"No hay amor sin temor de ofender o perder lo que se ama".
Francisco de Quevedo (1580-1645) Escritor español.
La amaba prendido de su fragua mientras se deslizaba frase abajo. Era cuestión de tiempo descarnarse ante su sombra, estamparse de boca contra su recuerdo... Sólo cuestión de tiempo.
Lo sabía desde antaño, tan callado hacia uno mismo... La amaba. Él la amaba a pesar de lo perdido, de lo sufrido y gastado en aquellos ojos de linda zagala. La quería sin más, con la inmensidad que supone doblegarse ante un latido y no había ya dique que lo refrenara. Porque al cruzar de acera no obviaba perseguir su huella; aquel rastro transitado de su mano tiempo atrás. Se miraba adentro y era incapaz de avistar la tormenta, de divisar apenas sí la tarde en que rasgaron sus caricias con el filo de la aurora... Porque era lenta, tan pausada su indiferencia ante la pérdida, que se había envenenado de anhelo, de codicia infinita ante su boca.
Porque sólo cuando acaba puede añorarse lo vivido, él la amaba. La amaba y necesitaba ceñirse a su cintura; vociferarle su descuido de rodillas ante el mundo para seguir vivo al menos, como gritan los poemas que se escriben con los ojos. La amaba en el dolor de su equipaje, en el idiota que fue al contemplarla marchar sin detener el giro del cosmos... Como un tango hecho astillas entre amantes desolados.
Acababa de verlo en la cuneta, claro y firme al borde del precipicio en que se amaron... era ella. Ella siempre, maldita bendita ella al fin y no lo había advertido hasta éste ahora en que un confín de alusiones los había despoblado para siempre. Y sintió el vértigo rozarle las costillas, ese segundo eterno en que zozobra y vanidad se entrelazan para desertificar el presente. Porque la había perdido como se pierde la luna al descolgarse del techo del cielo, cuando al devenir de la noche próxima... vuelve para no regresar.