Por Favor, respete las señales de tránsito”. “Tienes que hacerte respetar”. “Respeta a tu madre”. De ésta y otras muchas maneras escuchamos y utilizamos la palabra respeto en nuestra vida diaria. Detrás de estas siete letras se esconde un valor que la sociedad necesita y que toda persona recta debe buscar. En la raíz de los grandes problemas de nuestro mundo, encontramos profundas faltas de respeto; en consecuencia, la solución que con tanto afán buscamos radica en la vivencia de este valor –tesoro de la humanidad- en sus distintas facetas y aplicaciones. Si aprendemos a respetar a la naturaleza, cuidándola en su maravilloso equilibrio y a administrar bien los recursos que nos regala, se evitarían males presentes y futuros; y disfrutaríamos de un lugar más próspero para vivir, como Dios quiere y ha programado con infinita sabiduría y amor infinito. Si respetamos –todos- las leyes del tráfico, cuántos accidentes, mortales o no, estaríamos previniendo. Si todos decidimos ser honestos respetando el orden legal y jurídico establecido, contribuiríamos al bien de muchos. Si pensamos en que nuestros derechos terminan donde empiezan los derechos de los demás –todos tenemos derechos y deberes que cumplir- y respetamos esta norma elemental, se suprimirían cantidad enorme de conflictos sociales y tal vez, familiares. Si actuamos pensando que tenemos que tratar al otro como queremos que se nos trate a nosotros mismos, todos viviríamos más felices y más tranquilos; se acabaría la violencia, también la delincuencia y otros tantos males de las sociedades de hoy. La lista podría extenderse mucho más, pero podríamos caer en lo que podría interpretarse como un sueño fuera de toda realidad. El ideal del respeto requiere una motivación justa y la educación colectiva en los detalles. Se puede respetar por puro temor a una consecuencia negativa, como el castigo a una falta, o como el despido del empleado que no respeta las normas de su trabajo. El respeto también puede estar motivado por un auténtico sentido de justicia; respetamos el trato hecho porque somos “gente de palabra”; respetamos la propiedad ajena porque sabemos que no nos pertenece. Pero el respeto puede y debe ir más allá del propio temor y de la simple justicia. El amor es el motor que puede impulsar el respeto a mayores profundidades. Sólo el esposo que ama de verdad, respeta su promesa de fidelidad a su mujer. Sólo la madre que ama a los hijos los educa con respeto y con cariño. Sólo los hijos que aman y valoran lo que los padres hacen por ellos, los estarán respetando de verdad. El novio respetará a su pareja si la ama de verdad. Respeto al amigo en sus momentos difíciles, respeto a nosotros mismos, a nuestro cuerpo y a nuestra dignidad. Todo esto es posible únicamente si nos motiva el amor, que hará ese respeto más auténtico y profundo. Por amor a la verdad es preciso respetar lo que es el auténtico respeto. Hoy se habla mucho de tolerancia y algunos entienden el respeto como dejar que cada quien haga y piense lo que quiera. Pero ante todo el respeto implica el respeto a la verdad. Y la verdad auténtica no depende de las opiniones personales; hay verdades que no son opinables, no dependen del pensar o creer de cada uno, son verdades absolutas por sus propios valores. Así alguien puede pensar que la vida del no nacido no vale nada. A ese alguien se le respetará como persona, pero a la verdad habrá que respetarla y defenderla La verdad última en la que se fundamenta toda forma de respeto nos remita al Autor de esa obra de arte que es el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios. Cuando respetamos a las personas, al aún no nacido, a los padres y a nosotros mismos, pensemos que Cristo dijo: “A Mí me lo haciste”. En nexo entre respeto y caridad es fuerte y profundo. Es, en definitiva, una manifestación del amor. Del amor que Dios nos ha tenido y que nos llama a reflejar. Vence el mal con el bien.