El punto de partida más apropiado para entender la naturaleza de la misión que Dios ha encomendado a la iglesia es la misión que, según los cuatro Evangelios, Jesucristo llevó a cabo durante su ministerio terrenal. ¿Cuáles fueron sus prioridades? ¿Cuál fue su mensaje? ¿Qué elementos incluyó en su misión? ¿Cuál fue su motivación? Las respuestas a estas preguntas nos ayudarán a entender un hecho fundamental de la eclesiología y la misionología bíblicas: que, sin desconocer o minimizar las grandes diferencias de lugar y tiempo entre los de Jesús y los nuestros, la iglesia está llamada a continuar la misión de su Señor a lo largo de la historia hasta que él vuelva.
En términos generales, el propósito de Dios es que la iglesia se constituya en una comunidad de testigos de Jesucristo. Esto, sin embargo, significa mucho más que “dar testimonio” verbal acerca de él: significa ser y vivir como él. La misión de la iglesia es inseparable de la misión de su Señor no sólo porque la iglesia le pertenece a él sino también porque la vocación de la iglesia es que la Palabra que en el siglo I se hizo carne y vivió entre nosotros (Jn 1:14) continúe manifestando su presencia en la sociedad en el siglo XXI por medio de ella.
De todas las descripciones de Jesucristo en el Nuevo Testamento, ninguna comunica con tanta fuerza la naturaleza de su misión como la descripción de él como “siervo” o “esclavo” (doulos). Según Marcos 10:45, él dijo de sí mismo que “el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”. Tal descripción combina dos figuras del Antiguo Testamento: el glorioso Hijo del hombre de Daniel 7, que viene entre las nubes del cielo para establecer su dominio eterno sobre todos los pueblos, naciones y lenguas, y el Siervo sufriente del cántico del Siervo del Señor en Isaías 53, que ofrece su vida en expiación para justificar a muchos. Esta admirable paradoja es una manera de afirmar que Jesús vino para establecer su reinado universal sobre la base del sacrificio de sí mismo por los pecadores, es decir, como “el Mesías crucificado” (1Co 1:23; 2:2).
Es obvio que el sacrificio de Cristo—un sacrificio de eficacia redentora—es irrepetible. Como afirma el autor de la carta a los Hebreos, en virtud de la voluntad de Dios “somos santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre” (10:10). Sin embargo, el Nuevo Testamento provee una base sólida para afirmar que los seguidores de Cristo estamos llamados a reproducir en nuestra propia experiencia el mismo tipo de entrega, inspirada por el amor, que lo llevó a él a la cruz. En palabras del apóstol Juan: “En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos” (1Jn 3:16).
Para el apóstol Pablo es clara la relación entre la entrega de Jesucristo en la cruz y su propia experiencia como misionero. A eso apunta un texto cuya interpretación ha dado mucho que pensar a los estudiosos: “Ahora me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy completando en mi mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo a favor de su cuerpo, que es la iglesia” (Col 1:24). No se trata de que Pablo considere que los sufrimientos de Cristo hayan sido insuficientes para cumplir cabalmente su propósito redentor. Se trata, más bien, de que el apóstol considera que su propio sufrimiento hace posible que la iglesia llegue a ser lo que Dios se ha propuesto hacer de ella y por lo cual Jesucristo dio su vida. Si la iglesia quiere ser fiel a su llamado a prolongar la misión de Jesucristo a lo largo de la historia, toda ella y más aún sus líderes no pueden evadir el sacrificio que implica seguir el camino de Jesús como el Siervo sufriente del Señor.