Un Marido No Es Un Hijo
Sergio Sinay:
¿Qué pueden hacer las mujeres por nosotros, los hombres, para ayudar a que nos sensibilicemos,
a que nos conectemos con nuestras emociones y las expresemos, para que ablandemos nuestros
corazones, para que cambiemos para mejor, para que no nos irritemos, para que nos calmemos?
Me he encontrado repetidas veces con esta pregunta ansiosa, bien intencionada, enternecedora.
Mi respuesta: nada. Quizás puedan hacer algo, pero en mi opinión no deben, porque cuando lo
hacen contribuyen a reforzar un lazo que debemos deshacer. El que nos une como madre e hijo antes
que como hombre y mujer.
Los hombres adultos de hoy (esto abarca desde los que transitan la veintena en adelante)
no hemos tenido modelos, guías y autorización masculina para explorar, comprender y
manifestar nuestro mundo emocional. Venimos de una larga cadena de padres dedicados a
proveer económicamente, a administrar castigos y recompensas, a lidiar en el mundo externo,
y a delegar en las madres los temas domésticos (esto incluye educación, salud, nutrición,
vestimenta y problemas de los hijos), y de una larga cadena de madres que fueron las
mediadoras emocionales entre nosotros y nuestros padres. Aprendimos, por la convivencia y
la cercanía cotidiana, a ver y entender las emociones maternas y también aprendimos a
decodificar el modo en que nuestros comportamientos influían en esas emociones, qué
actos nuestros alegraban a nuestras madres y cuáles las enfurecían. Cuáles harían que ellas
pidieran a nuestros padres que nos reprendieran y cuáles que nos premiaran.
Al tiempo que continuábamos ignorando qué hace un varón con sus emociones, nos
volvíamos dependientes de la emocionalidad femenina. Así crecimos. Así crecen todavía
muchos, demasiados, varones. El modelo, más allá de obvias transformaciones, esté muy
enraizado y vigente. No nos engañemos con los maquillajes.
La dependencia masculina del humor materno se traslada, cuando crecemos, al humor de
nuestras novias, luego al de nuestras esposas y más tarde al de nuestras hijas. Pero
como ya no somos chicos, lo disfrazamos. Para que no se note que dependemos de esos
humores, y que les tememos, tomamos la iniciativa, tratamos de sofocarlas, de domarlas,
de invertir los términos. Para eso funciona todavía, y mucho, el factor económico.
Y, lamentablemente, en muchos casos el medio es la violencia física o emocional. Y si se
trata del dominio público (y ya no sólo del íntimo y privado) desacreditamos a las mujeres
en las áreas que son nuestra especialidad (política, negocios, deporte, profesiones varias,
conducción de autos). Les dificultamos la entrada, les pagamos la mitad por aquello en
que nos asignamos el doble.
Cuando las mujeres se preocupan por ayudarnos emocionalmente refuerzan, insisto, lo
que debe cambiar. Nos tratan maternalmente. Intuyo que esto se debe a que su propia
especialidad designada por mandato (la de administrar emocionalmente la familia
mientras los varones la administramos económicamente) les ha creado un reflejo condicionado
en esa dirección. Pero si nos tratan como a chicos enfurruñados, como a nenes caprichosos,
tratando de calmarnos o de ayudarnos a decir, se encontrarán a la corta con que en lugar
de un marido o un par tienen un hijo más. Sólo que este es un hijo disfuncional.
Este hijo sobra, pesa demasiado.
Este círculo vicioso entorpece y a veces posterga el necesario encuentro entre hombres
y mujeres en condición de tales. Agobia a las mujeres con tareas maternales extras, las
entristece por la falta de un interlocutor emocional y, pese a todo, no disipa un fenómeno
que ningún hombre confiesa salvo en condiciones de extrema confianza, pero que es
real y extendido: el miedo masculino a la ira femenina. Los hombres crecemos con ese
temor, porque la ira femenina (materna en principio) nos ponía a merced del castigo
paterno. Hasta tal punto este miedo persiste, que es muy común que un papá y un hijo
(o hija) hagan travesuras a espaldas de mamá (romper algo, comprar algo que mamá prohíbe,
comer un postre antes de comer, etcétera) y sellen de inmediato un pacto: No le contemos
a mamá¡. Buen pacto para hacer entre hermanos. Pero en este caso se trata de un padre y
un hijo, sólo que ante mamá el hombre adulto dejó de ser padre y se convirtió en hermanito,
en un hijo más. Es muy común, parece gracioso, pero a mi entender es grave.
En mi libro La masculinidad tóxica entré a fondo en esta cuestión y propuse algo que aquí
repito: es hora de que los hombres adultos cortemos el cordón umbilical con nuestra madre
(a la que solemos rencarnar en cada mujer) para amar como adultos, con amor de adulto,
a mujeres adultas. Esta deuda pendiente masculina no la pueden saldar las mujeres.
Debemos hacerlo nosotros, a nuestro propio costo, saliendo de la coraza emocional, arriesgando.
Hay todo para ganar y nada para perder. La tarea empieza con padres presentes, con
padres que no le temen al contacto emocional profundo ni con sus hijos ni con sus mujeres.
Empieza con mujeres que pidan ser vistas como lo que son (compañeras de vida, pares) y no
como extensiones maternas, con mujeres que dejan de cubrir retaguardias emocionales
y domésticas, que dejan de comprarnos la ropa (¿cómo un hombre no va a hacerse cargo de
comprar su ropa, incluso su propia ropa interior, y de guardarla, y de
hacerse las valijas?). Empieza cuando dejamos de llamarnos Mami y Papi y nos llamamos
Amor o Negro o Negra, o Carlos o Karina, o como sean nuestros nombres, pero no Mami y
Papi, porque las palabras no son inocuas, crean realidades. O las reflejan.
Empieza por muchas partes, es importante, es necesario. Pero no empieza por una preocupación
maternal hacia quienes hace tiempo que dejamos de ser hijos. Vuelvo a algo que dije en
columnas anteriores. Estas son conclusiones de mi experiencia de vida como varón y de
años de compartir experiencias y búsquedas con miles de hombres en el mundo masculino.
No hablo de hombres imaginarios sino de hombres reales. Hombres que ya no son hijos y
mujeres que no son sus madres.
Con Cariño Y Mucho Amor!!
Carlitos