No se trata de un fenómeno de la cultura cristiana, ni un folclore religioso, tampoco de unos días de vacaciones; por mucho que para gran parte de la población sea sólo alguno de estos aspectos.
Siendo concretos y rigurosos, se rememora un acontecimiento real, histórico, que ocurrió en lo que hoy es Oriente Próximo.El final de un judío que se proclamaba profeta, Hijo del Dios Altísimo, y que se decía igual a Dios. Fue juzgado, torturado y ajusticiado en Jerusalén como un criminal.
Las multitudes le habían aclamado poco antes, un domingo, al entrar en la ciudad. Le habían visto hacer milagros, enseñar en parábolas que a día de hoy se siguen repitiendo cuando han pasado más de dos mil años. Querían hacerle rey. Pero Él aseguraba saber que su destino pasaba por morir colgado de un madero.
Unos días después, en aquella misma ciudad, fue apresado como un ladrón, juzgado incumpliendo las leyes de aquel tiempo, traicionado y abandonado por todos (incluso por sus más cercanos), y finalmente condenado por un juez romano (el gobernador Poncio Pilato) que reconoció que no encontraba culpa en Él, pero que prefirió la paz política y social aunque le costase la vida de aquel inocente.
Toda una vida. Y la muerte. Una muerte precedida de la más cruel tortura de Roma, de las burlas de sus conciudadanos incluso en su terrible agonía. Y Él seguía manteniendo que era el Hijo del Dios Altísimo, su Padre.
Y allí quedó entre dos ladrones. Y allí quedó desnudo y abatido. Y allí quedó flagelado, herido, traspasado de clavos y su costado por una lanza. Muerto de asfixia y desgarrado junto a dos delincuentes, en la que era la muerte vergonzosa –pero mucho más cruel- de la silla eléctrica o la horca de su tiempo.
Aquel hombre no escribió un solo libro, pero los libros que narran su vida y pensamiento, y los que abordan su figura llenarían millones y millones de estanterías. No fundó ningún partido político, pero sus enseñanzas revolucionaron el mundo. No creó una religión, sino que él se presentó a sí mismo como la verdad, la vida y el camino a Dios, a su Padre; y la fe en Él sigue transformando el corazón de las personas a lo largo del tiempo y de todo el planeta Tierra.
¿Cómo pudo ser esto? Sus discípulos, asustados y avergonzados, resurgieron pocos días después afirmando que le habían visto vuelto a la vida, con un cuerpo nuevo, refulgente, proclamando que la muerte había sido vencida por su victoria sobre ella. Ya no tenían miedo porque estaban seguros que aquel judío que se proclamaba profeta, Hijo del Dios Altísimo, y que se decía igual a Dios, tras ser juzgado, torturado y ajusticiado había vuelto realmente a la vida para la eternidad.
“Si Jesús no resucitó, vacía es nuestra fe”, afirmó luego un seguidor llamado Pablo. Ese es el sello, el seguro, la denominación de origen de lo que es el verdadero cristianismo. Sin intermediarios, méritos humanos, filosofías huecas, ni ritos religiosos. Sólo por su amor, su gracia y su poder.
Una tumba y tú. La muerte al final de la vida y tú. Jesús y tú: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”, enseñó aquel hombre. Y luego añadió el Maestro de Galilea: “¿Crees tú esto?” (Evangelio de Juan, 11:25-26)
Comienza la vida, llega la muerte. Pero (como tras el parto material que nos lanza a una nueva vida) tras el parto postrero hay una eternidad. ¿Con quién quieres vivirla?
Quien vive de espaldas a la muerte, está alejándose de la vida y de la resurrección. Quien afronta la muerte y encuentra respuesta a ella en Jesús, llenará de luz y esperanza su vida para siempre, también para la eternidad.
Editado por: Protestante Digital 2013