Don Juan de Dios sentado en su piso de paja talla en un tronco de roble sus sueños ya idos, su eterna sonrisa, debajo de su blanca barba. Doña Clarita lo mira, con sus ojos del color de las moras, las huellas de tantos años, marcaron sus gestos pero no hiceron lentas sus manos para moler el trigo y revolver las ollas; le pasa un mate, se sienta a su lado, y hablan de la tierra, del cielo y las venideras auroras.
Cae la noche, el cansancio se refleja en los ojos, se guarda el tallado, se deja el piso de paja, el fogón espera en la cocina de totora, afuera el viento de la cordillera ruge amenazante, se doblan los árboles, gimen los trigales, aullan los perros, se silencian las aves, los grillos se esconden en los matorrales.
Ella se fué primero, en un sueño sin despertares, silenciosa y tranquila, dió el último paseo despidiéndose de sus caminos, su estero, las piedras saludaron este pasar, sin pesares.
El viejo quedó solo, despertaron las penas, se borró la sonrisa, se apagó el fogón, en los rincones rondaron las lágrimas, secáronse los trigales. Sin terminar quedaron los sueños tallados en roble, abadonado el mate.
Quitóse el sombrero, miró la noche, cerró los ojos, recorrió senderos, los sauces le saludaron, los maizales se estremecieron, y en el lecho de sábanas blancas, emprendió también, su vuelo.
Maria Teresa
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