Alabado sea Jesucristo…
El pasaje del Evangelio nos refiere una bella curación obrada por Jesús, que no hacía milagros como quien mueve una varita mágica o chasquea los dedos. Los milagros de Cristo jamás son fines en sí mismos; son «signos». Lo que Jesús obró un día por una persona en el plano físico indica lo que Él quiere hacer cada día por cada persona en el plano espiritual. El hombre curado por Cristo era sordomudo; no podía comunicarse con los demás, oír su voz y expresar sus propios sentimientos y necesidades. Si la sordera y la mudez consisten en la incapacidad de comunicarse correctamente con el prójimo, de tener relaciones buenas y bellas, entonces debemos reconocer enseguida que todos somos, quien más quien menos, sordomudos, y es por ello que a todos dirige Jesús aquel grito suyo: “¡Effatá!” (ábrete). La diferencia es que la sordera física no depende del sujeto y es del todo inculpable, mientras que la moral lo es.
Jesús vino para «reconciliarnos con Dios» y así reconciliarnos los unos con los otros. Lo hace sobre todo a través de los sacramentos. La Iglesia siempre ha visto en los gestos aparentemente extraños que Jesús realiza en el sordomudo (le pone los dedos en los oídos y le toca la lengua) un símbolo de los sacramentos gracias a los cuales Él continúa «tocándonos» físicamente para curarnos espiritualmente. Por esto en el bautismo el ministro realiza sobre el bautizando los gestos que Jesús realizó sobre el sordomudo: le pone los dedos en los oídos y le toca la punta de la lengua, repitiendo la palabra de Jesús: “¡Effatá!” (ábrete).
En particular el sacramento de la Eucaristía nos ayuda a vencer la incomunicabilidad con el prójimo, haciéndonos experimentar la más maravillosa comunión con Dios.
P. Raniero Cantalamessa
¡Buenos días!
Un magnífico perro
Jorge Manrique dejó unas famosas coplas, donde señala que la muerte no perdona a nadie: rico o pobre, letrado o ignorante, rey o plebeyo: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros, medianos y más chicos, allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. Lee esta pintoresca fábula campera de Godofredo Daireaux.
Un magnífico perro, de gran precio, había muerto en la estancia, y su amo, para perpetuar su memoria, le hizo edificar un soberbio sepulcro a donde lo llevaron en solemne procesión. Al ver pasar el acompañamiento, en el cual figuraban todos los animales de la estancia, el cuis, que es pobre y vive como puede en su miserable cuevita, siguió también, de curioso y no sin sentir cierta envidia hacia esos ricos que, aun muertos, parecen otra cosa que la demás gente. Pero cuando lo hubo visto encerrar en el monumento aquel, volvió, curado ya de envidia, a su casa, pensando con razón que más vale un pobre cuis en su miserable cueva, que cualquier perro rico en su bóveda de gran lujo.
Pensar en la muerte es valioso, si te impulsa y motiva a vivir con sabiduría e intensidad. La vida del buen cristiano es un confiado caminar hacia la Casa del Padre, y la muerte es la puerta. Junto a ella está esperando Dios Padre para introducirnos en la eterna fiesta de su inmenso corazón. En una lápida se leía: “Vive moriturus”, vive como quien debe morir.
Enviado por el P. Natalio