ENSAYO TEÓRICO SOBRE LA SENSACIÓN
EN LOS ESPÍRITUS
257 – El cuerpo es el instrumento del dolor; si no su causa
primera, por lo menos, su causa inmediata. El alma tiene la percepción
del dolor, pero esa percepción es un efecto. El recuerdo que de él
conserva puede ser muy penoso, pero, no puede tener acción física.
En efecto, ni el frío, ni el calor pueden desorganizar los tejidos del
alma, que no puede helarse ni quemarse. ¿No vemos cada día que el
recuerdo o temor de un mal físico produce el mismo efecto que la
realidad, ocasionando hasta la muerte? Todo el mundo sabe que las
personas a las que se les ha amputado un miembro continúan sintiendo
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dolor de él, aunque no exista ya el miembro. Seguramente, no es en
ese miembro donde está localizado o donde parte el dolor, sino que es
el cerebro el que conserva la impresión. Puede creerse, pues, que
sucede algo análogo en los sufrimientos del Espíritu después de la
muerte. Un estudio más profundo del periespíritu, que tan importantes
funciones desempeña en todos los fenómenos espíritas, como las
apariciones vaporosas o tangibles, el estado del Espíritu en el momento
de la muerte, la idea tan frecuente de que aún está vivo, el cuadro tan
conmovedor de los suicidas, de los ajusticiados, de los que se dejaron
absorber en los placeres materiales y otros muchos hechos, han venido
a hacer luz sobre este asunto, que dan lugar a las explicaciones que
damos aquí resumidas.
El periespíritu es el lazo que une el Espíritu a la materia del
cuerpo, él lo toma del medio ambiente, del fluido universal; contiene
a la vez, de la electricidad, del fluido magnético y hasta cierto punto
de la materia inerte. Se podría decir que es la quinta esencia de la
materia. El principio de la vida orgánica, pero no de la vida intelectual,
ya que ésta reside en el Espíritu. Es, por otra parte, el agente de las
sensaciones externas. Semejantes sensaciones están localizadas, en
el cuerpo, en los órganos que le sirven de conductos. Destruido el
cuerpo, las sensaciones se generalizan.
He ahí porque el Espíritu no dice que sufre más de la cabeza
que de los pies. Es preciso, además, no confundir las sensaciones del
periespíritu, independiente ya, con las del cuerpo, que sólo podemos
tomar como término de comparación y no como analogía. Liberado
del cuerpo, el Espíritu puede sufrir, pero ese sufrimiento no es corporal,
aunque no sea exclusivamente moral como un remordimiento, puesto
que se queja de frío y de calor. No sufre más en invierno que en verano,
y puesto que hemos visto a algunos atravesar las llamas sin
experimentar ningún sufrimiento; la temperatura no les causa, pues,
ninguna impresión. El dolor que siente no es propiamente un dolor
físico, sino un vago sentimiento íntimo que el mismo Espíritu no
siempre entiende, precisamente porque el dolor no está localizado y
no es producido por agentes externos; es más bien un recuerdo que
una realidad, pero un recuerdo tan penoso como ésta. Sin embargo, a
veces, es más que un recuerdo, según vamos a ver.
La experiencia nos enseña que en el momento de la muerte, el
periespíritu se desprende más o menos lentamente del cuerpo. Durante
los primeros instantes, el Espíritu no entiende su situación: no se cree
muerto porque se siente vivo; ve su cuerpo a un lado, sabe que le
pertenece y no comprende que esté separado de él. Este estado perdura
mientras existe un lazo entre el cuerpo y el periespíritu. Un suicida
nos dijo: No, no estoy muerto –y añadía– y sin embargo, siento como
me roen los gusanos.
Ciertamente, los gusanos no roían el periespíritu, y mucho menos el Espíritu; tan sólo roían el cuerpo. Pero, como la
separación del cuerpo y del periespíritu no era aún completa, resultaba
de ello una especie de repercusión moral que le transmitía la sensación
de lo que pasaba en el cuerpo. Quizá repercusión no sea la palabra
adecuada, pues, haría suponer un efecto muy material; era más bien
la visión de lo que pasaba en el cuerpo, unido aún a su periespíritu, lo
que producía en él una ilusión que tomaba por la misma realidad. Así,
pues, no era un recuerdo, porque, durante la vida, no había sido roído
de gusanos, sino el sentimiento de un hecho actual. De este modo se
ven las deducciones que se pueden hacer de los hechos, cuando son
observados atentamente. Durante la vida, el cuerpo recibe las
impresiones exteriores y las transmite al Espíritu por mediación del
periespíritu, que probablemente constituye, lo que se llama fluido
nervioso. Muerto el cuerpo, nada siente, porque carece de Espíritu y
de periespíritu. El periespíritu, desprendido del cuerpo, experimenta
la sensación, pero, como no la recibe por conducto limitado, se hace
general la sensación. Luego, como en realidad no es más que un
agente de transmisión, pues en el Espíritu es donde está la conciencia,
resulta que, si pudiese existir un periespíritu sin Espíritu, no sería
más sensible que un cuerpo muerto. De la misma forma, si el Espíritu
no tuviese el periespíritu, sería inaccesible a toda sensación penosa,
como ocurre con los Espíritus completamente purificados. Sabemos
que, cuanto más se purifican, más etérea se hace la esencia del
periespíritu, de donde se sigue que la influencia material disminuye a
medida que el Espíritu progresa, es decir, a medida que el mismo
periespíritu se hace menos grosero.
Pero, se dirá, las sensaciones agradables son transmitidas al
Espíritu por el periespíritu, de la misma forma que las sensaciones
desagradables; ahora bien, si el Espíritu puro es inaccesible a unas,
debe serlo igualmente a las otras. Indudablemente que sí, respecto de
las que provienen únicamente de la influencia de la materia que
conocemos: el sonido de nuestros instrumentos y el perfume de
nuestras flores no le causan impresión alguna. Entre tanto, experimenta
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sensaciones íntimas, de un encanto indefinible, que no podemos ni
imaginar, porque sobre ese punto somos como ciegos de nacimiento
respecto de la luz: sabemos que existe, pero, ¿de qué modo? Hasta
aquí llega nuestra ciencia.
Sabemos que existen en ellos percepciones, sensaciones,
audición y visión; que estas facultades son atributos de todo el ser y
no como en el hombre de una parte del ser; pero, volvemos a
preguntarlo; ¿por qué medio? Eso es lo que no sabemos. Los mismos
Espíritus no pueden explicarlo, porque nuestro idioma no está en
condiciones de expresar ideas que no tenemos, como la lengua de los
salvajes carece de términos para expresar las de nuestras artes, ciencias
y doctrinas filosóficas.
Al decir que los Espíritus son inaccesibles a las impresiones de
nuestra materia, queremos hablar de Espíritus muy elevados, cuya
envoltura etérea no tiene analogía en nuestro mundo. No sucede lo
mismo con los de periespíritu más denso, que perciben nuestros
sonidos y nuestros olores, aunque no lo hagan por una parte de su
individualidad, como cuando vivían. Se podría decir que las
vibraciones moleculares se hacen sentir en todo el ser, llegando así a
su sensorium commune, que es el propio Espíritu, aunque de un modo
diferente y puede ser también con una impresión diferente, lo que
produce una modificación en la percepción. Oyen el sonido de nuestra
voz, sin embargo, nos comprenden sin el auxilio de la palabra, por la
sola transmisión del pensamiento. Esto viene en apoyo de lo que
dijimos: esa penetración es tanto más fácil cuanto más
desmaterializado está el Espíritu. En cuanto a la vista, es independiente
de nuestra luz. La facultad de ver es un atributo esencial de nuestra
alma; para ella no hay obscuridad y se presenta más vasta y penetrante
en los que están más purificados. El alma o Espíritu tiene, pues, en sí
misma la facultad de todas las percepciones. Durante la vida corporal
están limitadas por la tosquedad de sus órganos y en la extracorporal
disminuyen a medida que se hace menos compacta la envoltura
semimaterial.
Esta envoltura tomada del medio ambiente, varía según la
naturaleza de los mundos. Al pasar de un mundo a otro, los Espíritus
cambian de envoltura como nosotros de vestido, al pasar del invierno
al verano, o del polo al ecuador. Cuando los Espíritus más elevados
vienen a visitarnos, revisten, pues, el periespíritu terrestre, realizándose
entonces sus percepciones como las de los Espíritus vulgares; pero
todos ellos, tanto los inferiores como los superiores, no oyen ni sienten
sino lo que quieren. Sin tener órganos sensitivos, pueden a su gusto
hacer que sus percepciones sean activas o nulas y solo se ven obligados
a oír los consejos de los buenos Espíritus. La vista es siempre activa
en ellos, pero pueden hacerse invisibles los unos a los otros. Según la
categoría que ocupen, pueden ocultarse a los que le son inferiores;
pero no a los superiores. En los momentos subsiguientes a la muerte,
la vista del Espíritu está siempre turbada y confusa y se aclara a medida
que se desprende y puede adquirir la misma lucidez que durante la
vida, independientemente de su penetración a través de los cuerpos
que son opacos para nosotros. En cuanto a la extensión a través del
espacio infinito, así en el futuro como en el pasado, depende del grado
de pureza y elevación del Espíritu.
Toda esta teoría, se dirá, no es muy tranquilizadora. Pensábamos
que una vez desprovistos de nuestra grosera envoltura, instrumento
de nuestros dolores, no sufriríamos más y nos informáis que aún
sufriremos, y sea de una manera o de otra, siempre es sufrimiento.
¡Ah! Sí, aún podemos sufrir y mucho y por mucho tiempo; pero,
también podemos dejar de sufrir, hasta desde el momento en que
dejamos la vida corporal.
Los sufrimientos de este mundo, son a veces independientes de
nosotros, pero en muchas ocasiones son consecuencia de nuestra
voluntad. Remontando a su origen se verá que en su mayor parte son
consecuencia de causas que podríamos evitar. ¿Cuántos males y
cuántas enfermedades no debe el hombre a sus excesos, a su ambición,
a sus pasiones? El hombre que siempre haya vivido sobriamente, sin
abusar de nada, sencillo en sus gustos, modesto en sus deseos, se
ahorraría muchas tribulaciones. Lo mismo sucede al Espíritu, cuyos
sufrimientos son siempre producto del modo como ha vivido en la
Tierra. Sin duda, no padecerá de gota y reumatismo, pero tendrá otros
sufrimientos que no serán menores. Vimos que estos sufrimientos son
el resultado de los lazos que aún existen entre el Espíritu y la materia,
y que cuanto más se libera de la influencia de la materia, cuanto más
se desmaterializa, menos sensaciones penosas sufre. Por tanto,
depende de él liberarse de esa influencia desde esta vida. Tiene su
libre albedrío, y, por consiguiente, la facultad de escoger entre hacer
y no hacer. Que domine sus pasiones animales; que no sienta odio, ni
envidia, ni celos, ni orgullo; que no se deje dominar por el egoísmo;
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que purifique su alma con buenos sentimientos; que haga el bien y dé
a las cosas de este mundo la importancia que se merecen; entonces,
aun estando encarnado, ya estará purificado, liberado de la materia y
cuando abandone su cuerpo no tendrá que soportar más su influencia.
Ningún recuerdo doloroso, ninguna impresión desagradable, le quedará
de los sufrimientos físicos que experimentó, porque éstos habrán
afectado al cuerpo y no al Espíritu. Se sentirá feliz de haberse librado
de ellos y la tranquilidad de conciencia lo emancipará de todo
sufrimiento moral. Interrogamos a millares de Espíritus, que
pertenecieron a todas las categorías de la sociedad terrena, a todas las
posiciones sociales, los estudiamos en todos los períodos de su vida
espírita, a partir del momento en que dejaron el cuerpo; los seguimos
paso a paso en la vida de ultratumba, para observar los cambios que
se operaban en ellos, así en sus ideas como en sus sensaciones, y bajo
este aspecto no son los hombres vulgares los que nos han
proporcionado los puntos de estudio menos preciosos. Y siempre
constatamos que los sufrimientos tenían relación con la conducta,
cuyas consecuencias soportaban y que esa nueva existencia era origen
de inefable felicidad para los que siguieron el buen camino. Se deduce
de esto que los que sufren, sufren porque así lo quisieron y sólo de
ellos mismos pueden quejarse, tanto en este como en el otro mundo.