Las crueldades del día siguiente han
resonado por siglos: los gritos de
“¡Crucifícale!” mientras estaba
frente a Pilato con las muñecas
atadas como un criminal; el látigo
de hueso y metal le laceró la espalda
una, dos, treinta y nueve veces; el
manto púrpura se empapó de Su
sangre mientras los soldados le
clavaban una corona de espinas
en el cuero cabelludo; le escupieron,
los gritos de angustia, los puñetazos,
los insultos, las burlas.
En lo alto del Gólgota, los soldados
le extendieron los brazos en una
cruz de madera. Con sus martillos
le clavaron las palmas de las
manos y las muñecas con enormes
clavos; un dolor agudo e intenso
le atravesó el cuerpo. La madera le
raspaba los surcos ensangrentados
de la espalda. Al levantar Su cuerpo,
los espectadores vieron la verdad
de la que los judíos se burlaban
escrita en una placa sobre Su
cabeza que decía: Jesús de
Nazaret, rey de los judíos.
Cansado, sudoroso y ensangrentado,
Jesús hizo lo que sólo podía
hacer un Redentor: perdonó a sus
asesinos, consoló al delincuente
que sufría junto a Él y confió en
Su Padre. Cuando Su sacrificio fue
consumado, Jesús se entregó a
la muerte como sólo el Hijo de Dios
podía hacerlo, y entregó el espíritu.
Pero Su muerte no era el fin, ssino
el comienzo para todos nosotros.