Bajo la calma del sueño, 
calma lunar de luminosa seda, 
la noche 
como si fuera 
el blanco cuerpo del silencio, 
dulcemente en la inmensidad se acuesta. 
Y desata 
su cabellera, 
en prodigioso follaje de alamedas. 

Nada vive sino el ojo 
del reloj en la torre tétrica, 
profundizando inútilmente el infinito 
como un agujero abierto en la arena. 
El infinito. 
Rodado por las ruedas 
de los relojes, 
como un carro que nunca llega. 

La luna cava un blanco abismo 
de quietud, en cuya cuenca 
las cosas son cadáveres 
y las sombras viven como ideas. 
Y uno se pasma de lo próxima 
que está la muerte en la blancura aquella. 
De lo bello que es el mundo 
poseído por la antigüedad de la luna llena. 
Y el ansia tristísima de ser amado, 
en el corazón doloroso tiembla. 

Hay una ciudad en el aire, 
una ciudad casi invisible suspensa, 
cuyos vagos perfiles 
sobre la clara noche transparentan, 
como las rayas de agua en un pliego, 
su cristalización poliédrica. 
Una ciudad tan lejana, 
que angustia con su absurda presencia. 

¿Es una ciudad o un buque 
en el que fuésemos abandonando la tierra, 
callados y felices, 
y con tal pureza, 
que sólo nuestras almas 
en la blancura plenilunar vivieran?... 

Y de pronto cruza un vago 
estremecimiento por la luz serena. 
Las líneas se desvanecen, 
la inmensidad cámbiase en blanca piedra 
y sólo permanece en la noche aciaga 

la certidumbre de tu ausencia.


Leopoldo Lugones