Bombay es una ciudad para el encuentro,
con amor y dolor
Debían de ser como las dos de la madrugada y ya en la espera del equipaje nos percatamos del calor agobiante que sería a partir de ese momento nuestro compañero inseparable -¡habríamos de ir descubriendo tantos asiduos irrenunciables! A través de los cristales, no supe cuántos ojos como cuentas brillantes ojeaban en el aire desprovistos de marcos porque sus rostros son del tinte de la medianoche, confusos -¿no son los modos nuevos que deseamos conocer, entregándonos? Me atrae el hombre, sólo el hombre como espectáculo gigante, para abarcar la textura de su alma, tentar y seguir los surcos que por el continuo arrimo al perecimiento traza con determinación su dolor madurado. Busco en lo hondo de las vaguadas que atraviesan su expresión el disimulo del engaño, la doblez y la mentira. Ansío husmear en la podredumbre de lo indigno por detrás del lóbulo de sus orejas e indagar en la mirada torva de los hombres. Suspiro por presentir la fragancia de una frente sin arrugas, tersa por las ilusiones que cuelgan como gotas de sudor por la lucha ¿creen que no me causa pesar que se evaporen sus audacias?, sé de los anhelos que riegan los ojos ávidos aunque sus fulgores más tarde se extingan y siento un profundo abatimiento al notar caer la voluntad contra el suelo. Me urge entrever por entre los estragos de arrugas, vaguadas y surcos el asiento de la sabiduría que torna serena la vista, desentumece los estigmas de la muerte, perfuma la rebotica del oído y vuelve dulces las palabras al borde de una boca seca. Fueron un par de horas angustiosas de trayecto entre el aeropuerto y Bombay -la distancia la mide el asombro encendido-, chozas inmundas en mitad del lodazal que la lluvia pertinaz amasa generosamente con la tierra y la miseria. Vi cientos de seres humanos -¡sí, lo juro, no son bestias!- que en las tinieblas se debatían entre el agua, el barro y el hambre, olvidados. Consiento en rendir, sin reservas, al pico demoledor de la conciencia mis propios vestigios pútridos mientras en el raciocinio se desarrollan las tensiones contradictorias de la experiencia -resbalo decididamente por esas raíces opuestas al mismo fondo de la condición humana ¿Llegará acaso el período quedo que redimirá mi espíritu?
Los mercados disfrutan de un movimiento total que no cesa, es una fiesta donde hierven las formas vivas. Los cargadores portean las frutas de aquí para allá en anchísimas cestas redondas que coronan sus cabezas -¡es tan frágil la humana composición por su extrema delgadez que persiste la amenaza de derrumbe! Ese tráfago también está en el ambiente, son los aromas agudos que se suceden en mi olfato embriagado. En esta alteración perpetua y agitada por sus inesperadas variaciones se extravía la capacidad para observar, mis ojos acosan las tinturas que exaltan la visión a la que no le sobreviene el descanso: el blanco exorbitante en el glóbulo de otros ojos que escrutan las cosas y la vida, el negro drádiva de los muchachos vendedores con su pelo más negro aún -casi azul-, el amarillo, el azafrán y del parduzco té al rojo -hablo de ese rojo entero, inmenso rojo con que se adornan las esposas en un punto pegado entre las cejas. Y es que curioseo por los rincones mientras persigo el rastro de las especias, sigo sus tonalidades nítidas y degusto sus gustos inequívocos. Cualquier sitio es bueno para dormir ¿no invitan sin remedio los cuarenta grados?, una simple tabla es su catre -se les ve yertos sobre los mostradores-, la temperatura es un abrigo y la transpiración no cede de ser un refresco oportuno. En los esporádicos despertares con un rocío de agua, ablandan las caras y recorren sus extremidades con un paño empapado, luego escupen y recomiendan sus productos. De cuando en cuando, una brisa. Me fascina este cosmos chocante y misterioso del rumor, del color resplandeciente y del sabor genuino.
El ardor húmedo convierte en lentitud la sola intención de andar y el penetrante griterío -inclasificable aún- desorienta nuestra percepción en la premura por desvelar el significado del lenguaje indescifrable que se dibuja en los semblantes de piel, sólo de piel, de los miles de personas que se desperezan con el amanecer bajo los soportales de la gran ciudad. Es un extraño idioma mudo que se sujeta a sus ojos ágiles en la recogida de sus escasas posesiones -pausadamente, ¿no tienen todos los siglos de los pobres del Universo? Nos deja perplejos el monólogo incesante de millones de cuervos que enganchan su clamor en las ramas de los árboles de aquella naturaleza lujuriante, en los tejados y en las cornisas ajadas ¿Chillan porque quieren?, se me antoja que lo hacen para señalar en los labios enmudecidos la congoja por la desesperanza. En la calle abruma la barahúnda infinita de gentío, de coches pequeños y antiguos enloquecidos por una singular carrera vertiginosa tras un reducido premio que no coincide con la cantidad evaluada por el taxímetro, jamás. Los aguadores tirando de sus pesados carros reparten el alivio de las gargantas y repiten de vacío en una fuente cerca de la Universidad, semidesnudos juegan constantemente con el baño y acechan su turno alineando las cubas a la sombra de los majestuosos banianos -percheros de lianas- que, regulares como un rezo, anillan las aceras de todo Bombay ¿Podré combatir a la tristeza que envilece sin apoyarme en la soledad?, mi interior se regenera verdaderamente a la vez que comprendo la grandeza impregnada de ternura de estas gentes.
La sigilación se hace inquietante en el límite del paseo por la playa, en las Torres del Silencio se abre un banquete al sol donde las aves de la carroña apagan su algarabía y sueltan su apetito sobre los cuerpos sin savia de los indios parsis ¿no han apartado de los hechos sus alientos y capitulan ahora su materia en la costa del silencio? Por donde la carretera se angosta, a la derecha, desciende una extensa escalinata de angulosidades gastadas, flanqueada de paredes musgosas y al final, un formidable estanque con otros peldaños hasta sus aguas verdes. El ámbito es absolutamente magnífico -es El Señor de las Arenas-, vagamos por la frontera del líquido en la que se bañan ambos sexos en grupos alejados, mientras, los niños hacen travesuras mojadas ¿no se divierten igual en otras partes? Al resolver el peregrinaje advertimos una muchedumbre que se aproxima en riada a una habitación escaleras arriba -es otra escalera, aquel embalse es el lugar en el que concluyen otros muchos escalones-, subimos rápidamente y pudimos entrar y sentarnos frente al santón al que veneran. Durante largo rato oímos los ruegos, las súplicas de los orantes y el gesto solemne de aquel viejo de cráneo rapado que distribuye paz y consuelo a una multitud sin violencia y sin pan. El bullicio en el regateo perfila Chowpatty, es un camino de chirridos volantes en el que deambulamos despacio por los oleajes de llamas que penden de sus trajes, gozamos del color y del olor de las flores que exhiben y nos recreamos en los atavíos de fuego agarrados a ese mar oscuro que estalla en el moño azabache de la mujer india. En la arena, en grupos se aguarda el ocaso, unos en cuclillas y otros como nosotros rondando hasta la orilla -sin rumbo y sin tiempo- como testigos de una agradable anochecida. En el retorno, la venta eterna toca a su término y reúnen sus mercancías, enrollándolas -todos en la India acaban empaquetando sus pertenencias, guardan sus menudas propiedades con el frescor de la noche en el alba y envuelven al atardecer su oferta de mañana inagotada, diluida en el temperamento abrasador del día. Los faroles prendidos alargan el regreso, orlan de enigmas las facciones sin luz y equivocan los nombres de las callejuelas por las que erramos perdidos en círculos fijos de radios a cada ocasión mayores; hallamos el Gran Hotel en una fuga tangencial al rodear el excelente enrejado del Hornimann Circle. Todo es un poco prematuro aún en nosotros, pero vasto.