Mientras todos seguían asombrados por lo que Jesús había hecho, dijo él a sus discípulos:
–Oíd bien esto y no lo olvidéis: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.
Pero ellos no entendían estas palabras, pues Dios no les había permitido entenderlo. Además tenían miedo de pedirle a Jesús que se las explicase.
Lc 9: 42,45
Torpes, Señor, somos torpes, sordos y, sobre todo, cobardes.
Nos asombra tu grandeza, tus milagros. Todo lo que nos entra por los ojos nos hace exclamar “¡bendito sea tu nombre!”. Nos alimentamos de lo que entra por nuestros sentidos, de las maravillas que nos llenan la cabeza.
Pero cuando el milagro ha concluido, cuando la adrenalina mengua, nuestra razón no se llena de proezas, nos fallan los oídos, el entendimiento y la memoria para retener lo que quieres transmitirnos.
Ante algunas de tus expresiones nos entra el miedo. ¿Qué quisiste decir al reclamar la atención de tus discípulos?, ¿tenías miedo?, ¿qué intuías?, ¿sabías que te dejarían solo cuando estuvieras colgado en la cruz y no se produjera el milagro de librarte de ella?
Quizás quisiste dar a entender que para nada sirve el asombro de los hombres ya que su estado de ánimo es tan voluble como el viento y que todos aquellos que estaban admirados de tu grandeza, poco después aceptarían tu muerte y pensarían que todo había acabado.
No entendemos, Jesús, no entendemos más de lo que queremos entender y, además, el miedo a enfrentarnos con la realidad nos ciega ante el presente y el futuro.
No sé, Señor, yo tampoco entiendo. Soy como ellos en aquel día que echaste fuera el demonio que atrapaba la libertad del muchacho, simplemente me asombro de tus maravillas sin tener alcance suficiente para penetrar en ti.
El ser humano no quiere oír lamentos, no quiere saber nada de lo que pueda entristecerle. El ser humano sólo piensa en llenarse de hermosas proezas, como si la vida sólo aportara esa parte de felicidad.
Anunciaste que ibas a ser entregado en manos de los hombres y se hizo el silencio y la incomprensión. Se hizo la noche y nadie quiso hacer preguntas. Anunciaste tu muerte y no quisieron oírte, no continuaron la conversación, no te preguntaron más, no desearon saber más, no se enfrentaron con la realidad, prefirieron quedarse con la duda. El miedo al conocimiento nos ciega y nos hace temblar. Buscamos vivir sin complicaciones.
Quisiera escuchar de ti, no sólo ver hechos atrayentes. Quisiera escuchar de ti. Quisiera entender los entresijos de tus palabras.
Insensato es el ser que se alimenta de la fuerza que entra por sus ojos, y cuando ese impacto no se hace presente no sabe de qué manera mostrarte a los que no te conocen, pues ellos, como seres iguales a nosotros, desean lo mismo para su vista.
Queremos señales para llevar en bandeja ante la mirada del otro. Regalar milagros, contarlos, es más fácil que mostrarnos a nosotros mismos ante los demás, es más fácil que dar testimonio fiel de tu persona a través de nuestra vida.
Señor Jesús, haz que nuestro corazón tenga deseos de ti, que oigamos y no olvidemos.
–Oíd bien esto y no lo olvidéis: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.
Pero ellos no entendían estas palabras, pues Dios no les había permitido entenderlo. Además tenían miedo de pedirle a Jesús que se las explicase.
Lc 9: 42,45
Torpes, Señor, somos torpes, sordos y, sobre todo, cobardes.
Nos asombra tu grandeza, tus milagros. Todo lo que nos entra por los ojos nos hace exclamar “¡bendito sea tu nombre!”. Nos alimentamos de lo que entra por nuestros sentidos, de las maravillas que nos llenan la cabeza.
Pero cuando el milagro ha concluido, cuando la adrenalina mengua, nuestra razón no se llena de proezas, nos fallan los oídos, el entendimiento y la memoria para retener lo que quieres transmitirnos.
Ante algunas de tus expresiones nos entra el miedo. ¿Qué quisiste decir al reclamar la atención de tus discípulos?, ¿tenías miedo?, ¿qué intuías?, ¿sabías que te dejarían solo cuando estuvieras colgado en la cruz y no se produjera el milagro de librarte de ella?
Quizás quisiste dar a entender que para nada sirve el asombro de los hombres ya que su estado de ánimo es tan voluble como el viento y que todos aquellos que estaban admirados de tu grandeza, poco después aceptarían tu muerte y pensarían que todo había acabado.
No entendemos, Jesús, no entendemos más de lo que queremos entender y, además, el miedo a enfrentarnos con la realidad nos ciega ante el presente y el futuro.
No sé, Señor, yo tampoco entiendo. Soy como ellos en aquel día que echaste fuera el demonio que atrapaba la libertad del muchacho, simplemente me asombro de tus maravillas sin tener alcance suficiente para penetrar en ti.
El ser humano no quiere oír lamentos, no quiere saber nada de lo que pueda entristecerle. El ser humano sólo piensa en llenarse de hermosas proezas, como si la vida sólo aportara esa parte de felicidad.
Anunciaste que ibas a ser entregado en manos de los hombres y se hizo el silencio y la incomprensión. Se hizo la noche y nadie quiso hacer preguntas. Anunciaste tu muerte y no quisieron oírte, no continuaron la conversación, no te preguntaron más, no desearon saber más, no se enfrentaron con la realidad, prefirieron quedarse con la duda. El miedo al conocimiento nos ciega y nos hace temblar. Buscamos vivir sin complicaciones.
Quisiera escuchar de ti, no sólo ver hechos atrayentes. Quisiera escuchar de ti. Quisiera entender los entresijos de tus palabras.
Insensato es el ser que se alimenta de la fuerza que entra por sus ojos, y cuando ese impacto no se hace presente no sabe de qué manera mostrarte a los que no te conocen, pues ellos, como seres iguales a nosotros, desean lo mismo para su vista.
Queremos señales para llevar en bandeja ante la mirada del otro. Regalar milagros, contarlos, es más fácil que mostrarnos a nosotros mismos ante los demás, es más fácil que dar testimonio fiel de tu persona a través de nuestra vida.
Señor Jesús, haz que nuestro corazón tenga deseos de ti, que oigamos y no olvidemos.
Autores: Isabel Pavón