María Mece a Dios
“Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada”.
Dios había entrado al mundo como un bebé.
Si alguien pasó aquella mañana junto al pesebre de ovejas en las laderas de Belén, se topó con una escena muy peculiar.
El establo hiede como cualquier otro. El piso es duro y la paja escasa. Se ven telarañas en el cobertizo y un ratón que se pasea como Pedro por su casa.
No existía un lugar más humilde para nacer.
Junto a la joven madre está sentado el padre agotado, quien cabecea vencido por el sueño. No recuerda la última vez que se sentó y, ahora que las emociones han amainado y tanto María como el bebé están cómodos, se apoya contra la pared del establo y siente que le pesan los párpados.
María está totalmente despierta. ¡Qué joven se ve! Su cabeza reposa sobre el liso cuero de la silla de montar de José. El dolor ya ha sido eclipsado por el asombro. Está mirando la cara del bebé. Su hijo. Su Señor. Su Majestad.
En este punto de la historia, el ser humano que mejor entiende quién es y qué hace Dios es una muchacha en un establo maloliente: María.
No puede quitarle los ojos de encima. María sabe que sostiene en sus brazos a Dios y recuerda las palabras del ángel: «Su reinado no tendrá fin».
El niño parece cualquier cosa menos un rey. Tiene la cara arrugada y roja. Depende por completo de María para subsistir. La Majestad en medio de lo mundano. Ella toca el rostro del Dios hecho hombre. ¡Has venido de muy lejos
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