Mi primer amor fue Ramón, colombiano y de rasgos indígenas totalmente chibchas como marcaban su morenez y su melena negra azabache sobre sus hombros. Era de estatura mediana y de complexión atlética. El olor de su piel era fuerte, como el de un animal salvaje que me volvía loca. Tenía una nariz prominentemente respingona. Ramón era un buen montañero, cuya afición la había heredado por genes de sus ancestros de la cordillera andina. Puedo decir que era un hombre enigmático. Cuando le conocí, hace ya de esto mucho tiempo aunque parece que fue ayer, Ramón residía en Grenoble, ciudad francesa próxima a los Alpes y a la frontera con suiza. El era informático y hacía su tesina en la Universidad. Yo iba a seguir un curso sobre Lengua y Literatura francesas de la misma ciudad. Ramón fue mi primer amor, lo confieso.
Nos conocimos el primer día en la cola de los comedores del campus.
Yo estaba con mi amiga María. Ambas habíamos ido a Francia a pasar los dos meses de verano. Y habíamos dejado a los padres agitando los brazos al despedirnos en España cuando el autocar inició la marcha en la estación de autobuses de línea. Tuve en aquellos instantes la impresión, quizás eran mis ansias de crecer y de convertirme en mujer, de que algo especial iba a ocurrirme aquel verano. Y estaba dispuesta a correr una aventura amorosa si ligaba con un hombre, porque lejos de mi casa me sentía más liberada de los condicionamientos psicológicos de mi entorno.
Pues bien. Estábamos María y yo charlando de forma animada mientras hacíamos la cola de los comedores, cuando Ramón, que estaba detrás de nosotras al oírnos hablar en el mismo idioma, nos preguntó si éramos españolas. Nosotras le respondimos que sí.
Conversamos durante un rato y nos dijo que después de comer le esperásemos en el césped de la cafetería y que nos convidaría a un café. Así fue cómo nos conocimos.
En España María estudiaba periodismo y yo iba a pasar a C.O.U. Y digo esto porque el tiempo que estuvimos allí tomando café yo no abrí la boca. Ellos dos estuvieron hablando sobre Mayo del 68 y yo no sabía nada sobre aquello.
Todavía olían a pintura fresca los muros con lemas alusivos a aquella revolución obrera y estudiantil en los muros de los edificios, donde podía leerse “Prohibido prohibir” o “Bajo el asfalto está la playa”. Después de aquella sobremesa en el césped nos despedimos y convinimos vernos al día siguiente a la salida de clase. Y allí estaba Ramón, puntual, formal como nunca lo sería pasados estos primeros encuentros, formal, con su bicicleta, acompañado de Philippe, un amigo suyo. Este se mostró desde el primer encuentro educado, y especialmente solícito con María. Philippe era alto, fuerte, iba con vaqueros y camiseta de manga corta. Usaba gafas de ver y era de tez blanca, con pelo castaño que se le rizaba. Debía estar por los treinta años. Estos dos hombres iban a ser una constante en nuestras vidas durante aquel verano, porque Philippe acabó emparejado con María y yo con Ramón.
Tras el encuentro en el campus desde que María les dio la dirección de nuestro apartamento, ya que no teníamos teléfono, y todavía no se habían inventado los móviles, pasaron dos días. Se presentaron ambos una noche cuando ya estábamos acostadas. Nos venían a buscar para enseñarnos “Grenoble la nuit”. Nos arreglamos y salimos los cuatro en el Renault 4 de Philippe. Subimos a la Bastilla, pero estaba cerrado el teleférico y nos contentamos con ver Grenoble desde lo alto, la ciudad iluminada.
Hacía una noche estrellada, cálida, en la que nuestros sentidos estaban a flor de piel. La ciudad dormía en silencio mientras cuatro almitas pululaban por la noche, y paramos en un local chiquitito y hospitalario de un anciano libanés en Grenoble. Después de aquella noche electrizante intenté volver allí, pero no fui capaz de encontrarlo. Bebimos unas hierbas que nos sirvió un anciano exiliado. Estas hierbas aromáticas eran casi alucinógenas, o así me lo parecían, y volvían la existencia aún más mágica de lo que era. Al rato empezaron a hacer su efecto. Cuando volvimos al coche, Ramón y yo nos sentamos en la parte trasera. Me sentía muy excitada, y más aún cuando me acarició el muslo y sentí una corriente vibratoria recorrer mi cuerpo calido. Nos besamos. Y pronto llegamos a nuestro apartamento. Allí les ofrecimos un café. Y quedó claro que Ramón y yo habíamos esbozado una historia de amor. Sentados en una silla de la cocina, mi chico y yo nos besábamos de forma salvaje, emitiendo gemidos, mientras me decía Ramón si pasábamos a la habitación. Yo le decía que no podía, sin llegar a decirle, por pudor, que tenía la regla.
Tras aquella noche de amor, pronto vendrían otras de desasosiego. Al día siguiente vinieron ambos hombres a casa. Ramón me hizo arrumacos, ambos tumbados en el sofá. Pronto me invitó a su estudio. Antes de coger el autobús rumbo a su casa, Ramón entró en una farmacia y salió con un paquetito envuelto. Yo me puse un poco nerviosa intuyendo que eran preservativos, y que querría hacer el amor conmigo, y era mi primera vez. Llegamos a un barrio en la periferia de Grenoble donde había gentes de muchos países, sobre todo magrebíes y latinoamericanos. Había murales de alegres colores en las paredes de los edificios con pintadas alusivas a la libertad como “Fuera Pinochet” y “Muera Somoza”. Su estudio era de una sola estancia con
cocina y cuarto de baño. Su cama era un colchón en el suelo con mantas viejas de tren. En las paredes había dibujos hechos por Ramón con acuarelas y rotuladores de colores, de tipo naïf de las cuales me llamó la atención una de hombres y mujeres desnudos. Nos quitamos la ropa y Ramón me invitó a que nos echásemos en la cama, yo todo lo percibía como en un sueño. Sin más caricias , iniciamos el coito, y en mitad del acto mi cabeza se salió del colchón y empezó a golpearse ligeramente a cada embate sexual de Ramón. Mis ojos quedaron orientados hacia la nada, un poco asustados, mientras Ramón se afanaba en sujetarme la cabeza con sus dos manos. No me dio tiempo a pensar. Sólo que al acabar el acto sexual me preguntó Ramón que cuántos años tenía. Yo le dije que diecisiete. Yo no me atrevía en aquel momento a preguntarle la edad, ni nunca lo hice porque temía hacer obvia la diferencia de años que nos separaba, según yo suponía, en experiencia de la vida. Ramón me dijo que se marchaba a una fiesta. Yo me quedé envuelta entre mantas, desnuda, meditando acerca del acto carnal que acababa de suceder.
Era mi primera vez, acerca de la cual yo había fantaseado mucho pensando cómo sería, qué sensaciones tendría, y sobre todo imaginando cómo o qué experiencia me convertiría en mujer, en adulta. Ahora me encontraba sola, en un barrio de una ciudad que desconocía, y era ya de noche. Pasaron algunas horas antes de que Ramón volviera y se acostara a mi lado. Me dijo que su bicicleta había pinchado, y yo en el fondo me alegré de forma casi vengativa por haberme dejado sola. Me abrazó y me estremecí de su cuerpo helado. En Grenoble, al ser una ciudad rodeada de montañas, durante el día hacía un calor espantoso y de noche un frío casi polar.
Al día siguiente, Ramón y yo nos levantamos y hacía el mediodía fuimos a mi apartamento, donde María y Philippe habían pasado la noche según ellos preocupadísimos, si bien se imaginaban que yo estaba con Ramón. Yo cogía afecto a Ramón, pues había penetrado en la intimidad que yo había cerrado casi herméticamente a los foráneos. No era la sexualidad lo más importante que me atraía de Ramón sino la afectividad masculina de pareja de la que yo carecía hasta el momento. De esta forma, seguimos durmiendo juntos.
Yo tenía en la Universidad otros amigos que también eran como yo estudiantes en Francia: una amiga japonesa llamada Ikumi, y un iraní que era fotógrafo y estudiante de Historia del Arte. A éste le conocí una mañana que había quedado con Ramón a las salida de mis clases y me había dado plantón. Karim que también pululaba por ahí se acercó a mí y nos hicimos amigos. Otros amigos eran Azucena, una puertorriqueña y un español que era catalán,
Pedro, y un mejicano, Eduardo; todos latinos compañeros de curso. Yo empecé a vivir entre la casa de Ramón y mi apartamento. Philippe empezó a salir con María, y los cuatro íbamos juntos a los sitios.
La primera vez que ascendí a una montaña fue con ellos. Ramón y yo nos quedamos los últimos. El iba cargado con los bultos de todos y caminaba descalzo, como perro por su casa. Yo estaba extenuada porque no estaba acostumbrada a hacer un ejercicio físico tan duro, y Ramón tiraba de mi , cogidos de la mano. Al mediodía alcanzamos el pico Saint Michel. Era julio. Desde allí podíamos contemplar una cadena de montañas cuyas cumbres estaban cubiertas de nieve sin derretir.
Desde aquella altitud nos sentíamos triunfadores de la naturaleza, a la cual yo alababa al sentir que me fundía con ella. Ramón me ponía a prueba haciendo el pino al borde de un precipicio, y yo le suplicaba con lágrimas en los ojos que no lo hiciera.
Vivimos juntos casi todo el tiempo que duró el verano. Aunque con frecuencia me hizo sufrir con sus fugas a nadie sabe dónde, sobre todo cuando ya me había acostumbrado a su compañía y se convirtió dentro de mi alma juvenil en un ser del cual ya no podía prescindir, y el lo sabía, pues muchas tardes me dejaba esperándole en mi apartamento sin que viniera a verme. Por otra parte existían entre nosotros muy gratos como cuando en el silencio de la noche, y esto resuena como un eco en mis oídos, me leía el escrito del poeta hindú acerca del encuentro del pájaro preso y el pájaro libre, que dice así: