Alabado sea Jesucristo…
Un niño pregunta a su catequista
—¿Cómo es posible que un Dios tan grande esté en una hostia tan chiquita?
—¿Y cómo es posible que un paisaje tan grande, que tienes ante tu vista, pueda estar metido dentro de tu ojo tan pequeñito? ¿No podría hacer Dios algo parecido?
—¿Y cómo puede estar presente al mismo tiempo en todas las hostias consagradas?
—Piensa en un espejo. Si se rompe en mil pedazos, cada pedacito refleja la imagen que antes reproducía el espejo entero. ¿Acaso se ha partido la imagen? No, pues así Dios está todo entero en todas las partes y en cada hostia.
—¿Y cómo es posible que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y sangre de Cristo?
—Cuando tú naciste eras pequeñito y tu cuerpo iba asimilando el alimento que comías y cambiándolo en tu cuerpo y sangre, y así ibas creciendo. ¿Y Dios no podría cambiar también el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús?
—¿Pero yo no comprendo el porqué de todo esto?
—Porque tú no comprendes de lo que es capaz el amor de un Dios. Todo es por amor. La Eucaristía es la prueba suprema del amor de Jesús. Después de esto, sólo queda el cielo mismo. Por eso, los santos daban tanta importancia a la comunión.
A. Peña
¡Buenos días!
Una vida sin fin
La vida del cristiano es un confiado caminar hacia la Casa del Padre, y la muerte es la puerta. Junto a ella está esperando Dios Padre para introducirnos en la eterna fiesta de su inmenso corazón. ¿Por qué tememos la muerte? Sencillamente, porque no podemos imaginar lo maravilloso que será vivir junto a Dios. “Nadie vio ni oyó y ni siquiera puede pensar aquello que Dios preparó para los que lo aman” (1Cor 2, 9).
San Francisco de Borja, desde los dieciocho años estaba en la corte de Carlos V, y a los veintinueve fue nombrado virrey de Cataluña. Ese mismo año, recibió la misión de conducir los restos mortales de la emperatriz Isabel hasta la sepultura real de Granada. Él la había visto muchas veces rodeada de aduladores y de todas las riquezas de la corte. Al abrir el féretro para reconocer el cuerpo, la cara de la difunta estaba ya en proceso de descomposición. Cuando vio el efecto de la muerte sobre la que había sido la bellísima emperatriz, quedó vivamente impresionado. Comprendió con gran nitidez la caducidad de la vida terrena, y tomó entonces su famosa resolución: «¡Nunca más servir a señor que se me pueda morir!». Y se hizo jesuita.
Todos tememos la muerte, pero… ¡Qué distinto es ver la muerte desde la fe en la vida eterna y no desde el vacío de la incredulidad, o desde la frivolidad de una vida mundana! “Qué bondad tan grande, Señor, reservas para tus fieles (Sal. 30). Se nutrirán de lo sabroso de tu Casa, les darás a beber del torrente de tus delicias, (Sal. 35)”. ¡Qué maravillosa esperanza!
Enviado por el P. Natalio