Cuando la confesión nos gobierna
Hace unos días, una mujer me pedía intercesión por una angustiante situación en su vida. Cada una de sus palabras estaba impregnada de dolor, derrota, desesperación.
Recordé entonces el episodio del profeta Elías con la viuda de Sarepta, que se describe en I Reyes cap. 17. Elías le pide algo de comer y ella le ofrece pan que iba a preparar para ella y su hijo, con una última ración de harina y aceite que le quedaban… “para que lo comamos y nos dejemos morir”. Tal la declaración dela mujer. Y efectivamente así comienza a suceder. El hijo muere.
Los problemas son reales, de ninguna manera inventados. El dolor, la angustia, el miedo, la desesperación y la impotencia de no poder hacer absolutamente nada en tales situaciones, paraliza, bloquea. No es tanto el terrible problema por el que pasamos, sino el no poder hacer nada, lo que nos llena de angustia y nos desborda. Es como si la situación nos quedara grande lo que nos menoscaba, derriba; nos tiene tirados en el suelo sin poder levantarnos y con el pie del enemigo pisándonos la cabeza.
Hasta hace muy poco tiempo quien esto escribe, vivía pensando y diciendo: “Dios no me bendice, no me está ayudando”; “mi vida está en un callejón sin salida”; “estoy acabado”; “estoy bajo alguna clase de maldición”; “nada de lo que emprendo prospera” y cosas por el estilo. Vivía cada momento de mi vida en una tormenta de pensamientos negativos, amasando la angustia; con mis quejas y lamentos literalmente escarbando en el dolor una y otra vez. Había perdido el trabajo, la situación financiera comenzaba a resquebrajarse, y en los aspectos familiares notaba un gran retroceso. Densos nubarrones de tormenta amenazaban en el horizonte con llevarse todo lo que prácticamente una vida me costó construir.
La situación de la amada hermana que me escribió, los problemas de quien esto escribe, y la viuda de Sarepta, del cap. 17 del primer libro de Reyes, tienen al menos un denominador común: la confesión, la declaración.
Me costó darme cuenta de que a pesar de los otros problemas, la salud física y mi ministerio no se habían comprometido. “Gracias a Dios de salud estamos bien”. “Gracias a Dios, en lo ministerial no me ha ido nada mal” eran mis pensamientos y mi declaración. Y tal y cual. En esos aspectos las cosas marchaban bien. Tal vez no del todo como yo quería, pero andaban bien.
Pero en lo que yo mismo decía: “estoy acabado”, también se cumplía a rajatabla.
Debo confesar que necesité ayuda para poder poner mi mente y mi corazón a pensar en otro sentido. Recién cuando en oración pedimos a Dios que cortara todo lazo de maldad, revocara todo pacto con las tinieblas; pasado y presente, propios y de nuestros antepasados; que el Señor sellara toda puerta abierta al reino de las tinieblas; es cuando comencé a creer que la bendición de Dios, que la victoria ya estaba disponible para mí.
No fue sencillo. No fue fácil. Pedro pudo dar algunos pasos sobre las aguas mientras su mirada estuvo en el Señor Jesús. Se hundió cuando apartó la mirada del Autor del milagro, miró alrededor y la tormenta lo asustó.
Pues bien, así es mi vida. Y es que definitivamente: lo que creemos en nuestro corazón es lo que confesamos y declaramos. Mi confesión cambió cuando comencé a creer que Dios había terminado con su poder toda influencia de maldad sobre mi vida y la de mi familia.
Cuando comencé a creer en mi corazón y a confesar con mi boca, que este sería “mi año”. Cuando dí mis primeros y tímidos pasos de obediencia a consecuencia de la fe, arrepintiéndome y corrigiendo cosas que estaban mal o me alejaban de Dios, es cuando literalmente emprendí mi caminata sobre las aguas. Ya no me estaba ahogando y pude decirle a mis problemas cuán grande es Dios, no continuar lamentándome ante Dios por cuán grande es mi problema, cosas que son bien distintas.
Durante las últimas dos semanas recibí una bendición económica increíble y de quien menos lo esperaba; y hoy estoy trabajando en uno de los mejores Estudios de Ciencias Económicas de la ciudad.
Cuando nuestra propia confesión gobierna, los más dulces sueños se cumplen, pero las más terribles pesadillas también se hacen realidad.
Autor: Luis Caccia Guerra