La
juventud mira el mundo como un escenario para que ella se divierta.
La madurez
mira el mundo como un templo donde se medita y reflexiona.
La
juventud se violenta, se rebela, porque no encuentra medio más
auténtico de expresar su descontento… Y es intransigente.
La
juventud enseña todas las cartas, juega con las indispensables
y reserva siempre… por si al final llega el triunfo.
La madurez
se domina, desanda muchas veces el camino desde sus causas más
profundas, hasta sus últimas consecuencias… Y es
mediadora.
Para
la juventud, el amor es un mar embravecido, tumultuoso. Es celoso
y puede pasarle fácilmente.
Para la
madurez, es un lago sereno, unas fisonomías bien compenetradas,
un nudo trenzado de tal forma que ni se piensa en poder desatarlo.
En
la juventud hay más apasionamiento que amor.
En la madurez
hay más amor que apasionamiento.
La
juventud se entrega plenamente, quiere romper todas las barreras
y se declara constructora de su propio destino.
La madurez
se da con reservas, conserva las tradiciones y sabe que Dios
traza los destinos, ¡y el hombre es sólo un instrumento!
La
juventud es cuesta arriba, tiene mucho que descubrir.
La madurez
es cuesta abajo, tiene mucho que enseñar.
La
juventud es una llama vigorosa, fuerte, que muchas veces quema
las alas… y peligra.
La madurez
es una llama tibia, confortante, que ilumina y que dura.
La
juventud se aferra.
La madurez
argumenta.
La
juventud se mira por fuera.
La madurez
se mira por dentro.
La
juventud lleva sus acciones y sus pensamientos con facilidad
fuera de la realidad.
La madurez
no aspira a moldes ideales…. conoce la deficiencia humana
y es más positiva.
Pensemos
que también la madurez tiene sus bellezas. Por algo la
naturaleza, que es tan sabia, espera a que sus frutos maduren
para entregarlos…
¡Acéptala
con valentía!