Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué. Cuando me viene el desánimo, me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de Asis, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y, sin embargo, los actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla. Nuestros aplausos retumbaron en la soledad de la sala. Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
Te cojo las manos, y mi corazón, buscándote a ti, que siempre me eludes tras palabras y silencios, se hunde en la oscuridad de tus ojos. Sin embargo, sé que debo estar contento en este amor, con lo que viene a rachas y huye, porque nos hemos encontrado por un momento en la encrucijada de los caminos. ¿Soy yo tan poderoso que pueda llevarte a través de este enjambre de mundos, por este laberinto de veredas? ¿Tengo yo alimento para sostenerte por el oscuro pasaje bostezante, de arcos de muerte?
Cuando tú me mandas que cante, mi corazón parece que va a romperse de orgullo. Te miro y me echo a llorar. Todo lo duro y agrio de mi vida se me derrite en no sé qué dulce melodía, y mi adoración tiende sus alas, alegre como un pájaro que va pasando la mar. Sé que tú complaces en mi canto, que sólo vengo a ti como cantor. Y con el fleco del ala inmensamente abierta de mi canto, toco tus pies, que nunca pude creer que alcanzaría. Y canto, y el canto me emborracha, y olvido quien soy, y te llamo amigo, a ti!!
La dignidad del Arte
Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué.
Cuando me viene el desánimo, me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de Asis, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y, sin embargo, los actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron en la soledad de la sala.
Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
Eduardo Galeano