Virtud Y Valores
Un muchacho pobre vendía mercancías de puerta en puerta para solventar sus estudios. Un día, después de una jornada entera de trabajo, se encontró con los bolsillos y el estómago vacíos. Rendido por la fatiga, decidió pedir comida en la siguiente casa que tocara. Pero sus nervios lo traicionaron cuando una linda jovencita salió a abrirle la puerta. Sólo fue capaz de pedirle un poco de agua. La chica miró su aspecto, parecía hambriento. Y, en vez de agua, le trajo un gran vaso de leche fresca. Él lo bebió despacio y, después, le preguntó: “¿Cuánto le debo, señorita?”. “No me debes nada –contestó ella—. Mi madre siempre nos ha enseñado a no aceptar nunca un pago por una caridad”.
El joven le dijo: “Entonces, te lo agradezco de todo corazón”. Cuando el joven se fue de la casa, se sintió un poco reestablecido físicamente y, sobre todo, notó que había aumentado su fe en Dios y en la bondad de los hombres. Había estado a punto de rendirse y de abandonarlo todo. Este joven se llamaba Howard Kelly.
Años después, la muchacha enfermó gravemente. Los doctores del lugar estaban confundidos porque se trataba de una enfermedad bastante rara, y decidieron mandarla a la capital para que la vieran los mejores especialistas. Uno de los médicos que la atendió se interesó mucho del caso y prometió hacer todo lo posible para salvar su vida. Después de una larga lucha contra la enfermedad, por fin, ganó la batalla.
El doctor pidió a la administración del hospital que le enviaran la factura total de los gastos para aprobarla. Después le envió la cuenta a la enferma. Ella tenía mucho miedo en abrirla porque sabía que las consultas, intervenciones quirúrgicas y medicinas de su tratamiento habrían sido sumamente costosas, y ella no tenía aquella cantidad.
Sólo con las ganancias del resto de su vida podría pagar todos aquellos gastos. Finalmente dio un hondo suspiro y abrió el sobre. La factura decía: “Totalmente pagado desde hace muchos años... con un vaso de leche. Firmado: Dr. Howard Kelly”. Lágrimas de alegría inundaron los ojos de la muchacha y, con el corazón rebosante de felicidad, dio gracias a Dios y al doctor Kelly por tanta caridad y benevolencia.
Conmovedora historia que nos habla de la bondad de esos dos jóvenes. Pero también de la grandeza de la gratitud. No hubiese sido posible ese milagro sin una sincera gratitud en el corazón de estas personas.
La gratitud no es sólo un gesto de cortesía y de buena educación en las relaciones sociales. No consiste sólo en decir “gracias”, de labios para afuera, a quienes nos han hecho un favor o nos han prestado un buen servicio. La verdadera gratitud es una virtud humana y cristiana que brota desde lo más profundo del corazón.
Es la respuesta de las personas nobles ante los beneficios que reciben, pues saben que no se merecen el servicio del que han sido objeto; reconocen la gratuidad de las atenciones de los demás y se sienten deudoras, desde el fondo de su alma, hacia aquellos que les han mostrado su benevolencia. Están convencidas de que, si las han ayudado, es por la bondad de esas personas y no porque ellos se lo merecen. Por eso la gratitud, si es sincera y auténtica, va siempre acompañada de una grandísima humildad y sencillez interior. Sólo se da en las almas grandes y generosas. Por eso es tan admirable encontrarse con una persona verdaderamente agradecida. La humildad es necesaria para la gratitud.
Sólo el que es humilde ve un beneficio como un don inmerecido que pudo no habérsele dado. Se siente deudor. Ve una necesidad saciada que no puede recompensar sino con un profundo y sincero "gracias".
Pero, precisamente por eso, también es una virtud muy rara. Alguien ha dicho que la gratitud es como una hermosa flor exótica, como el lirio que florece en los pantanos, y que es capaz de nacer en medio de un muladar. O como esas bellas orquídeas, que brotan en la soledad de los bosques tropicales.
Nuestro Señor se sorprendió ante la ingratitud de los hombres y se maravilló al constatar que muy pocos saben ser agradecidos. El Evangelio de Lucas nos cuenta la historia de los diez leprosos que fueron curados por Jesús. De los diez que recibieron la gracia prodigiosa de su curación, sólo volvió uno a darle las gracias. “¿No eran diez los curados? –preguntó extrañado nuestro Señor—. Y los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Los otros nueve, que pertenecían al “pueblo escogido”, tal vez consideraron que se les debía aquel favor, y no supieron reconocerlo como un don gratuito de parte de Jesús. O fue tan grande su despiste que no se acordaron luego de venir a dar las gracias, como aquel samaritano.
Una de las oraciones más bellas del Jesús es justamente una acción de gracias: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los humildes y sencillos…"
¿Somos agradecidos con los demás? Pensemos en las personas de las que diariamente recibimos beneficios, en el amor desinteresado de nuestros padres, en el cariño de nuestro esposo o de nuestra esposa, en la reconfortante amistad de nuestros amigos… Pensemos en que, por justicia, no merecemos todo el bien que recibimos.
¿Somos también personas agradecidas con Dios? ¿Sabemos reconocer y dar gracias a Dios nuestro Señor, desde lo más profundo de nuestro corazón, todos los dones y beneficios que nos concede a cada rato? ¿Estamos de verdad convencidos de que no merecemos tanta bondad de parte de Dios y que todo lo que tenemos es sólo porque Él es inmensamente generoso con nosotros? ¡Cuántas veces sucede que, en vez de darle gracias por lo que tenemos, nos quejamos por aquello de lo que carecemos! O en lugar de sentirnos inmensamente felices por lo que nos regala, nos quejamos amargamente porque debería concedernos también otras cosas.
No siempre actuamos así por malicia. Lo que pasa es que somos a veces tan descuidados en nuestro trato con Dios que, en vez de valorar y de agradecer sus dones, nos comportamos como hijos caprichosos pensando que todo se nos debe por nuestra cara bonita. “Todo es gracia” –nos dice san Pablo— y no se debe nada a nuestros méritos. Si Dios nos diera sólo aquello que se nos debe en justicia, seríamos unos pobres desgraciados y pordioseros toda la vida.
Ojalá que de hoy en adelante seamos más agradecidos con Dios nuestro Señor y con todas aquellas personas que nos hacen algún favor. Pero conscientes de que la gratitud, si es genuina, nos debe llevar también a compartir con los demás las cosas que Dios nos regala con tanta generosidad. ¡Cuánto bien podemos hacer con decir sinceramente "gracias" a una persona sumida en la oscuridad y en la rutina!
Regala Una Sonrisa Al Mundo
Y El Mundo Será Sano y Feliz!!
Disenio Estrellita
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