La Bella y La Bestia
Que levante la mano quien no conoce el cuento de la Bella y La Bestia.
No te puedo ver, pero no creo que haya muchas manos levantadas.
Hubo un tiempo cuando su rostro era hermoso y su palacio agradable.
Pero eso era antes de la maldición, antes que las sombras cayeran sobre el castillo del príncipe, antes que las sombras cayeran sobre su corazón. Y cuando esto ocurrió, él se ocultó. Se recluyó en su castillo, con su hocico reluciente, sus colmillos encorvados y un humor de perros.
Pero todo eso cambió cuando llegó la joven.
Me pregunto, ¿qué habría sido de la Bestia si la Bella no hubiera aparecido?
O, ¿qué habría pasado si ella no hubiera tenido la actitud que tuvo con él?
Él era… ¡una bestia! Velludo. Le corría la baba. Rugía cuando quería decir algo.
Su aspecto aterrorizaba. Y ella era una belleza. Adorable.
Y fue el amor el que transformó lo horrible en hermoso.
Si, ya sé que es un cuento infantil. Pero la historia nos resulta familiar porque nos recuerda a nosotros mismos. Dentro de cada uno de nosotros hay una bestia.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo cuando el rostro de la humanidad era hermoso y el palacio agradable. Pero eso era antes de la maldición, antes que las sombras cayeran sobre el jardín de Adán, antes que las sombras cayeran sobre el corazón de Adán. Y a partir de la maldición, hemos sido diferentes. Bestiales. Feos. Despreciables. Cascarrabias.
Hacemos las cosas que sabemos que no debemos hacer y después nos preguntamos por qué las hicimos.
Un escritor cristiano cuenta algo que le pasó a él y que “jamás de los jamases” me hubiera pasado a mí… o a vos:
“La otra noche, seguramente la parte fea de mí mostró mi rostro de bestia. Me encontraba conduciendo mi auto por una autopista de dos carriles por mano que estaban a punto de convertirse en uno solo.
Una señora detrás de mí conducía su vehículo por el carril que continuaría. Yo estaba en el que desaparecería. Decidí que tenía que ganarle y seguir delante de ella.
No hay justificación. Simplemente lo hice.
Así es que aceleré.
Y… ella lo hizo también. Cuando mi carril se terminó, ella había ganado.
Refunfuñé, pero dejé que me adelantara.
Mirando por sobre su hombro, ella me hizo una seña de adiós con su cara llena de risa.
Eso me encendió.
Así es que puse las luces altas que chocaron violentamente contra su espejo retrovisor.
Ella se vengó disminuyendo la marcha. No pasaba de los 30 km por hora.
Y no había forma de pasarla.
Como te imaginarás, yo, ante esa situación, no estaba dispuesto a quitar las luces de su espejo retrovisor.
Ella se mantuvo avanzando lentamente y yo alumbrándola.
En una intersección, una luz roja nos dejó parados uno al lado del otro.
Lo que ocurrió entonces contiene buenas y malas noticias. La buena es que me hizo un gesto con la mano. La mala es que mejor no trates de imaginarte qué gesto me hizo.
Momentos después, comenzó el remordimiento. «¿Por qué habré hecho eso?» Yo soy, por naturaleza, un tipo tranquilo, pero esta vez y por quince minutos, me comporté como una bestia.
Solo dos cosas me tranquilizan.
Una, que miré para todos lados y no había nadie que me reconociera como cristiano y dos, que el apóstol tuvo problemas similares.
Romanos 7.15 No hago lo que quiero, sino lo que no quiero, eso hago.
Tengo que reconocer que muchísimas veces me pasaron cosas similares que las que cuenta el escritor. ¿A vos no?
Imagino que la respuesta es afirmativa; entonces estás en buena compañía. Pablo no es el único personaje de la Biblia que tuvo que trenzarse a golpes con la bestia que había dentro de él.
Hace poco hablaba con un amigo y oyente del programa sobre el rey Saúl atacando al joven David con una lanza… menos de una semana después de que matara a Goliat.
Los hijos de Jacob dando muerte a Siquem y sus amigos.
Lot tratando de negociar con los hombres de Sodoma y luego huyendo apresuradamente de allí.
Herodes asesinando a los niños de Belén.
Otro de los Herodes dando muerte a Juan el Bautista, primo de Jesús.
Si a la Biblia se la conoce como el Libro de Dios, no es precisamente porque la gente que aparece en ella hayan sido unos santitos.
A través de sus páginas la sangre corre tan libremente como la tinta a través de la pluma que las escribe.
Pero la maldad de la bestia nunca fue tan grande como el día que Cristo murió.
- Los discípulos primero fueron rápidos para quedarse dormidos y luego fueron rápidos para irse.
- Herodes quería hacer un show.
- Pilato quería quitárselo de encima.
- Y los soldados querían sangre… así es que azotaron a Jesús. El azote legionario estaba formado por tiras de cuero con pequeñas bolas de plomo en sus puntas. Lo que se quería conseguir con eso era golpear al acusado hasta dejarlo medio muerto y luego parar. La ley permitía treinta y nueve azotes, pero casi nunca se llegaba a este número. Un centurión vigilaba la condición del preso. Cuando le soltaron las manos y se desplomó, no hay duda que Jesús estaba cerca de la muerte.
Los azotes fueron lo primero que hicieron los soldados.
La crucifixión fue lo tercero. Aunque su espalda estaba completamente destrozada por los azotes, los soldados pusieron el travesaño de la cruz sobre los hombros de Jesús e iniciaron así la marcha hacia el Lugar de la Calavera donde lo ejecutaron.
No culpamos a los soldados por estas dos acciones. Después de todo, solo cumplían órdenes y habían repetido esto cientos de veces.
Pero lo que cuesta entender es lo que hicieron mientras tanto. Esta es la descripción que hace Mateo:
Mateo 27.27–31 Jesús fue golpeado con azotes y entregado a los soldados para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al palacio del gobernador y allí se reunieron alrededor de él. Le quitaron la ropa y le pusieron una túnica roja. Usando ramas con espinas, hicieron una cruz, se la pusieron en la cabeza y le pusieron un palo en su mano derecha. Luego los soldados se inclinaron ante Jesús y se mofaron de él, diciendo: «¡Salve. Rey de los judíos!» Y lo escupieron. Luego le quitaron el palo y empezaron a golpearlo con él en la cabeza. Después que hubieron terminado de hacerlo, le sacaron la túnica y lo volvieron a vestir con su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo.
La tarea de los soldados era llevar al reo y ejecutarlo.
Pero ellos tenían otra idea. Antes de matarlo, querían divertirse un poco con él. Soldados robustos, armados y descansados formaron un círculo alrededor de un carpintero de Galilea desfalleciente y casi muerto, y se dedicaron a golpearlo.
Los azotes fueron ordenados, lo mismo que la crucifixión. ¿Pero quién podría encontrar placer en escupir a un hombre medio muerto?
Jamás un escupitajo puede herir el cuerpo. No puede. Se escupe para hacer daño en el alma, y ahí sí que es efectivo.
Muchas veces hice lo mismo.
Nunca escupí a alguien, pero sí hablé mal de él (o de ella).
Sí lo calumnié.
Si me enojé insultando a alguien en el tránsito.
Sí hice cosas solamente para que alguien se sintiera mal.
Eso fue lo que los soldados hicieron a Jesús.
Cuando vos y yo hacemos lo mismo, también se lo estamos haciendo a Jesús.
Mateo 25.40: Te puedo asegurar que cuando lo hiciste a uno de los últimos de estos mis hermanos y hermanas, me lo estabas haciendo a mí
Como tratamos a los demás, así tratamos a Jesús.
“No Héctor, lo que decís no me gusta”, estarás pensando...
Pero a mí tampoco me gusta decirlas.
Quiero mostrarte que hay algo bestial dentro de cada uno de nosotros.
Alguien que nos hace hacer cosas que aun a nosotros nos sorprenden.
Para esa pregunta, la Biblia tiene una respuesta de seis letras: P-E-C-A-D-O.
No es que no podamos hacer lo bueno. Lo hacemos. Lo que pasa es que no podemos dejar de hacer lo malo.
Aunque estamos hechos a la imagen de Dios, hemos caído. Tenemos corrompido el corazón. El centro de nuestro ser es egoísta y perverso.
Todos hemos nacido con una tendencia a pecar.
La Escritura lo dice claramente:
Isaías 53.6 Como ovejas nos hemos extraviado; cada uno se ha ido por su propio camino
Es posible que no estés de acuerdo con palabras tan fuertes; podrías mirar a su alrededor y decir:
«Comparado con fulano, yo soy una persona decente».
Un cerdo podría decir lo mismo. Podría mirar a sus pares y declarar: «Estoy tan limpio como cualquiera de estos».
Comparado con un ser humano, sin embargo, ese cerdo necesita ayuda.
Comparados con Dios, nosotros los humanos necesitamos lo mismo.
Nosotros somos unas bestias. Nuestras obras son feas. Nuestros actos son rudos. No hacemos lo que queremos, no nos gusta lo que hacemos y, lo que es peor es que no podemos cambiar.
Tratamos de hacerlo… claro que tratamos.
Romanos 8.7: La mente que es según la carne es hostil a Dios; no se somete a la ley de Dios porque no puede.
Si pensás que no sos así, te desafío: durante las siguientes veinticuatro horas trata de vivir una vida sin pecado. No te estoy pidiendo una década de santidad, ni un año, ni siquiera un mes. Solamente un día.
¿Te atreves a intentarlo? ¿Podrías vivir un día sin pecar?
¿No? ¿Y una hora?
¿Estarías en condiciones de prometer que por los siguientes sesenta minutos tendrás solo pensamientos y acciones puros?
¿Y cinco minutos? Cinco minutos libres de ansiedades, de irritación, de ausencia de orgullo. Cinco minutos sin tentarte a mirar el cuerpo de una chica bonita… dos veces en la tele.
Cinco minutos sin tentarte y comer eso que te hace mal y que es tan rico.
Cinco minutos sin enojarte con la estupidez de otros que te afecta.
Cinco minutos sin pensar mal de ese que lo único que parece buscar es hundirte.
¿Qué te parece cinco minutos?
¿No?
Ni yo tampoco.
Esto quiere decir que tenemos un problema: Somos pecadores.
¿Qué podemos hacer?
Dejá que los escupitajos de los soldados simbolicen la inmundicia en nuestros corazones. Y luego mirá lo que hace Jesús con nuestra inmundicia.
La lleva a la cruz.
Isaías 50.6 Yo no escondí mi rostro de las burlas y los escupitajos
Mezclada con su sangre y su sudor estaba la esencia de nuestro pecado.
Dios pudo haber hecho las cosas de otra manera. Según el plan de Dios, a Jesús se le ofreció vinagre para su garganta; entonces, ¿por qué no una toalla para su rostro? Simón cargó con la cruz de Jesús, pero no limpió las mejillas de Jesús. Los escupitajos quedaron en su rostro.
¿No podían los ángeles limpiar las escupidas?
¿No te molesta ver la cara de Jesús así de sucia? ¿no te averguenza?
Pero Jesús no les dio la orden para que lo limpien.
Por alguna razón, Aquel que escogió los clavos también escogió la saliva. Además de la lanza y la esponja del hombre, soportó el escupitajo del hombre.
Otra vez la Bella y la Bestia . En el cuento, la bella besa a la bestia.
En la Biblia, la Bella hace mucho más. Se hace la bestia para que ésta llegue a ser la bella. Jesús cambia lugar con nosotros.
Nosotros, como Adán, estábamos bajo maldición, pero Pablo dice que Jesús «cambió lugar con nosotros y se puso a sí mismo bajo esa maldición» Gálatas 3.13
El que estaba sin pecado tomó la forma de un pecador para que nosotros, pecadores, pudiéramos tomar la forma de un santo.
HECTOR SPACCAROTELLA
tiempodevocional@hotmail.com
www.puntospacca.net
Adaptación de un texto de MAX LUCADO