Andando va con nosotros
como un sueño verdadero,
casi tocando el costado
la dueña de nuestros cuerpos,
como una sola alma fiel
y con semblantes diversos.
Mirando recta hacia el niño,
haciendo señas al Ciervo,
y cerrándoseme a mí
en un nudo que le entiendo,
mi cordillera camina
con sus carnes y sus huesos.
Centaura y costumbre nuestra,
divina bestia sin tiempo,
aupada por el Espíritu
y abajada por los miembros,
así, entre Dios y nosotros,
existe en Pillán de fuego.
Cada uno de nosotros
la va ignorando y sabiendo;
le va hablando con la marcha
y con el entendimiento,
punzados y enardecidos
de su llameante arponeo.
Sin abajarse nos cubre,
lúcidos vuelve a los ciegos,
y en el tumbo de la sangre
nos amartillea el pecho:
alto yunque que nos hace
medio Arcángel, medio Hefesto.
Y así nos labra y nos urge
al filo de piedra y hielo.
Enderezados los tres
o sin alzar nuestros cuellos,
lo mismo la habemos como
al Dios de tactos inmensos:
la desvariamos dormidos
y la sabemos despiertos.
Su vertical nos retiene
o nos suben sus faldeos
que los tres le repechamos
en Pasión o regodeo.
Nunca la alcanzamos, pero
en el soñar la tenemos.
Vamos unidos los tres
y es que juntos la entendemos
por el empellón de sangre
que va de los dos al Ciervo
y la lanzada de amor que
nos devuelve, entendiendo,
cuando los tres somos uno
por amor o por misterio.