memoria viva de su comienzo e interpretar también los dogmas a la luz de este comienzo.
— La única fe apostólica que ha sido entregada a la Iglesia en su conjunto, toma forma en las múltiples tradiciones de las Iglesias locales. Un criterio esencial es la catolicidad, es decir, la concordancia dentro de la Comunión de la Iglesia. Una concordancia en una doctrina de fe que dura largo tiempo sin ser discutida, es un signo para conocer la apostolicidad de esta doctrina.
— La conexión de la Tradición con la Comunión de la Iglesia se manifiesta y actualiza, ante todo, en la celebración de la liturgia. Por eso, la lex orandi es, a la vez, la lex credendi[51]. La liturgia es el lugar teológico vivo y englobante de la fe no sólo en el sentido externo de que proposiciones litúrgicas y doctrinales tienen que estar en mutua correspondencia; la liturgia actualiza también el «misterio de la fe». La comunión en el cuerpo eucarístico del Señor sirve a la edificación y crecimiento del cuerpo eclesial del Señor, es decir, de la Comunión de la Iglesia (1 Cor 10, 17).
3. Interpretación de los dogmas dentro de la Comunión de la Iglesia
La Iglesia es, en cierto modo, el sacramento, es decir, lugar, signo e instrumento de la Parádosis. Ella predica el Evangelio de los obras salvíficas de Dios (martyria), transmite la profesión de fe a los neófitos (Rom 6, 17), confiesa su fe durante la fracción del pan y la oración (Hech 2, 42) (leitourgia) y sirve a Jesucristo en los pobres, los perseguidos, los presos, los enfermos y los moribundos (cf. Mt 25) (diakonia). Los dogmas expresan la misma Tradición de fe de modo doctrinal. Por ello no deben separarse del contexto de la vida eclesial ni interpretarse como fórmulas puramente abstractas. El sentido de los dogmas y de su interpretación es mucho más soteriológico: deben proteger de error la Comunión de la Iglesia, curar las heridas del error y servir al crecimiento en una fe viva.
El servicio a la Parádosis y a su interpretación ha sido entregado a la Iglesia en su conjunto. Dentro de la Iglesia corresponde a los Obispos, por encontrarse en la sucesión de los Apóstoles[52], interpretar auténticamente la Tradición de la fe[53]. Pueden en comunión con el Obispo de Roma, al que incumbe, de modo especial, el servicio de la unidad, definir, de modo colegial, dogmas e interpretarlos auténticamente. Esto puede hacerse por la totalidad de los Obispos juntamente con el Papa y por el Papa solo, cabeza del colegio episcopal[54].
Dentro de la Iglesia corresponde también a testigos y maestros que están en comunión con los Obispos, la tarea de la interpretación de los dogmas. De especial importancia es el testimonio concorde de los Padres de la Iglesia (unanimis consensus patrum)[55], el testimonio de los mártires a causa de la fe y de los otros santos reconocidos (canonizados) por la Iglesia, especialmente de los santos Doctores de la Iglesia.
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4. Al servicio del «consensus fidelium»
Un criterio esencial para el discernimiento de los espíritus es la edificación de la unidad del cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 4-11). Por eso, la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia se muestra también en la recepción mutua. La Sagrada Escritura y la Tradición entregan su sentido, sobre todo, cuando se realizan y actualizan en la liturgia. Se reciben plenamente por la comunidad de la Iglesia, cuando se celebran dentro del «misterio de la fe».
La interpretación de los dogmas es una forma de servicio al consensus fidelium, en el que el pueblo de Dios «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos [San Agustín] manifiesta su consentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres»[56]. Los dogmas y la interpretación de los dogmas deben fortalecer este consensus fidelium en la confesión de aquello que hemos oído desde el principio (1 Jn 2, 7 y 24).
III. Dogma e interpretación actual
1. La necesidad de una interpretación actual
La tradición viva del pueblo de Dios que peregrina por la historia, no cesa en un determinado punto de esa historia; llega hasta el presente y continúa a través de él en el futuro. La definición de un dogma nunca es por ello sólo el final de un desarrollo, sino que es siempre también un nuevo comienzo. Una verdad de la fe, al hacerse dogma, entra definitivamente en la Parádosis que progresa. A la definición sigue la recepción, es decir, la apropiación viva de un dogma en el conjunto de la vida de la Iglesia y la penetración más profunda en la verdad testificada por él. El dogma no debe ser un recuerdo muerto del pasado; ha de ser fructuoso en la vida de la Iglesia. Por ello, un dogma no debe verse solamente en su significación de límite negativo; tiene que ser interpretado en el sentido positivo de que entrega la verdad.
Una tal interpretación actual de los dogmas tiene que tener en cuenta dos principios que, a primera vista, parecen contradictorios: la validez permanente de la verdad y la actualidad de la verdad. No es lícito renunciar a la tradición y traicionarla ni transmitir, con la apariencia de fidelidad, sólo una tradición congelada. Se trata de que de la memoria de la tradición surja esperanza para el presente y el futuro. Una proposición sólo puede tener una significación última para hoy, porque es verdadera y en la medida en que lo es. La validez permanente de la verdad y la actualidad para hoy se condicionan, por tanto, mutuamente. Sólo la verdad hace libres (Jn 8, 32).
2. Los principios directivos de la interpretación actual
Porque la interpretación actual representa una parte de la historia de la tradición y de los dogmas que continúa, está conducida y determinada por los mismos principios que ésta.
Ello significa, ante todo, que tal interpretación actual no es un proceso puramente intelectual, ni es solamente un proceso existencial o sociológico; tampoco consiste sólo en la definición más exacta de los conceptos concretos, en consecuencias lógicas o en meros cambios de formulaciones y en nuevas formulaciones. Está sugerida, sostenida y dirigida por la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia y en los corazones de los cristianos concretos. Tiene lugar a la luz de la fe; está impulsada por los carismas y por el testimonio de los santos, que el Espíritu de Dios otorga a la Iglesia en un tiempo determinado. A este conjunto pertenecen también el testimonio profético de movimientos espirituales y el conocimiento interno, que procede de una experiencia espiritual, de laicos que están llenos del Espíritu de Dios[57].
Como la Parádosis de la Iglesia en su conjunto, también la interpretación actual de los dogmas tiene lugar en toda la vida de la Iglesia y por medio de ella. Tiene lugar en la predicación y la catequesis, en la celebración de la liturgia, en la vida de oración, en la diaconía, en el testimonio cotidiano de los cristianos y también en la ordenación jurídica y disciplinar de la Iglesia. El testimonio profético de cristianos concretos o grupos tiene que ser mensurado por este criterio: si está en comunión, y hasta qué punto, con la vida de la Iglesia toda, o también si puede ser recibido o aceptado por ésta en un proceso que puede ser de larga duración, y a veces doloroso.
La fe y la inteligencia de la fe son también actos plena y completamente humanos, que toman a su servicio todas las fuerzas del hombre, su entendimiento y su voluntad y afectividad (cf. Mc 12, 30 y par.). La fe tiene que dar, ante todos los hombres, respuesta (apo-logía) a la cuestión acerca de la razón (logos) de la esperanza (1 Pe 3, 15). Por eso, son de gran importancia para la interpretación actual de los dogmas también el trabajo de la teología, el estudio histórico de las fuentes, como también el diálogo con las ciencias humanas y las de la cultura, la hermenéutica y lingüística, y la filosofía. Ellas pueden estimular y preparar el testimonio de la Iglesia y pueden traducirlo ante el foro de la razón. En ello han de estar ciertamente sobre el fundamento y bajo la norma de la predicación, de la doctrina y de la vida de la Iglesia.
3. Validez permanente de las fórmulas dogmáticas
La cuestión de la interpretación actual se agudiza en el problema de la validez permanente de las fórmulas dogmáticas[58]. Sin duda, hay que distinguir el contenido permanente válido de los dogmas, de sus formas de expresión. El misterio de Cristo sobrepasa las posibilidades de expresión de cada época histórica y se sustrae, por ello, a cualquier sistematización exclusiva (cf. Ef 3, 8-10)[59]. En el encuentro con las diversas culturas y con los signos cambiantes de los tiempos, el Espíritu Santo hace constantemente presente el misterio de Cristo en su novedad.
Sin embargo, contenido y forma de expresión no se pueden separar netamente. El sistema de símbolos del lenguaje no es sólo un revestimiento externo, sino en cierta medida la encarnación de una verdad. Esto, sobre el trasfondo de la Encarnación de la Palabra eterna, vale especialmente de la proclamación de fe de la Iglesia. Ésta toma, por exigencia de su esencia, una forma concreta formulable, que como expresión simbólico-real del contenido de la fe contiene y hace presente lo que indica. Sus imágenes y conceptos no son, por ello, intercambiables según el propio arbitrio.
El estudio de la historia del dogma muestra con claridad que la Iglesia no ha hecho simplemente suya una conceptualización ya previamente dada; más bien, ha sometido a un proceso de purificación y de transformación o renovación, conceptos previos que generalmente procedían del lenguaje normal culto y así ha creado el lenguaje adecuado a su mensaje. Piénsese, por ejemplo, en la distinción entre esencia (o naturaleza) e hipóstasis, y en la elaboración del concepto de persona que, de este modo, no existía previamente en la filosofía griega, sino que ha sido el resultado de la reflexión sobre la realidad del misterio cristiano de la salvación y sobre el lenguaje bíblico.
Por ello, el lenguaje dogmático de la Iglesia en parte ha surgido de la discusión con ciertos sistemas filosóficos, pero no está ligado a un determinado sistema filosófico; más bien, la Iglesia se ha creado su propio lenguaje en un proceso por el que la fe se hace palabra y ha expresado así con la palabra realidades que anteriormente no se percibían y que precisamente por esta palabra pertenecen a la Parádosis de la Iglesia y, por ella, a la herencia histórica de la humanidad.
Como comunión de fe, la Iglesia es una comunión en la palabra de la confesión. Por ello, pertenece a la unidad de la Iglesia tanto diacrónica como sincrónicamente también la unidad en las palabras fundamentales de la fe que no son revisables, si no se quiere perder de vista la «cosa» expresada en ellas, y que, sin embargo, en una multiplicidad de modos de predicación hay que intentar asimilar siempre de nuevo y explicar en una ulterior profundización. Especialmente la aclimatación del cristianismo en otras culturas puede ser ocasión y obligar a ello. Sin embargo, la verdad revelada «permanece siempre la misma, no sólo en su sustancia, sino también en sus enunciados fundamentales»[60].
4. Criterios para la interpretación actual
Para este proceso de la Parádosis que continúa en el presente, valen todos los criterios que ya se han desarrollado en los capítulos precedentes. Ante todo, es fundamental que se mantenga el «eje cristológico» de modo que Jesucristo siga siendo punto de partida, centro y medida de toda interpretación. Para garantizar esto es importante el criterio del origen, es decir, de la apostolicidad, y también el criterio de la comunión (koinonía), o sea, de la catolicidad[61].
Para la interpretación actual juega un papel importante, además de los dos criterios ya tratados, también el «criterio antropológico». Con ello, como es obvio, no quiere decirse que el hombre, determinadas necesidades, intereses o incluso manifestaciones de la moda puedan ser medida de la fe o de la interpretación de los dogmas. Esto está ya excluido porque el hombre es, en último término, para sí mismo una cuestión no resuelta, para la que sólo Dios es la respuesta plena[62]. Sólo en Jesucristo se hace claro el misterio; en él, el hombre nuevo, ha manifestado Dios plenamente el hombre al hombre y le ha descubierto su más alta vocación[63]. De este modo, el hombre no es la medida, sino el punto de referencia de la interpretación de la fe, y también de los dogmas[64].
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Ya el Concilio Vaticano I enseñó que una más profunda inteligencia de los misterios de la fe es posible, si se los considera en su analogía con el conocimiento natural y se los pone en relación con el fin último del hombre[65]. El Vaticano II habla de los «signos de los tiempos» que, por una parte, tienen que ser interpretados desde la fe, pero, por otra, pueden suscitar también una inteligencia más profunda de la fe trasmitida[66]. La Iglesia quiere así a la luz de Cristo iluminar el misterio del hombre y colaborar para encontrar una solución a las más apremiantes cuestiones de este tiempo[67].
5. Siete criterios según J.H. Newman
J.H. Newman ha desarrollado una criteriología del progreso de los dogmas que prolonga y completa lo dicho hasta aquí, y que, de modo análogo, se puede aplicar a la interpretación de los dogmas más profundizada y actualizante. Newman enumera siete principios o criterios:
1. Permanencia del tipo, es decir, de la forma fundamental, de las proporciones y relaciones de las partes y aspectos del todo. Cuando permanece la estructura de conjunto, puede seguir manteniéndose el tipo, incluso si se cambian conceptos concretos; sin embargo la estructura de conjunto puede también corromperse, cuando permanecen los mismos conceptos, pero en un contexto completamente distinto o insertados en un sistema diverso de coordenadas.
2. Continuidad de los principios. Las diversas doctrinas representan principios que cada vez están más profundos, aunque a veces sólo se los conoce posteriormente. Una misma doctrina puede ser interpretada de modos diversos y conducir a consecuencias opuestas, cuando se la separa del principio que la sustenta. La continuidad de los principios es, por tanto, un criterio para discernir entre un desarrollo correcto y otro falso.
3. Poder de asimilación. Una idea que es viva, manifiesta su fuerza cuando se muestra capaz de penetrar la realidad, de asimilar otras ideas, de estimular el pensamiento y de desarrollarse sin perder su unidad interna. Esta fuerza de integración es un criterio de desarrollo legítimo.
4. Consecuencia lógica. El desarrollo dogmático es un proceso vital demasiado amplio para poder ser entendido meramente como explicación y deducción lógica a partir de premisas previas. Sin embargo, tiene que legitimarse posteriormente como lógicamente coherente. A la inversa, se puede juzgar un desarrollo por sus consecuencias y reconocerlo como legítimo o ilegítimo por sus frutos.
5. Anticipación del futuro. Tendencias que sólo más tarde se imponen y tienen repercusión, pueden hacerse notar ya mucho antes de modo aislado y poco nítido. Tales anticipaciones son signo de que la evolución posterior concuerda con la idea primitiva.
6. Influjo conservador sobre el pasado. Un desarrollo es una corrupción, si contradice a la doctrina primitiva o a desarrollos anteriores. Un verdadero desarrollo mantiene y conserva los desarrollos previos.
7. Fuerza vital duradera. Una corrupción conduce a la disolución y no puede tener una larga permanencia; por el contrario, una fuerza vital duradera es un criterio a favor de que un desarrollo es fiel.
6. La importancia del magisterio para la interpretación actual
Los criterios formulados hasta ahora serían incompletos, si no recordáramos, para terminar, la función del magisterio eclesiástico, al que ha sido confiada la interpretación auténtica de la palabra de Dios en la Escritura y la Tradición y que ejercita su potestad en nombre de Jesucristo con la asistencia del Espíritu Santo[68]. Su tarea no consiste solamente en ratificar conclusivamente, a semejanza de un notario, el proceso de interpretación en la Iglesia; debe también estimularlo, acompañarlo, dirigirlo y, a medida que llega a una conclusión positiva, prestarle con la confirmación oficial, autoridad objetiva y universalmente obligatoria y dar así a los cristianos concretos, orientación y certeza en la confusión intrincada de voces y en la inacabable discusión teológica. Esto puede tener lugar de modos muy variados y con diversos grados de obligatoriedad, comenzando por la predicación cotidiana, la advertencia o el aliento, hasta las declaraciones doctrinales auténticas e incluso infalibles.
«Ante presentaciones de la doctrina gravemente ambiguas e incluso incompatibles con la fe de la Iglesia, ésta tiene la posibilidad de discernir el error y el deber de excluirlo, llegando incluso al rechazo formal de la herejía, como remedio extremo para salvaguardar la fe del pueblo de Dios»[69]. «Un cristianismo que sencillamente ya no pudiera decir lo que es y lo que no es, por dónde pasan sus fronteras, no tendría ya nada que decir»[70]. La función apostólica del anatema es también hoy un derecho del magisterio eclesiástico y puede llegar a ser una obligación suya.
Toda interpretación de los dogmas tiene que servir al único objetivo de convertir las letras del dogma en «espíritu y vida» en la Iglesia y en los fieles concretos. De este modo, de la memoria de la Tradición de la Iglesia brotará esperanza en cada momento actual, y en la multiplicidad de situaciones humanas, culturales, raciales, económicas y políticas se fortalecerá y fomentará la unidad y catolicidad de la fe como signo e instrumento de la unidad y de la paz en el mundo. Se trata, por ello, de que los hombres en el conocimiento del único verdadero Dios y de su Hijo Jesucristo tengan la vida eterna (Jn 17, 3).
[*] Este documento de la Comisión Teológica Internacional fue preparado por una subcomisión bajo al dirección de Mons. Walter Kasper, entonces profesor en la Universidad de Tubinga y ahora obispo de la Diócesis de Rottenburg-Stuttgart. A ella pertenecieron los profesores J. Ambaum, G. Colombo, J. Corbon, J. Gnilka, A.-J. Léonard, St. Nagy, H. Noronha Galvo, C. Peter, Chr. Schönborn, F. Wilfred. El texto fue discutido durante la sesión plenaria del 3 al 8 de octubre de 1988 y aprobado in forma specifica por una gran mayoría en la sesión plenaria de 1989. Según los estatutos de la Comisión Teológica Internacional, se publica aquí con la aprobación del cardenal Joseph Ratzinger, presidente de la Comisión.
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[1] Testo oficial latino en Commisssio Theologica Internationalis, De interpretatione dogmatum: Gregorianum 72 (1991) 5-37.
[2] Cf. Comisión Teológica Internacional, Promoción humana y salvación cristiana (1976).
[3] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 4: AAS 58 (1966) 818-819.
[4] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 4: AAS 58 (1966) 819.
[5] Concilio de Nicea, Acción VII, Definición sobre las sagradas imágenes: DS 600; 602s; Id., Acción VIII, Sobre […] la tradición eclesiástica: DS 609.
[6] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre los libros sagrados y sobre la aceptación de las tradiciones: DS 1501; Id., Ses. 4.ª, Decreto sobre la edición vulgata de la Biblia y sobre el modo de interpretar la Sagrada Escritura: DS 1507.
[7] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.2: DS 3007.
[8] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3020; ibid., canon 3: DS 3043.
[9] Concilio Vaticano I, Const. Dogmática Pastor aeternuns, c.4: DS 3074.
[10] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.3: DS 3008.
[11] Santo Oficio, Decreto Lamentabili: DS 3420-34-26; 3458-3466; San Pío X, Enc. Pascendi: DS 3483.
[12] DS 3881-3883.
[13] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16.
[14] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[15] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8 y 10: AAS 58 (1966) 820-821 y 822.
[16] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30.
[17] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 29. Cf. Id., Decreto Christus Dominus, 12-14: AAS 58 (1966) 678-679.
[18] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 62: AAS 58 (1966) 1083. Cf. Juan XXIII, Alocución inaugural del Concilio Vaticano II: AAS 54 (1962) 792.
[19] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, 5: AAS 65 (1973) 402-404.
[20] Juan Pablo II, Carta dada «motu proprio» Ecclesia Dei, 4: AAS 80 (1988) 1496-1498.
[21] Véase sobre ello más adelante C, III, 3.
[22] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius c.3: DS 3011
[23] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre la recepción de los libros sagrados y de las tradiciones: DS 1501; Concilio Vaticano I, Const. dogmática Pastor aeternus, c.4: DS 3074 («fides et mores»); Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 25 («fidem credendam et moribus applicandam»).
[24] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30 («tantum patet quantum divinae Revelationis patet depositum, sancte custodiendum et fideliter exponendum»).
[25] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14: AAS 58 (1966) 940.
[26] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30.
[27] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[28] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 930.
[29] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[30] Concilio Vaticano I, Const. Dogmática Dei Filius, c.4: DS 3016.
[31] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 29-31.
[32] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[33] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3016.
[34] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 11: AAS 57 (1965) 99.
[35] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 2: AAS 58 (1966) 818.
[36] «Actus credentis non terminator ad enuntiabile, sed ad rem». Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q.1, a.2, ad 2: Ed. Leon. 8, 11.
[37] «Articulus fidei est perceptio divinae veritatis tendens in ipsam». Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q.1, a.6, sed contra: Ed. Leon. 8, 18, quien atribuye la frase a san Isidoro.
[38] Concilio IV de Letrán, c.2, Sobre el error del abad Joaquín: DS 806
[39] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre los libros sagrados y sobre la aceptación de las tradiciones: DS 1502-1504; Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.2: DS 3006; canon 4: DS 3029.
[40] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 21: AAS 58 (1966) 827.
[41] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 24: AAS 58 (1966) 828-829; Id., Decreto Optatam totius, 16: AAS 58 (1966) 723.
[42] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[43] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 10: AAS 58 (1966) 822.
[44] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[45] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre los libros sagrados y sobre la aceptación de las tradiciones: DS 1501.
[46] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 7: AAS 58 (1966) 820.
[47] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[48] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 9s.: AAS 58 (1966) 821. Véase aquí más arriba B, I, 1 y C, I, 2.
[49] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16; cf. ibid., 35: AAS 57 (1965) 40.
[50] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[51] Indiculus, c.8: DS 246.
[52] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 20: AAS 57 (1965) 23-24.
[53] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 10: AAS 58 (1966) 822.
[54] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 30-31.
[55] Concilio de Trento, Ses. 4.ª, Decreto sobre la edición vulgata de la Biblia y sobre el modo de interpretar la Sagrada Escritura: DS 1507; Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.2: DS 3007.
[56] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16. El texto aludido es san Agustín, De praedestinatione sanctorum, 14, 27: PL 44, 980.
[57] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821.
[58] Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), 10-12.
[59] Cf. Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico, 4.
[60] Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), 12.
[61] Véase más arriba C, II, 2.
[62] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 21: AAS 58 (1966) 1041.
[63] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
[64] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, S 71 (1979) 284-286.
[65] Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3016.
[66] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 3s.: AAS 58 (1966) 1026-1028; ibid., 10s.: AAS 58 (1966) 1032-1034; ibid., 22: AAS 58 (1966) 1042-104; ibid., 40: AAS 58 (1966) 1057-1059; ibid., 42s: AAS 58 (1966) 1060-1064; ibid., 44: AAS 58 (1966) 1064-1065; ibid., 62: AAS 58 (1966) 1082-1084, etc.
[67] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 10: AAS 58 (1966) 1033.
[68] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 10: AAS 58 (1966) 822.
[69] Comisión Teológica Internacional, La unidad de la fe y el pluralismo teológico (1972), 8.
[70] J. Ratzinger, Las dimensiones del problema, en Comisión Teológica Internacional, El pluralismo teológico (Madrid, BAC, 1976) 49
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