¡Encinares castellanos en laderas y altozanos, serrijones y colinas llenos de oscura maleza, encinas, pardas encinas; humildad y fortaleza! Mientras que llenándoos va el hacha de calvijares, ¿nadie cantaros sabrá, encinares?
El roble es la guerra, el roble dice el valor y el coraje, rabia inmoble en su torcido ramaje; y es más rudo que la encina, más nervudo, más altivo y más señor. El alto roble parece que recalca y ennudece su robustez como atleta que, erguido, afinca en el suelo.
El pino es el mar y el cielo y la montaña: el planeta. La palmera es el desierto, el sol y la lejanía: la sed; una fuente fría soñada en el campo yerto. Las hayas son la leyenda. Alguien, en las viejas hayas, leía una historia horrenda de crímenes y batallas.
¿Quién ha visto sin temblar un hayedo en un pinar? Los chopos son la ribera, liras de la primavera, cerca del agua que fluye, pasa y huye, viva o lenta, que se emboca turbulenta o en remanso se dilata. En su eterno escalofrío copian del agua del río las vivas ondas de plata.
De los parques las olmedas son las buenas arboledas que nos han visto jugar, cuando eran nuestros cabellos rubios y, con nieve en ellos, nos han de ver meditar. Tiene el manzano el olor de su poma, el eucalipto el aroma de sus hojas, de su flor el naranjo la fragancia; y es del huerto, la elegancia el ciprés oscuro y yerto.
¿Qué tienes tú, negra encina, campesina, con tus ramas sin color en el campo sin verdor; con tu tronco ceniciento sin esbeltez ni altiveza, con tu vigor sin tormento, y tu humildad que es firmeza? En tu copa ancha y redonda, nada brilla, ni tu verdioscura fronda ni tu flor verdiamarilla. Nada es lindo ni arrogante en tu porte, ni guerrero, nada fiero que aderece su talante.
Brotas derecha o torcida con esa humildad que cede sólo a la ley de la vida, que es vivir como se puede. El campo mismo se hizo árbol en ti, parda encina. Ya bajo el sol que calcina, ya contra el hielo invernizo, el bochorno y la borrasca, el agosto y el enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, impasible, casta y buena, ¡oh tú, robusta y serena, eterna encina rural de los negros encinares de la raya aragonesa y las crestas militares de la tierra pamplonesa; encinas de Extremadura, de Castilla, que hizo a España, encinas de la llanura, del cerro y de la montaña; encinas del alto llano que el joven Duero rodea, y del Tajo que serpea por el suelo toledano; encinas de junto al mar ¿en Santander?, encinar que pones tu nota arisca, como un castellano ceño, en Córdoba la morisca, y tú, encinar madrileño, bajo Guadarrama frío, tan hermoso, tan sombrío, con tu adustez castellana, corrigiendo, la vanidad y el atuendo y la hetiquez cortesana!...
Ya sé, encinas campesinas, que os pintaron, con lebreles elegantes y corceles, los más egregios pinceles, y os cantaron los poetas, augustales, que os asordan escopetas de cazadores reales; mas sois el campo y el lar y la sombra tutelar de los buenos aldeanos que visten parda estameña, y que cortan vuestra leña con sus manos.