Reflexión: La resurrección de Jesucristo
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Hace aproximadamente dos mil años, Jesucristo fue crucificado en la tierra que ahora se llama Israel, por orden de Poncio Pilato, gobernador de la entonces provincia romana de Judea. El sumo sacerdote judío y otros dirigentes religiosos lo acusaban de blasfemar contra la religión judía. Esto no constituía un delito según la ley romana, y Pilato se inclinaba por dejar a Jesús en libertad. Pero tras ser amenazado de ser blando con un hombre acusado de alborotador, haciendo caso del clamor de la manipulada muchedumbre que le pedía que lo crucificara, accedió a los deseos de los acusadores. Su muerte tuvo lugar justo antes de la Pascua judía. En documentos arábigos que datan del siglo X descubiertos y traducidos por Shlomo Pines se encuentra el siguiente recuento del historiador judío Flavio Josefo (37 d.C.-c. 101):
«En aquel tiempo, vivía un hombre prudente llamado Jesús. Tenía un buen comportamiento y era estimado por su virtud. Fueron numerosos los judíos y personas de otras naciones que llegaron a ser discípulos suyos. Pilato lo condenó a morir crucificado. Pero los que fueron sus discípulos no cesaron de serle fieles. Contaron que se les apareció tres días después de su crucifixión y que estaba vivo. Por lo tanto, creían que Él era el Mesías, del cual los profetas han contado maravillas.»
(Flavio Josefo, Antigüedades judaicas 18. 63-64)
A continuación reproducimos lo que relató Mateo, uno de los seguidores de Jesús, de lo que aconteció después de la muerte de Jesús.
Al día siguiente, después del día de la preparación, los jefes de los sacerdotes y los fariseos se presentaron ante Pilato. —Señor —le dijeron—, nosotros recordamos que mientras ese engañador aún vivía, dijo: «A los tres días resucitaré.» Por eso, ordene usted que se selle el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, roben el cuerpo y le digan al pueblo que ha resucitado. Ese último engaño sería peor que el primero. —Llévense una guardia de soldados —les ordenó Pilato—, y vayan a asegurar el sepulcro lo mejor que puedan. Así que ellos fueron, cerraron el sepulcro con una piedra, y lo sellaron; y dejaron puesta la guardia. Después del sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Sucedió que hubo un terremoto violento, porque un ángel del Señor bajó del Cielo y, acercándose al sepulcro, quitó la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago, y su ropa era blanca como la nieve. Los guardias tuvieron tanto miedo de él que se pusieron a temblar, y quedaron como muertos. El ángel dijo a las mujeres: —No tengan miedo; sé que ustedes buscan a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como dijo. Vengan a ver el lugar donde lo pusieron... »Luego vayan pronto a decirles a Sus discípulos: “Él se ha levantado de entre los muertos y va delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán.”» Así que las mujeres se alejaron a toda prisa del sepulcro, asustadas pero muy alegres, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. En eso Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se le acercaron, le abrazaron los pies y lo adoraron. —No tengan miedo —les dijo Jesús—. Vayan a decirles a Mis hermanos que se dirijan a Galilea, y allí me verán. Mientras las mujeres iban de camino, algunos de los guardias entraron en la ciudad e informaron a los jefes de los sacerdotes de todo lo que había sucedido. Después de reunirse estos jefes con los ancianos y de trazar un plan, les dieron a los soldados una fuerte suma de dinero y les encargaron: «Digan que los discípulos de Jesús vinieron por la noche y que, mientras ustedes dormían, se robaron el cuerpo. Y si el gobernador llega a enterarse de esto, nosotros responderemos por ustedes y les evitaremos cualquier problema.» Así que los soldados tomaron el dinero e hicieron como se les había instruido. Esta es la versión de los sucesos que hasta el día de hoy ha circulado entre los judíos. Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña que Jesús les había indicado. Cuando lo vieron, lo adoraron. [...] Jesús... les dijo: —Se me ha dado toda autoridad en el Cielo y en la Tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo.
(Nueva Versión Internacional, Mateo 27:62-66; 28:1-20.)
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