LAS SANDALIAS DE JOSÉ
Hace muchos años, tantos que ya hemos olvidado la fecha exacta,
vivía en una aldea del sur de Brasil un niño de siete años llamado José.
Había perdido a sus padres muy pronto, y había sido adoptado por una
avariciosa tía que, aunque tenía mucho dinero, apenas gastaba algo con su sobrino.
José, que jamás había conocido el sentimiento del amor, creía que la
vida era así y no se enfadaba por eso.
Como vivían en un barrio de gente rica, su tía forzó al director del colegio a
aceptar a su sobrino, pagando solo una décima parte de la mensualidad,
y amenazándolo con protestar ante el alcalde si no lo hacía.
El director no tuvo elección, pero siempre que podía les decía a sus profesores
que humillasen a José, esperando que, de esa manera, se portara mal y
valerse, así, de un pretexto para expulsarlo. Sin embargo, José, que jamás
había conocido el amor, creía que la vida era así, y no se enfadaba por eso.
Llegó la noche buena. Todos los alumnos fueron obligados a asistir a misa en
una iglesia lejos del pueblo, ya que el sacerdote del lugar estaba de vacaciones.
Por el camino, los niños y las niñas hablaron sobre lo que iban a encontrar
en sus zapatos a la mañana siguiente: ropa de moda, juguetes caros, chocolates,
patines y bicicletas. Todos iban bien vestidos, como siempre en los días
especiales, salvo José, que seguía vistiendo ropa zarrapastrosa y calzando
unas sandalias gastadas y demasiado pequeñas para sus pies (su tía se las
había dado cuando solo tenía 4 años, y le dijo que no le daría otras hasta
que cumpliese 10). Algunos niños le preguntaron por qué era tan miserable y
le dijeron que se avergonzaban de tener un amigo que vestía y calzaba de esa
manera. Como José no conocía el amor, no se enfadaba por eso.
Sin embargo, cuando entró a la iglesia, escuchó el órgano y vio las luces encendidas,
la gente bien vestida, las familias unidas y los padres abrazados a los hijos,
José se sintió la más miserable de las criaturas. Después de la comunión, en vez
de volver a casa con el grupo, se sentó a la entrada de la capilla y se puso a llorar;
Aunque no conocía el amor, ahora entendía lo que era estar solo,
desamparado, abandonado por todos.
En aquel momento, vio a un niño a su lado, descalzo, que parecía tan miserable
como él. Como nunca lo había visto, dedujo que debía de haber caminado mucho
para llegar hasta allí. “Deben de dolerle mucho los pies a este chico”, pensó.
“Voy a darle una de mis sandalias, así por lo menos, alivio la mitad de su
sufrimiento”. Porque aunque no conocía bien el amor, José conocía el sufrimiento,
y no deseaba que los demás sintieran lo mismo.
Le dejó una de sus sandalias al niño y volvió con la otra; de vez en cuando
la cambiaba de pie, para no lastimarse mucho con las piedras del camino.
En cuanto llegó a casa, la tía vio que su sobrino había perdido una de las
sandalias y lo amenazó: si no conseguía recuperarla antes de la mañana
siguiente, sería castigado severamente.
José se fue a la cama sintiendo miedo, pues conocía los castigos que le solía
aplicar su tía. Se pasó la noche temblando por el miedo, apenas pudo conciliar
el sueño y cuando ya estaba a punto de conseguir dormirse, oyó muchas voces
en la sala de estar. Su tía entró corriendo en la habitación, preguntándole que
había pasado. Todavía atontado, José fue hasta la sala y vio que la sandalia que
le había dejado al niño estaba en medio de la sala, cubierta de todo tipo
de juguetes, bicicletas, patinetas, ropa. Los vecinos gritaban, decían que a
sus hijos les habían robado, ya que no habían encontrado nada
en sus zapatos cuando se despertaron.
Entonces, apareció apresuradamente el sacerdote de la iglesia en la que
habían celebrado la misa; a la entrada de la capilla había aparecido una
estatua de un Niño Jesús vestido de oro, pero con una sola sandalia
en los pies. Inmediatamente se hizo el silencio, la comunidad alabó a Dios
y sus milagros, la tía lloró y pidió perdón.
Y el corazón de José se llenó de energía y del significado del Amor.