Recién aquella mañana se enteró Fabiola, por boca de su esposo, que meses atrás había servido de fiador a un amigo. El problema era que llevaba atrasado varias cuotas y ahora venía sobre ellos un embargo. El documento que él le enseñaba era perentorio. Tenían a lo sumo una semana para ponerse al día o perderían buena parte de sus pocos bienes.
--Aquí no hay otra salida que una llamada en la que me anuncie que se pondrá al día. He intentado ubicarlo pero ha sido imposible—le dijo con desolación y la misma expresión en el rostro de quien, terminada la tormenta, se encuentra al borde de un precipicio.
--Siempre hay algo que hacer...—le animó Fabiola.
--Personalmente no encuentro ninguna salida—respondió presa de la desolación.
--Yo sí, y es clamar a Jesucristo. No dudo que la respuesta vendrá—concluyó enfática.
En la soledad del templo volvió toda su angustia al Señor. No podían estar enfrentando una situación así. Clamó por su ayuda. Reconoció en oración que sólo El podría ofrecer una salida al laberinto. Y la respuesta de Dios no se hizo esperar. Dos días después el hombre llamó. Nunca explicó que lo motivó, simplemente se comunicó por teléfono.
--No se preocupen por esa deuda. Mañana mismo, una vez concrete un nuevo préstamo, saldaré la deuda. Llamé para decirles que no se preocupen—insistió.
En Fabiola hay un sentimiento: es el de gratitud por las respuestas divinas. Comprobó en su existencia que el Señor no nos deja solos en medio de las crisis. Que El está con nosotros en los momentos difíciles y que si le buscamos en oración, no tardará en responder.