EFICACIA DE LA ORACIÓN
5. Todo lo que pidiereis orando, creed que lo
recibiréis y os será concedido. (San Marcos, cap. XI,
v. 24).
6.
Hay personas que niegan la eficacia de la oración fundándose en el principio de que, conociendo
Dios nuestras necesidades, es superfluo exponérselas.
Aun añaden que, encadenándose todo en el Universo
por leyes eternas, nuestro votos no pueden cambiar
los decretos de Dios.
Sin ninguna duda, hay leyes naturales e
inmutables que Dios no puede derogar a capricho de
cada uno; pero de esto a creer que todas las
circunstancias de la vida están sometidas a la fatalidad,
es grande la distancia. Si fuese así, el hombre sólo sería
un instrumento pasivo, sin libre albedrío y sin iniciativa.
En esta hipótesis no habría más que doblar la cabeza al
golpe de los acontecimientos, sin procurar evitarlos y
por lo tanto, no se hubiera procurado desviar el rayo.
Dios no le ha dado el discernimiento y la inteligencia
para no servirse de ellos, ni la voluntad para no querer,
ni la actividad para estar en la inacción. Siendo libre el
hombre para obrar en un sentido o en otro, sus actos
tienen para sí y para los otros, consecuencias
subordinadas a lo que hace o deja de hacer; hay
acontecimientos que por su iniciativa escapan
forzosamente a la fatalidad sin que por esto se destruyan
la armonía de las leyes universales, como el avance o el
retraso de las agujas de un péndulo no destruye la ley
del movimiento, sobre la cual está establecido el
mecanismo. Dios puede acceder a ciertas súplicas sin
derogar la inmutabilidad de las leyes que rigen el
conjunto, quedando siempre su acción subordinada a
su voluntad.
7.
Sería ilógico deducir de esta máxima: “Todas las cosas que pidiereis orando, creed que las recibiréis”,
que basta pedir para obtener y sería injusto acusar a la
Providencia porque no concede todo pedido que le es
hecho, pues ella sabe, mejor que nosotros, lo que es
para nuestro bien. Hace lo mismo que un padre
prudente que rehusa a su hijo las cosas contrarias al
interés de éste. Generalmente el hombre sólo ve el
presente; mas si el sufrimiento es útil para su futura
felicidad, Dios le dejará que sufra, como el cirujano
deja sufrir al enfermo en la operación que debe
conducirle a la curación.
Lo que Dios le concederá, si se dirige a Él con
confianza, es valor, paciencia y resignación. También
le concederá los medios para que él mismo salga del
conflicto, con ayuda de las ideas que le sugiere por
medio de los buenos Espíritus, dejándoles de este modo
todo el mérito; Dios asiste a los que se ayudan a sí
mismos, según esta máxima: “Ayúdate y el cielo te
ayudará”, y no a aquellos que todo esperan de un
socorro extraño, sin hacer uso de sus propias
facultades; pero, generalmente se prefiere ser socorrido
por un milagro, sin hacer nada. (Cap. XXV, números 1
y siguientes).
8.
Pongamos un ejemplo. Un hombre se ha perdido en el desierto y sufre una sed horrible; siéntese
desfallecer y se deja caer en el suelo; entonces, ruega
a Dios que le asista y espera; pero ningún ángel viene
a traerle agua. Sin embargo, un buen Espíritu le ha
sugerido el pensamiento de levantarse, seguir uno de
los senderos que se presentan ante él, y entonces por
un movimiento maquinal, reúne sus fuerzas, se levanta
y marcha a la ventura. Llega a una colina y descubre a
lo lejos un arroyuelo, y ante esta vista, recobra ánimo.
Si tiene fe exclamará: “Gracias, Dios mío, por el
pensamiento que me habéis inspirado y por la fuerza
que me habéis dado”. Si no tiene fe, dirá: “¡Qué buen
pensamiento he tenido! ¡Qué suerte tuve de haber
tomado el camino de la derecha más bien que el de la
izquierda! ¡La casualidad, verdaderamente, nos sirve
bien algunas veces! ¡Cuánto me felicito por mi valor en
no dejarme abatir!”
Pero, se dirá, ¿por qué el buen Espíritu no le
dijo claramente: “Siga esta senda y al extremo
encontrarás lo que necesitas?” ¿Por qué no se le
manifestó, para guiarle y sostenerle en su
abatimiento? De este modo, quedaría convencido
de la intervención de la Providencia. Primero, fue
para enseñarle que es preciso ayudarse a sí mismo y
hacer uso de sus propias fuerzas. Además, por tal
incertidumbre, Dios pone a prueba su confianza y
sumisión a su voluntad. Este hombre estaba en la
situación de un niño que cae y si ve a alguno, grita y
espera que le vayan a levantar; si no ve a nadie,
hace esfuerzos y se levanta sólo.
Si el ángel que acompañó a Tobías le hubiese
dicho: “Soy el enviado de Dios para guiarte en tu viaje
y preservarte de todo peligro”, Tobías no hubiera
tenido ningún mérito; confiando en su compañero, no
tendría ni siquiera necesidad de pensar; por esto el
ángel no se dio a conocer hasta el regreso.