Hace tres semanas Marta me llamó: “Me han dicho los médicos que tengo un cáncer y me han encontrado ya metástasis óseas”. Marta había sido vecina nuestra, una chica muy inteligente, con unos vivísimos ojos azules; por entonces era una adolescente en efervescencia; a veces su madre me llamaba para que hablase con ella y la charla resultaba mejor que con mis propios hijos.
La vimos casarse y hacerse mamá, con unos niños encantadores que con su exquisita educación hablan muy claro de cómo son sus padres; viven en Alicante.
Poco antes de salir para Madrid su marido me llamó: “Se está muriendo”. Fue duro oírle. Tenía que ir a la asamblea de la Alianza en Las Palmas, era una cuestión de responsabilidad, de coherencia con la involucración en las cosas del Señor.
Acordamos que mi mujer Eva viajaría conmigo a Madrid y de allí ella iría a Alicante y yo a Las Palmas. En un momento me pregunté: “¿Y no habría que dejar todos los compromisos y marchar los dos a Alicante?” Pero el sentido de responsabilidad me hizo decidir que Eva iba ya en nombre de los dos y yo debía cumplir con lo mío.
Terminó el congreso el viernes y salí hacia el aeropuerto; ya había oscurecido. Un escalón no visible, y la maleta y yo volamos por el aire; caí miserablemente sobre un pie. Recogí la maleta, bajé las escaleras y me metí en el metro; tenía que llegar al avión para Las Palmas; allí ya le pediría al Dr. Ángel Sierra que me llevase a Urgencias, me vendarían y seguiría según lo previsto.
Pero no. El pie me paró; no lo podía mover de dolor; descansé; insistí, pero aquello no iba. Claudiqué; no podía llegar al avión. Llamé a Eva, ella y mi cuñado me recogieron y fuimos al hospital. Me había partido el pie.
Me quedé en Madrid parado; ¿y no podría entonces ir a ver a nuestra amiga? Pues no: “No puedes moverte en tres días, ni tocar el suelo con el pie”, me habían indicado. Eva salía al día siguiente para Alicante; esa noche tuvo una reacción alimentaria –nunca en la vida le había pasado tal cosa– y se puso fatal, con dificultad respiratoria, como para asustarse; le puse un Urbasón y se puso bien, pero ya parecía más claro que debía acompañarla fuese como fuese.
Salimos para Alicante por la mañana y no fue hasta entonces que descubrí lo evidente: yo insistía en marchar al oeste, imbuido de cristiana responsabilidad, pero el Señor me estaba mandando desde el principio al este junto a nuestra amiga. Estaba sordo y ciego; ¿cómo no había visto la prioridad? Me avergüenza contároslo. Dios tuvo que partirme el pie y poner mala a mi mujer para ponerme en el buen camino.
Estaba claro que el Señor tenía un plan y eso me dio seguridad; por fin dije:
–Señor, aquí estoy; tú dirás.
Llegamos junto a mi amiga. El médico de la UCI me dejó verla; quedé solo con ella. Le cogí la mano y le hablé, pero estaba sedada y ni reaccionó. Pensé en recitarle el Salmo 23, pero me vi orando por ella en alto:
–Señor, pongo a Marta en tus brazos, dile cuánto le amas, cuánto le quieres, dale paz.
Seguí orando y cuando terminé sus dos ojos azules me estaban mirando fijamente, preguntando. Le hablé:
–¿Sabes que Jesús te quiere dar su paz y te ama?
Sus ojos cambiaron, se inundaron de serenidad y con su cabeza asintió. Cerró los ojos despacito y no la volví a ver consciente. Salí llorando pero con la seguridad de que ella había encontrado la paz; dos días después murió.
Miro para el pie y doy gracias al Señor por la fractura; hasta pido que me deje alguna marca que recuerde siempre mi torpeza, mi incompetencia y Su gracia.
Eva me dice:
–Pues poco fue; podías haber acabado en el vientre de una ballena.
(Por respeto a la intimidad he modificado lugares y nombres)
Autor: X. Manuel Suárez