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General: "El útimo secreto de los míos"
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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: Atlantida  (Mensaje original) Enviado: 02/11/2024 03:48
Puede ser una imagen de 2 personas y texto




Cuando mi padre agonizaba, con los ojos perdidos entre sombras y recuerdos, me tomó de la mano con una ternura que me dolió hasta el alma. Su respiración, entrecortada y débil, apenas lograba darme palabras. Fue entonces que lo dijo, con una calma que contrastaba con la desesperación en sus ojos:
—Cuida de tu madre… pase lo que pase —murmuró.
Fue una promesa que no dudé en aceptar. Él, el pilar de mi vida, se me iba de las manos, y yo acepté cargar con aquel peso sin saber entonces cuánto me costaría.
Desde aquella tarde en que murió, convertí mi vida en una renuncia constante. Dejé todo atrás para cuidar de mi madre. Mis sueños, los pocos amigos que había logrado conservar, e incluso, en algún rincón de mi mente, la esperanza de formar una familia propia. Mis hermanos, en cambio, no compartieron ni el duelo ni la responsabilidad. Para ellos, todo se volvió una excusa para desaparecer, delegando en mí el rol de guardiana de nuestra madre y de la memoria de mi padre.
Al principio lo soportaba sin rencor, incluso con un cierto orgullo. La promesa era mía, no de ellos. Pero con el paso del tiempo, me fui apagando. El peso de su abandono comenzó a cobrarme un precio en soledad y resentimiento. Por años, cumplí mi deber en silencio, cuidando de mi madre y tratando de sostener lo poco que quedaba de nuestra familia. Pero nada de esto había preparado mi corazón para el secreto que estaba por revelarse.
Esa noche, la penúltima en que mi madre respiró, el aire en el cuarto de la casa de la calle Cuauhtémoc se volvió pesado, casi tangible. La oscuridad era espesa y solo una tenue luz de la lámpara de su buró iluminaba su rostro. Estaba tan pálida, con su mirada perdida en el techo, que por un instante sentí el miedo helado de que se me fuera a morir justo en ese momento. Me senté a su lado, y cuando le tomé la mano, sus ojos encontraron los míos. Fue como si, de repente, yo no fuera yo, sino otra persona a la que le hablaba a través de las décadas.
—Quiero… decirte algo —susurró, con una voz tan apagada como una brisa débil.
—Dime, mamá —respondí, tratando de parecer tranquila, aunque sentía que algo oscuro se arremolinaba en mi pecho.
Ella me observó con una mezcla de tristeza y culpa que me desconcertó. Alzó la mano y me acarició el rostro, sus dedos temblando, y entonces habló con apenas un hilo de voz:
—Él… él no era tu padre… No lo fue.
El tiempo pareció detenerse. Las palabras se sintieron como un cuchillo en mi pecho. Me quedé helada, sin poder siquiera respirar, mientras mi mente trataba de procesar lo que acababa de escuchar. Su voz se fue apagando, como si al liberar ese secreto, su vida también se desvaneciera, llevándose consigo las respuestas.
Esa misma noche, mi madre murió. Se fue sin decirme más, dejándome sola en un remolino de preguntas. Al principio, lo negué. ¿Cómo podía ser cierto? ¡Él era mi padre! Ese hombre que me enseñó a andar en bicicleta, que me llevaba a Buyubampo cuando era niña para recoger conchas y que, aún en sus últimos días, fue capaz de mirarme con ese amor infinito. ¿Cómo podría alguien tan humano, tan devoto de mí, no ser mi padre?
Durante días después del funeral, me encerré en la vieja casa. Caminaba por sus cuartos en penumbra, tocando los muebles polvorientos y revisando fotografías antiguas, intentando hallar algo que me revelara la verdad. Al recordar cada momento vivido junto a él, el dolor se convertía en un nudo que no lograba deshacer. ¿Cómo se atrevió mi madre a guardar ese secreto hasta el último momento? ¿Quién, entonces, era mi verdadero padre? No había nadie a quien preguntar. Mis hermanos apenas se dignaron a aparecer para el entierro. Cuando traté de indagar, solo recibí miradas evasivas y respuestas vagas, como si en su silencio también se escondiera algún oscuro acuerdo.
En una tarde calurosa de agosto, revisando una caja con cartas y objetos viejos, encontré una pequeña libreta. Mi madre la había guardado con esmero. Al abrirla, reconocí su letra temblorosa, y, mientras pasaba las páginas, una frase destacada en el centro de una hoja manchada por el tiempo me atrapó: “Lo que tu padre nunca supo”.
Aquella frase se grabó en mi mente como una cicatriz. ¿Cuántas mentiras más había detrás de aquellos rostros que tanto amé? Me pasé las siguientes semanas buscando respuestas, reviviendo recuerdos y fragmentos de conversaciones que alguna vez escuché sin entender. Recordé comentarios vagos de mi hermana mayor cuando éramos niñas. Recordé aquella mirada de desprecio que me lanzaba cada vez que me acercaba a nuestro padre, como si supiera algo que yo ignoraba.
—Tú no sabes nada, Tarsila —me dijo un día ella, con un brillo extraño en los ojos—. No sabes lo que es cargar con la verdad. Ojalá nunca lo hagas.
Me aferré a esa última esperanza de encontrar alguna verdad, pero no importaba cuántas cartas leyera o cuántas fotos revisara, nunca encontré una respuesta clara. Cada puerta que tocaba se cerraba en mi cara, y las personas que pudieron darme alguna respuesta parecían esfumarse tan pronto las buscaba.
Finalmente, después de semanas de insomnio y llanto, comprendí que la única forma de resolver esto era volviendo al origen de mis recuerdos. Cerré los ojos, y dejé que la memoria me llevara de regreso a aquella playa en Buyubampo, a los días en que él me llevaba en sus hombros, mientras las olas nos salpicaban y yo reía, sintiéndome protegida. Él era mi padre. No me importaba si la sangre decía lo contrario. Él fue quien me enseñó a amar, a confiar y a ser fuerte.
Las palabras de mi madre, tan crípticas y crueles, no podían borrar lo que él fue para mí. No cambiarían los abrazos que me dio, ni las canciones que me cantó cuando tenía miedo. Con cada recuerdo, el resentimiento comenzó a disolverse, y, en su lugar, brotó una calma amarga. Comprendí que mi identidad no dependía de quién compartía mi sangre, sino de quien me amó sin reservas, de quien hizo de mi vida un refugio seguro.
Decidí, entonces, dejar de lado la búsqueda de un padre biológico que jamás existió para mí. Mi verdadera familia había sido aquella que me dio amor, aunque sus secretos hubieran sido oscuros y su verdad hiriente. Recordé el rostro de mi padre, aquel hombre que para mí siempre será el único que me cuidó y me guió en la vida. En su último suspiro, me confió su mayor tesoro: su amor incondicional, más allá de toda mentira.
De regreso en la soledad de mi casa, sentí que al fin podía hacer las paces con mi historia. Al cerrar la libreta de mi madre, sentí que un peso se desvanecía de mis hombros. No sabré nunca quién fue aquel otro hombre que, tal vez, me dio la vida. Pero sé que el hombre que me enseñó a vivir fue el verdadero. Hoy entiendo que la sangre es solo una coincidencia, un accidente de la vida. Lo que realmente define una familia son los momentos compartidos, los abrazos sinceros y las promesas hechas con el corazón.
Hoy, al mirar al cielo de La Viuda, con la brisa fresca que trae el aroma de los árboles de mango, me siento completa de nuevo. Acepté mi verdad y abracé la historia que ellos me dejaron. No soy la sangre de aquel hombre, pero soy el fruto de su amor, y eso es lo que cuenta.
Al final, no somos de quien nos da la vida, sino de quien la comparte con nosotros, quien permanece sin importar el peso de los secretos, quien nos levanta y nos hace sentir que somos de su misma esencia, aunque la realidad diga lo contrario. En esa última lección, encontré la paz que tanto necesitaba.
Derechos de autor reservados a Cuauhtémoc de Jesús Domínguez Soto. Escritor de esta historia. Si la vas a compartir, favor de dar los créditos correspondientes al autor.
¿Tú también crees que el amor puede sobreponerse a cualquier verdad oculta?


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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: Marycielo001 Enviado: 03/11/2024 03:44
Bonita historia y su mensaje, gracias Atlántida Marycielo.
Amanda-Berlin-Sans-FB-Demi-Excelente-04-02-2024-Marycielo

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: handy392 Enviado: 03/11/2024 21:34


 
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