Aprender qué es lo que se puede y qué es lo que no se puede o debe hacer es algo que todos hemos interiorizado de una u otra manera. Uno de los recursos más utilizados es la pareja premio-castigo: se premia al niño cuando hace algo bien y se le castiga cuando hace algo mal. A pesar de parecer un método muy eficaz a corto plazo, para muchos expertos se revela peligroso a la hora de educar personas seguras y responsables, puesto que el niño aprende a no repetir la acción en el futuro por el miedo a ser castigado o, por el contrario, lo hace porque recibirá algo a cambio. En ambos casos, o se sigue sin saber por qué determinada acción está mal o se resta valor al sentido de lo que se hace, puesto que lo importante es rehuir el castigo o recibir el premio según el caso.
Educar no es lo mismo que enseñar A los niños hay que enseñarles, pero que también hay que educarlos. Enseñar y educar no es lo mismo, puesto que la educación va más allá y tiene que ver con que las personas aprendan a interpretar el mundo y a dar sentido a las cosas y a la vida. Por eso, frente a lo mecánico del aprendizaje, la educación se fundamenta en pilares diferentes que pretenden formar parte de los cimientos del niño responsable.
Y ser responsable significa, precisamente, ser capaz de aceptar las consecuencias de las acciones que llevamos a cabo. Para ello, es necesario haber decidido por voluntad propia, es decir, si los niños no aprenden por ellos mismos muchas de las enseñanzas transmitidas por sus padres, será difícil que las asuman. Sin estos espacios de autonomía, difícilmente llegarán a ser responsables. En esta línea, la imposición carece de sentido educativo y la obediencia no tiene razón de ser, si el niño no comprende por qué ha de hacer algo. En definitiva, se trata de promover la autonomía del niño y dejarle actuar con libertad, pero sin confundir esa libertad con permisividad, puesto que, de lo contrario, estaremos educando niños irresponsables acostumbrados a hacer y deshacer siempre según su voluntad.
Los pilares de la educación
- Tiempo: tiempo para pensar qué educación queremos para nuestros hijos y tiempo para observarlos y explicarles aquello que no entiendan las veces que sea necesario.
- Comunicación y diálogo: los niños que aprenden a dialogar desde pequeños tienen más facilidad para comunicarse y comprenderse a sí mismos y se convierten en personas más autocríticas y responsables. En este proceso es muy importante que el niño aprenda a contar y explicar lo que ha hecho durante el día, pero también lo que siente y piensa acerca de si mismo, de lo que ve y de los demás.
- Saber interpretar: es muy importante saber interpretar lo que los niños exteriorizan a través de sus palabras, sus juegos y sus conductas, puesto que muchas veces, sin saberlo, están reflejando sus propios miedos y deseos.
- Coherencia: es imprescindible que haya una correlación entre lo que los padres hacen y lo que enseñan a sus hijos. De lo contrario, quedarán desacreditados y desautorizados. No hay que olvidar que son más convincentes las acciones que las palabras.
- Confianza: los niños y los adolescentes que tienen confianza con sus padres suelen tener una mayor capacidad para resolver sus problemas. Si no se ha dado esa buena comunicación entre padres e hijos para fomentar la confianza de los unos en los otros, lo más probable es que a la hora de actuar, el adolescente reaccione de manera contraria a como lo harían sus padres, manifestándose así su rebeldía.
- Amor y cariño: Sentirse querido da fuerza y seguridad al niño. Por ello, son elementos importantes en la educación la presencia activa de los padres, las caricias, los besos y los abrazos, los juegos y el tiempo que se pasa con los hijos.
No existe, pues, una fórmula mágica para educar a los hijos, sino que cada padre tendrá que hacerse con sus propias estrategias a partir de su experiencia y de los valores que pretende inculcar, sin olvidar nunca la propia personalidad del niño.
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