En ti está la fuente de la vida.
Cuentan que un día, un hombre heredó un vasto territorio, yermo y seco, formado
por interminables dunas de arena. Con el fin de sacar algún rendimiento de
aquel terreno, decidió buscar agua y así, comenzó a cavar un pozo.
Tras unos días de intensa labor bajo un ardiente sol no manaba ni una sola gota.
Contrariado, decidió probar en otro lugar, unos cuantos metros más allá; pero
el nuevo pozo también estaba seco. Como era un hombre tenaz siguió
intentándolo cavando un pozo tras otro sin obtener ningún resultado.
Un día, abatido, volvía a su casa tras otra jornada de infructuoso trabajo cuando, en un
cruce de caminos, halló a un anciano con una gran barba blanca y un cayado con el
que se ayudaba a caminar. El anciano, al ver el rostro apesadumbrado
de nuestro hombre, se detuvo a su paso y le preguntó:
- ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan abatido?
El hombre respondió: - Soy dueño de todo este territorio pero
no me sirve de nada pues no tiene agua.
- ¿Por qué no cavas un pozo?, contestó el anciano.
- ¡Un pozo!...!Pero si llevo ya cuarenta y nueve y no he hallado ni una gota de agua!, replicó.
El anciano se sentó sobre una roca, apoyado sobre su cayado y respondió:
- ¡Quizá no has cavado lo suficiente! Elige uno de tus pozos y olvida el resto.
Cava en él sin descanso, a todas horas, todos los días. No importa que no brote el agua.
No desfallezcas. Sigue cavando y, cuando creas que ya no
te quedan fuerzas, entonces… ¡continúa cavando!.
Tras estas palabras, el anciano prosiguió su camino y se alejó. Nuestro hombre
quedó pensativo y se marchó a su casa con el firme propósito de hacer lo que le
había dicho el anciano. Así que, al día siguiente, eligió uno de los
pozos y comenzó a cavar donde antes lo había dejado.
Un día, otro día, una semana, otra semana, ...
- ¡Esto es inútil!, decía. - Estoy trabajando para nada.
Sin embargo seguía cavando. Así pasaron los meses y de
aquel pozo seguía sin brotar una sola gota de agua.
- ¡Dios mío!; exclamó, - ¡me estoy dejando las manos en este pozo!.
El hombre se detuvo y lloró amargamente. El anciano volvió a pasar por allí y
encontró de nuevo a nuestro hombre, abatido y sin esperanza.
- ¿Qué te ocurre? ¿Has encontrado ya el agua?, le dijo el anciano.
- No, respondió aquél. - Llevo casi un año ahondando en ese pozo pero todo
mi esfuerzo ha sido en vano. Este es un terreno árido y seco.
Tras escucharle con atención, el anciano apoyó su mano en el hombro derecho
de aquel hombre mientras le decía: - Si de verdad quieres encontrar agua, sigue
cavando ese pozo. El anciano prosiguió su andadura hasta que se alejó definitivamente.
Al día siguiente, nuestro hombre volvió de nuevo al pozo y siguió cavando.
El pozo era ya muy profundo. Al poco rato, el agua comenzó a manar
abundantemente del suelo ante los ojos atónitos del hombre.
Así es la vida. Así somos los seres humanos. Buscamos agua porque tenemos sed;
nuestra alma está sedienta de vida, pero nos cansamos muy pronto de ahondar
en nuestro pozo. Picoteamos aquí y allá pero no profundizamos lo suficiente.
Perdemos la fe y la esperanza sin saber que, un poco más abajo,
está la fuente de la vida. Se halla en nuestro interior.
Somos nosotros mismos. Tan solo hace falta persistir en la búsqueda y levantarse
de nuevo tras una caída. El agua puede estar muy cerca pero si abandonamos
el pozo y comenzamos a buscar el agua en otro lado, quizá nunca la encontremos.
Autor: Antonio de Fuertes Bauzá
|