En mañanas de invierno, perezosas, con tenues brisas
salinas de simple transparencia, se transporta una luz que se precipita a bocanadas
sobre los somnolientos y perezosos ojos que lo han visto casi todo; y en las
aladas ramas del sauce de la vida perviven como lágrimas sus ajadas hojas, en
un último y efímero intento por conservar su porte ante el irremediable embate
del tiempo.
Alrededor de su geografía el brillo
matizado de la piel, como la hierba sometida al bálsamo del rocío, ofrenda que
brinda la naturaleza con gestos que prenden con la inmediatez de la verdad, la
proximidad de lo efímero contemplado desde la trémula lucidez que da la
experiencia.
Me encamino hacia la liviandad de todo
lo que he sido, contemplando con avidez paisajes que, aunque repetidos,
es una elegía a la perseverante abstracción. Llegará mi ausencia y el musgo
seguirá enredado como la melancolía en la soledad. Y esperaré una mañana más la
música tenue de la brisa que me diga cuál es mi viaje.