El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto (1 Pedro 1: 18, 19).
DIOS INDICÓ EXPRESAMENTE A LOS ISRAELITAS que toda ofrenda presentada para el servicio del santuario debía ser «sin defecto» (Éxo. 12: 5). Los sacerdotes debían examinar rigurosamente todos los animales que se traían como sacrificio, a fin de ver que no hubiese defecto alguno en ellos, y rechazar los que estuvieran defectuosos. Estos sacrificios simbolizaban la consagración a Dios que debía ser sincera y sin doblez. Nuestra consagración y entrega al servicio de Dios debiera ser así. Es necesario que tratemos de hacer esta ofrenda tan perfecta como sea posible. Dios solo quedará satisfecho con lo mejor que podamos ofrecerle. Además, el rito enseñaba que solo una ofrenda «sin defecto» podía simbolizar la perfecta pureza de Aquel que había de ofrecerse como «cordero sin mancha y sin defecto» (1 Ped. 1: 19).
A estos sacrificios se los conoce como holocaustos: “todo quemado”. Debía consumirse en el fuego totalmente. Esto nos habla claramente de que el sacrificio, para que sea de olor grato a Dios, debe ser una entrega total. Todo debe colocarse sobre el altar; todo debe dedicarse a Dios.
Este holocausto proporcionaba expiación temporaria y provisoria para la nación, hasta tanto el pecador pudiese comparecer, llevando su propio sacrificio.
Los rabinos enseñaban que el sacrificio matutino expiaba los pecados cometidos durante la noche; y el sacrificio vespertino, los pecados del día. Los holocaustos diarios eran quemados en el altar, pero con fuego lento, para que un sacrificio durara hasta que fuese colocado el siguiente (Lev. 6: 9). El sacrificio vespertino duraba hasta la mañana, y el sacrificio matutino duraba hasta la tarde. De este modo, siempre había una víctima sobre el altar, para proporcionar expiación provisoria y temporaria para Israel. Era parte del servicio llamado «continuo», que simbolizaba la benévola y continua provisión que Dios hace para el hombre. Apuntaba hacia el ministerio de Cristo, quien vive «siempre para interceder por ellos» (Heb. 7: 25).