El ganador
Enrique Anderson Imbert
Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra emprenden la retirada. El plan es
refugiarse al otro lado de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino. A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros... Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso
sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para que les transportase el pesado b
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
FIN
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Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue
Un niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
-¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
FIN
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evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y...
¡Clic!
Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.
FIN