
A OJOS CERRADOS

¿Cuántas veces cierra uno los ojos para no ver y cuántas para ver mejor?
Me lo pregunto porque creo que pensar la diferencia entre una cosa y otra puede ayudarnos a elegir cuál vida preferimos.
No ver lo que nos disgusta, nos aflige, nos amedrenta o nos enfurece y, a cambio simplemente tratar de no ver nada, es mucho menos útil que cerrar los ojos y llenarlos con nuestras más privadas, arbritrarias y liberadoras fantasías.
En esta época de pérdidas y pesares, cerrar los ojos para distingur con exactitud no sólo aquello que no queremos perder, sino todo eso que nos urge imaginar es, además de un consuelo, un deber de asombro al que no pedemos negarnos.
Cerrar los ojos, enmendarle la plana a la razón, a la costumbre, al miedo. Revivir a los muertos, devolverlos a las vidas que los merecen. Desbaratar nuestros errores, contar aciertos que no nos permitimos, permitirnos las audacias que se adormecen en el olvido.
Cerrar los ojos a ratos, en días y atisbar todo el mundo que nos mantiene vivos. Tener muy cerca siempre, cada vez que resulte imprescindible, la eternidad, el vuelo, la perfección, la playa, las voces de una tarde, la montaña que salta detenida en el aire, los conjuros privados, el sabor a primaria de un pan dulce, el sexo de los otros, el olor a gardenias que corría por el agua de un hotel en Fortín, las manos de los muertos, la luz de una ventana comiéndose al volcán, el faro en una caja y la certeza clara de que todo es posible debajo de la piel.
DE: EL MUNDO ILUMINADO
Ángeles Mastretta

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