El ángel - Cuento de Hans Christian Andersen
En la película “Código de honor”, el personaje que encarna
Vanesa Redgrave le relata a Jack Nicholson este cuento cuando
habla de su nieta asesinada y violada por un abusador de menores.
Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo
un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el
cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas
blancas, emprende el vuelo por encima de todos los
lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez
un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que
luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo.
Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas
aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso,
con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar
en el coro de los bienaventurados.
He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor
mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño
lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los
diferentes lugares donde el pequeño había jugado,
y pasaron por jardines de flores espléndidas.
-¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el ángel.
Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano
perversa había tronchado el tronco, por lo que todas
las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos,
colgaban secas en todas direcciones.
-¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo; junto a Dios florecerá.
Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus
palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.
Recogieron luego muchas flores magníficas, pero
también humildes ranúnculos y violetas silvestres.
-Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y el ángel
asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida
el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio
absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando
en el aire por uno de sus angostos callejones, donde
yacían montones de paja y cenizas; había habido
mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso,
trapos y viejos sombreros, todo ello de
aspecto muy poco atractivo.
Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló
los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido
un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre
ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.
-Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-.
Mientras volamos te contaré por qué.
Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:
-En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía
un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento
estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en
su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en
dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días
de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega,
nada más que media horita, y entonces el pequeño se
calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre
en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante
el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir».
Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales,
sólo porque el hijo del vecino le traía la primera
rama de haya.
Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba
debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.
Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores
del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz;
por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto
a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella
flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas
y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín
más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra.
La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese
hasta el último de los rayos de sol que penetraban por
la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños,
pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba
la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte,
cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto
a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido
en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando
la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle.
Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos
puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado
más alegría que la más bella del jardín de una reina.
-Pero, ¿cómo sabes todo esto? -
preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.
-Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel pobre
niño enfermo que se sostenía sobre muletas.
¡Y bien conozco mi flor!
El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la
mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y
en el mismo momento se encontraron en el Cielo
de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza.
Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante
le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y
con ellos se echó a volar, cogido de las manos.
Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas
las flores, pero a la marchita silvestre la besó,
infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el
coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy
de cerca otros formando círculos en torno a los primeros,
círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos
rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes
y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado
y la pobre flor silvestre que había estado abandonada,
entre la basura de la calleja estrecha y
oscura, el día de la mudanza.
FIN