EL AGUATERO
Era un reino feliz. Allí había muchas fuentes. El color de su paisaje, verde intenso, que se multiplicaba en diversos tonos. Bosques tupidos crecían con espléndido vigor. Siempre había tenido abundantes cosechas. Era una tierra que reía sin cesar: por el murmullo de las fuentes, por el viento entre las frondas, por el rumor de los arroyos, por el canto de los pájaros, por las risas de los niños ...
Los hombres se amaban y procuraban, al vivir, que todos estuvieran contentos. Ellos también reían. No había enfermedades, ni envidias, ni odios. La calumnia no era conocida. Y todos se ayudaban en generosa y alegre cooperación.
A pesar de todo, un hombre llamaba especialmente la atención entre todos los del pueblo. Era de edad avanzada. Tenía el encargo de cuidar los manantiales y las fuentes del reino. Un personaje singular con una vida que no podía ser más sencilla: salía muy de mañana, se pasaba todo el día en el campo ocupado en su trabajo y regresaba cuando se ponía el sol. Se decía de él que vivía con su alma enraizada en las fuentes que cuidaba.
Nadie intentó explicarlo, pero todos sabían que era el hombre más amado de aquel mundo feliz. Sentían hacia él, además, un profundo respeto y todos, también, procuraban ver, aunque fuese a hurtadillas, su rostro cuando volvía de su trabajo diario, pues sembraba paz y dulzura.
Era la personalidad más acusada entre ellos, aunque su vida se gastaba en amar, trabajar y sonreír. Sin saber por qué, el aguador del reino suponía, para todos, algo muy importante en sus vidas. Hubieran dicho que no sabrían explicarse la felicidad de su país sin la presencia del aguador; que a todos les infundía fe, seguridad y alegría; que era el más rico tesoro que poseían.
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