La queja es una actitud, un modo de expresión que a veces se distancia de su “formato original” para convertirse en un hábito.
Hay quienes obviando un entorno placentero tiñen de hostilidad todo cuanto les rodea, rociando nocivamente y con desmesura a quienes tenemos la sana costumbre de intentar ayudar a los demás.
Te tropiezas con ellos, los quejaportodo , y en cuestión de segundos te están poniendo al tanto de todos su padecimientos. Nunca ven nada positivo en lo que les rodea. Ven el agujero en la rosquilla, el vaso medio vacío, el lado gris de la vida.
Intentas, casi siempre infructuosamente, darles razones simples por las que sentirse contentos, satisfechos, relajados… pero ellos, ellas, refutan tus razones y tanto más intentas declararles lo positivo de su situación más infranqueables parecen sus fronteras.
Tras una charla con los quejaportodo te sientes cansada. Vuelves a tu rutina con menos energía, y te preguntas: ¿por qué me meto yo en estos asuntos? Con lo fácil que resulta evitar a estos seres que no quieren ver la realidad, su realidad.
Lo más sencillo sería evitarlos, pasar de ellos, ignorar sus quejas. Pero: ¿Es lo correcto?
Llegados a este punto ceden mis fuerzas y retomo el camino adecuado. Voy a la Palabra; santo manual de instrucciones y encuentro muchas situaciones en las que el pueblo de Israel se queja, lamenta su estado y se aleja de Dios.
Dios aborrece esta actitud, esta falta de contentamiento. Cuando intento ayudar a un quejaportodo y noto su desaire, me mentalizo que no soy yo la persona adecuada para atender su decepción y que lo único que puedo hacer es ofrecerle la ayuda de Dios.
A veces la felicidad no es tener lo que uno quiere, es más bien contentarse con lo que se tiene y ser feliz con ello. Aprender a ver lo positivo en las situaciones adversas y comprender que quienes amamos a Dios todas las cosas nos ayudan a bien, aunque esas cosas no sean de nuestro agrado.
La queja aparta la alegría, llena la vida de desilusión y la ilusión es un motor precioso que nos mantiene unidos al niño que llevamos dentro.
Cuando las palabras dañinas y plagadas de descontento son emitidas una y otra vez por una misma persona, una se tiene que armar de valor y confrontar a ese ser que sabiéndolo o ignorándolo desparrama sobre ti una lluvia nociva de sinsabores, desgracias, pesares, temores, críticas, y no parecen tener en cuenta tus sentimientos.
No les hago un surco dejándolos al margen. No los someto al olvido y muestro sordera selectiva. Hago lo que creo que debo, escucho con gallardía sus frases y antes de que pongan ese temido y lapidario punto final, les animo a que miren a su alrededor, ese entorno cercano donde se trazan abrazos, risas, palabras de ánimo, besos, caricias, roces tiernos, luces brillantes, matices vivos, sones alegres, huellas divinas…
Cuando uno mira todas las pequeñeces que le rodean sabe que quejarse es injusto. Saborear lo sencillo de la vida, lo que se nos ofrece de forma gratuita está al alcance de casi todos, es por ello que la queja no debiera ser una constante cancioncilla rumiadora que carcome con silencioso pesar el alma, los huesos.
Motivemos con nuestra sana forma de vida a aquellos que no ven más allá de su desgracia. Invitemos con sencillas propuestas a que abandonen ese estado de pesadez continua y se atrevan a ser diferentes. Si no te atreves a salir de donde estás, nunca te moverás.
Hay quienes obviando un entorno placentero tiñen de hostilidad todo cuanto les rodea, rociando nocivamente y con desmesura a quienes tenemos la sana costumbre de intentar ayudar a los demás.
Te tropiezas con ellos, los quejaportodo , y en cuestión de segundos te están poniendo al tanto de todos su padecimientos. Nunca ven nada positivo en lo que les rodea. Ven el agujero en la rosquilla, el vaso medio vacío, el lado gris de la vida.
Intentas, casi siempre infructuosamente, darles razones simples por las que sentirse contentos, satisfechos, relajados… pero ellos, ellas, refutan tus razones y tanto más intentas declararles lo positivo de su situación más infranqueables parecen sus fronteras.
Tras una charla con los quejaportodo te sientes cansada. Vuelves a tu rutina con menos energía, y te preguntas: ¿por qué me meto yo en estos asuntos? Con lo fácil que resulta evitar a estos seres que no quieren ver la realidad, su realidad.
Lo más sencillo sería evitarlos, pasar de ellos, ignorar sus quejas. Pero: ¿Es lo correcto?
Llegados a este punto ceden mis fuerzas y retomo el camino adecuado. Voy a la Palabra; santo manual de instrucciones y encuentro muchas situaciones en las que el pueblo de Israel se queja, lamenta su estado y se aleja de Dios.
Dios aborrece esta actitud, esta falta de contentamiento. Cuando intento ayudar a un quejaportodo y noto su desaire, me mentalizo que no soy yo la persona adecuada para atender su decepción y que lo único que puedo hacer es ofrecerle la ayuda de Dios.
A veces la felicidad no es tener lo que uno quiere, es más bien contentarse con lo que se tiene y ser feliz con ello. Aprender a ver lo positivo en las situaciones adversas y comprender que quienes amamos a Dios todas las cosas nos ayudan a bien, aunque esas cosas no sean de nuestro agrado.
La queja aparta la alegría, llena la vida de desilusión y la ilusión es un motor precioso que nos mantiene unidos al niño que llevamos dentro.
Cuando las palabras dañinas y plagadas de descontento son emitidas una y otra vez por una misma persona, una se tiene que armar de valor y confrontar a ese ser que sabiéndolo o ignorándolo desparrama sobre ti una lluvia nociva de sinsabores, desgracias, pesares, temores, críticas, y no parecen tener en cuenta tus sentimientos.
No les hago un surco dejándolos al margen. No los someto al olvido y muestro sordera selectiva. Hago lo que creo que debo, escucho con gallardía sus frases y antes de que pongan ese temido y lapidario punto final, les animo a que miren a su alrededor, ese entorno cercano donde se trazan abrazos, risas, palabras de ánimo, besos, caricias, roces tiernos, luces brillantes, matices vivos, sones alegres, huellas divinas…
Cuando uno mira todas las pequeñeces que le rodean sabe que quejarse es injusto. Saborear lo sencillo de la vida, lo que se nos ofrece de forma gratuita está al alcance de casi todos, es por ello que la queja no debiera ser una constante cancioncilla rumiadora que carcome con silencioso pesar el alma, los huesos.
Motivemos con nuestra sana forma de vida a aquellos que no ven más allá de su desgracia. Invitemos con sencillas propuestas a que abandonen ese estado de pesadez continua y se atrevan a ser diferentes. Si no te atreves a salir de donde estás, nunca te moverás.
Autores: Yolanda Tamayo