No cabe duda de que hay ciertas coincidencias con la vejez, que la sabiduría popular ha dado en llamar “el otoño de la vida”. Es también el final de un ciclo largo: infancia, juventud, madurez, vejez.
Muchas hojas vitales se van cayendo: fuerza, energía, ilusiones, salud…
Va quedando menos para ese invierno donde mueren tantas cosas: la actividad profesional,
los cargos, el protagonismo social o familiar…
Pero, a pesar de todo, y por el contrario del otoño, es la etapa de la experiencia, de la serenidad, de los juicios ponderados, de la verdadera madurez.
No es la muerte, aunque su cercanía hace relativizar las cosas y los acontecimientos. Desaparece la fogosidad de otros tiempos, para poner las cosas en su sitio, con la perspectiva de lo mucho vivido.
La vejez hay que asumirla, no como algo irremediable, sino como el colofón de la tarea cumplida. Hay que aceptarla, porque también es creativa: de recuerdos, de sueños, de esperanzas de infinito…
Sólo la vejez es el ·”otoño de la vida”, si se asume de mala gana, como un castigo, como una desgracia, sin descubrir sus nuevas posibilidades de realización.
Como cuando se pone la guinda en el pastel; ha acabado la tarea.
Muchas veces, casi siempre, la vejez acumula muchas limitaciones: enfermedad, dolencias, cierta soledad no culpable. En las ramas del tronco vetusto siguen anidando nuevas ilusiones, nuevas formas de exprimir la vida, sin que se caiga en la tentación de pensar y decir los versos de Jorge Manrique: