Una ostra del fondo del mar abrió su concha de par en par para
dejar entrar el agua refrescante.
Mientras pasaba el agua, las branquias recogían alimento y
lo enviaban al estómago.
De pronto, pasó por allí un inmenso pez, y de un coletazo
levantó una nube de arena.
¡Arena! ¡Qué poca gracia le hacía la arena a la ostra! Era tan
áspera que le amargaba la vida y le producía gran incomodidad.
¡Qué mal lo pasaba cada vez que entraba un poco de arena
en su interior!
La ostra se apresuró a cerrar la concha de golpe, pero ya era
tarde. Un molesto granito de arena había logrado introducirse
entre su cuerpo y la concha.
¡Cómo fastidiaba a la ostra aquel granito de arena!
Pero casi al instante, unas glándulas con las que Dios la había
dotado se activaron y comenzaron a envolver el incómodo
granito de arena con una sustancia preciosa, suave, anacarada.
Año tras año, la ostra añadía más capas de aquella sustancia
al granito de arena, hasta que terminó produciendo una
hermosa perla reluciente, de gran valor.
A veces nuestros problemas y defectos son en cierta forma
como ese granito de arena.
Nos irritan y no nos explicamos por qué los tenemos y por
qué nos producen tanta molestia e incomodidad.
Sin embargo, si permitimos que Dios obre en nuestra vida,
Su gracia comienza a obrar milagros con nuestros problemas
y flaquezas.
Nos volvemos más humildes, más sumisos, oramos con más
fervor, estrechamos nuestra relación con el Señor, obramos
con más acierto y aprendemos a hacer frente a las
contrariedades con mayor eficacia.
Dios escribe derecho con renglones torcidos, y no tarda
en transformar los toscos granos de arena que nos trae la
vida en valiosas perlas de entereza, que llegan a ser
fuente de esperanza y contribuyen a levantar el ánimo
de muchas otras personas.