Una niña huérfana vivía en una aldea vasca; todos los días iba a pastorear los rebaños para ganarse la vida, se levantaba muy temprano, iba a buscar los animales y subía a una verde pradera del monte para que pastaran.
Era una gran aficionada a la música y, mientras el rebaño pastaba, se entretenía fabricando con cañas o trozos de madera, algún instrumento musical... silbatos, flautas, con los que luego entonaba bellas melodías. Los pájaros concurrían en torno a ella coreándola con sus trinos, creyéndola un ave cantora.
La devoción de la zagala era grande, invocando a la Virgen con un Avemaría todos los días, sin olvidarse nunca. Uno de estos días que estaba rezando, se apareció la Virgen y, con una voz muy dulce le dijo:
- Hija mía, en respuesta a tus plegarias he venido a concederte un deseo. Pídeme lo que quieras.
La niña le pidió un silbato que tuviera la cualidad de hacer bailar a todo el que lo oyera. La Virgen le entregó lo pedido y, seguidamente, desapareció.
Llena de alegría, la pastorcilla comenzó a tocarlo y todas las ovejas y corderos del rebaño bailaban al oírlo. Estaba muy feliz al contemplar el espectáculo, asombrada.
En ese preciso momento se encontraba por allí cerca el sacerdote de la aldea, que había salido a cazar, y estaba oculto en una choza construida por él mismo, de malezas y ramajes para acechar desde allí a las liebres. Al oír aquélla música, comenzó a bailar sin poder resistirse... bailaba y bailaba aunque ya sus fuerzas se habían agotado, sus vestidos se habían desgarrado y en su piel brotaba ya sangre, debido a las espinas de las zarzas.
Cuando la pastorcilla dejó de tocar su silbato, estaba ya exhausto... salió corriendo al pueblo para denunciarla por brujería.
Fue detenida, llevada al Tribunal de la Inquisición, y condenada a muerte por brujería. La sacaron de prisión, seguida de todo el pueblo, fue conducida hasta el patíbulo. Allí le dijeron que podía pedir la última gracia. La niña pidió que le desatasen las manos, ya que le dolían por la presión de las cuerdas, y lo que pedía le fue concedido en el acto.
Cuando la pastora se vio libre, sacó el silbato de su bolsillo y empezó a tocarlo. Todos los espectadores comenzaron a bailar, bailaban y reían a carcajadas. Cuando dejó de tocar, todos los habitantes del pueblo pidieron el indulto de la pastora, que les había hecho tan felices con aquella música tan dulce y agradable. Indulto que fue concedido.
Desde entonces, la pastora les alegra todas sus fiestas y solemnidades, entonando música con su silbato.