Con la fiesta de Cristo Rey terminan los
domingos del año litúrgico.
Como decía Juan Pablo II, esta solemnidad
es “como una síntesis de todo el misterio salvífico”.
Cuando el papa Pío XI instituyó esta fiesta,
lo hizo para mostrar a Jesús como único
soberano ante una sociedad que parecía
querer vivir de espaldas a Dios.
Hoy también queremos expresar
que Jesús debe ser soberano
total para cada uno y para la sociedad.
Claro que su reino no quiere
ser de fuerza y poder, sino
de bondad y amor.
La palabra “rey” tiene hoy
muchas connotaciones.
Nosotros nos atenemos al sentido antiguo
y total, ya que aparece muchas
veces en la Sagrada Escritura.
Jesús desde el principio predicaba
sobre el “Reino de Dios”
o de los cielos.
Y muchas veces tratamos de las
diferentes cualidades de ese
“Reino”, según nos enseña Jesús.
Lo cierto es que Él se tenía
por rey. Así se lo dijo a Pilato:
“Yo soy rey”. Pero a continuación explicó
que su reino no es como
los de este mundo.
En la historia ha habido grandes
errores al querer convertir el
reino de Jesús a la manera
del mundo. Y a veces en el
nombre de Cristo se han justificado
crímenes y victorias materiales de
unos sobre otros.
Pero el Reino de Dios es la
victoria sobre la opresión y la muerte
por medio del perdón.
Es fundamentalmente un reino
de amor. Hoy se nos dice la manera
de entrar en el Reino de Dios:
por medio del amor.
En la Última Cena Jesús hacía
la distinción de los dos reinos y decía:
“Los reyes de la tierra dominan sobre las
personas”; pero Él estaba en medio como
el que sirve. Y les decía a los
apóstoles que quien quiera ser el
primero, que se haga el último, el esclavo
de todos. Bien podemos decir que en
nuestra religión “servir es reinar”.
Cristo es nuestro rey, porque es el
único que nos ama de una manera total.
Y por lo tanto es el único por
quien vale la pena entregarse en
cuerpo y alma. La mejor forma de
honrar a Jesús es imitándole en su actitud
de servicio hacia la humanidad.
Y como es Dios, rey dueño de
todo, un día nos juzgará sobre
nuestras obras en la vida.
Dios es tan bueno que nos da la
oportunidad de poder ganar
con nuestros méritos la alegría
eterna. Pero también corremos el
riesgo de perderla. Hoy en el
evangelio nos cuenta de qué nos
va a juzgar aquel día. Es algo muy
serio y de vital trascendencia.
Jesús nos juzgará no sobre las
ideas y las palabras, ni siquiera
sobre las prácticas religiosas,
aunque pueden ser muy buenas,
pues nos ayudan a conseguir lo
principal que es el amor.
Hoy nos dice el evangelio que nos
juzgará sobre las obras que hayamos
hecho o dejado de hacer en cuanto
a la caridad: las obras de misericordia.
Y lo más impresionante es que Él,
siendo juez, se identifica con los
pobres y necesitados.
Por lo tanto las obras que pueden
salvarnos son las obras de amor.
Esto sirve para los cristianos y
para todos los pueblos.
Por eso, aunque hagamos
cosas maravillosas, en el sentido
material y humano, si no lo hacemos con
amor y para el bien de los demás, no
nos servirán. Así que las obras de
misericordia no es algo que debamos
hacer, cuando no tengamos otra cosa
importante que hacer.
Es lo más importante. Es la manera
de corresponder al inmenso amor de
Jesús, porque en el necesitado está Jesús.
Y cuando se habla del necesitado, no es sólo
en el sentido material. Hay otras
muchas necesidades, psicológicas
y sobre todo espirituales.
Por eso todos nos podemos ayudar,
aunque uno crea que es un pobrecito.
Siempre puede ayudar a otros.
Jesús no nos pide un amor idealista,
sino efectivo, traducido en obras
concretas. Haciendo el bien es como
podemos hacer que el Reino de Dios sea
apetecible. Todos estamos obligados a
extender el Reino de Dios.
Es difícil ir a predicar a otros lugares;
pero sí podemos hacer el bien, entre
nosotros, en la misma casa y en la familia…
Y el Reino de Dios, que es de paz, de justicia,
de vida y verdad, se habrá extendido.
Que Cristo reine en nuestras personas
y, por el amor, se irá extendiendo.
P. Silverio Velasco