La historia de Ruthie
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Jamas olvidaré el día en que mamá me obligó a ir a una fiesta de cumpleaños, cuando estaba en tercer grado. Una tarde lleguó a casa con una invitación algo manchada de jalea. "No pienso ir" - dije -. "Es una chica nueva que se llama Ruth. Berniece y Pat no irán. Invitó a toda la clase. A los treinta y seis".
Mamá estudia con extraña tristeza esa invitación hecha a mano. De pronto anuncia: "Bueno, tú iras. Mañana iré a comprar el regalo". Yo no podía creerlo. ¡Mamá nunca me había obligado a ir a una fiesta! Eso me mataría, sin duda. Pero no hubo ataque de histeria que la hiciera cambiar de opinión.
Llegó el sábado, mamá me saca de la cama para que envolviera el regalo: Un bonito juego de peine, espejo y cepillo, de color rosa perlado, que había comprado por menos de tres dólares. Luego me lleva en su viejo automóvil amarillo. Ruth abria la puerta y me guia por la escalera más empinada y peligrosa que yo había visto jamás. Cruzar la puerta fue un verdadero alivio; los pisos de madera relumbraban en la sala llena de sol. Los muebles eran viejos, pero estaban recubiertos por fundas nueveas e impecables.
En la mesa vi el pastel más grande de mi vida. Estaba decorado con nueve velas rosadas, un "Feliz Cumpleaños Ruthie" bastante esmaltado y algo que parecian pimpollos de rosa. Rodeaban al pastel treinta y seis tazas llenas de chocolate casero, cada una con su nombre. "No sería tan horrible una vez que lleguen las otras", me dije. Y pregunté a Ruth: "a ¿Donde esta tu mamá?" Ella baja la vista al suelo y dijo: "Bueno, está medio enferma"."Ah. ¿Y tu papá?", pregunté."Se fue". Luego se hizo silencio; sólo se oian algunas toses carrasposas detrás de una puerta cerrada. Pasaron quince minutos. Luego, diez más. De pronto comprendí la horrible verdad: No vendría nadie. y ¿Cómo escapar de allá?
En medio de mi autocompasión oí unos sollozos apagados. Al levantar la vista me encontré con la cara de Ruth, surcada de lágrimas. De inmediato, mi corazón de niña se llenó de simpatía hacia Ruth y de ira contra mis treinta y cinco egoístas compañeras.
Me levanté de un salto, plantando en el suelo los zapatos de charol blanco, y proclamdo a todo pulmón: " y ¿Para qué queremos a las otras?" La expresión sobresaltada de Ruth se convirtió en entusiasmado acuerdo. Allí estabamos: Dos niñas de ocho años con un pastel de tres pisos, treinta y seis tazas de chocolate, helado, litros y litros de refresco rojo, tres docenas de artículos de cotillón, juegos a jugar, premios a ganar.
Empezamos por el pastel. Como no encontrabamos ningún fósforo y Ruthie (habla dejado de ser Ruth) no quería molestar a su mamá, nos limitamos a fingir que las encendiamos. Le canté el Feliz Cumpleaños en tanto ella pedía un deseo y apagaba de un soplido las velas imaginarias. En un abrir y cerrar de ojos llegó el mediodía y mamá hizo sonar su bocina frente a la casa. Despues de recoger todos mis recuerdos y de dar mil gracias a Ruthie, volvi al auto burbujeando de alegría.
"habia ¡Ganado todos los juegos! Bueno, la verdad es que Ruthie ganó el de ponerle la cola al burro, pero dijo que la del cumpleaños no podía llevarse los premios, así que me lo cedió. Y repartimos las cosas de cotillón, la mitad para cada una. Le encantó el juego de tocador, mamá. Yo era la única. ¡La única de todo el tercer grado! y no veo la hora de decirle a las otras que se perdieron una fiesta estupenda."
Mamá detuvo el coche junto al cordón y me abrazó con fuerza. "¡Estoy orgullosa de tí" - me dijo, con lágrimas en los ojos.
Ese día descubrí que una sola persona puede cambiar las cosas. Yo había cambiado por completo el noveno cumpleaños de Ruthie. Y mamá había cambiado mi vida por completo.
Besitos
Mabel
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